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Ficción o realidad del Quijote

A fuer de sincero, quiero confesar que tras casi cuatro décadas de ejercicio profesional ininterrumpido como psiquiatra, también a mí me ha pasado por la mente aproximarme al estudio del Quijote, como si se tratara de una mera patografía. Pero, enseguida, he entendido que la empresa es muy poco original otros muchos ya lo han hecho, aunque con desigual fortuna, además de que con mi aportación también podría infringir una grosera afrenta al ingenioso hidalgo y a su autor.
Proceder así podría constituir un lamentable intento de desnaturalizar esta obra literaria, por eso he renunciado por el momento. Por otra parte, estoy persuadido de que sólo con harta dificultad pueden interpretarse desde el actual contexto histórico y cultural los valores, códigos y parámetros del comportamiento humano que alentaron la trama y el corazón de lo que, sin duda alguna, ha llegado a caracterizar un estilo de vida muy peculiar y varias veces centenario: el del español, que hunde sus raíces en el meollo de un siglo de oro esplendoroso y un tanto olvidado.

TEXTO, CONTEXTO Y PRETEXTO

En esta obra de Cervantes habría que distinguir entre el texto, el contexto y el pretexto. El texto está muy claro, bien datado y mejor justificado, habida cuenta la numerosa bibliografía disponible sobre él.
El contexto del Quijote es un referente continuo, una apelación relevante a una importante etapa de la cultura española, por otra parte muy bien estudiada, como se pone de manifiesto en la historiografía, en la literatura comparada y en la geografía y sociología de su tiempo.
El pretexto, en cambio, está repleto de dificultades y en la actualidad constituye una empalizada enmarañada que sólo con mucha dificultad permite al lector ver y encontrarse con el texto. Como un bosque semidurmiente y misterioso en el que todos los árboles estuviesen animados de una dinámica cambiante, entre cuyos improbables frutos resulta fácil perderse.
Tanto se han multiplicado los puntos de vista, interpretaciones, teorías inciertas, estereotipias, tópicos y ciertas ruindades ideológicas que asemejan una falsa reinvención de lo humano si es que no su abolición.
Pero, con independencia de todo esto, es un hecho cierto que Cervantes existió y que su famoso Don Quijote se redactaba en los últimos años en que declinaba el siglo XVI, como que vio la luz en los albores del siglo XVII.
En las líneas que siguen, me limitaré a exponer mi opinión sobre dos concretas interpretaciones respecto del Quijote: la de ciertos especialistas en salud mental y la de quienes a sí mismos se denominan constructivistas.

EL MAL DEL REDUCCIONISMO

La interpretación psiquiátrica, psicoanalítica o psicológica del Quijote es una tarea difícil pero fácilmente asumible, con valores a la baja. Se interpreta por defecto como artefactual y unidimensional, ya que el complejo entramado de la biografía del personaje no admite ser reducido a sólo lo psicológico o psicopatológico.
El Quijote compendia un modo de entender la vida, además de la sociología de un pueblo multicultural y psicológicamente diverso y complejo el español donde los valores, creencias y convicciones de la época encuentran su espacio para una representación realista, y al tiempo sublime, en el modo de relatarla.
La mera lectura del Quijote nos enseña más psicología sobre el español de la que sabe el especialista en Psicología o Psiquiatría, cuando trata de «entender» o «explicar» el personaje, desde el exclusivo y excluyente ámbito de sus conocimientos profesionales.
Tal vez por eso, pienso que algunas afirmaciones recientes de ciertos especialistas constituyen un grosero reduccionismo, al restringir toda la riqueza de esta obra universal, afirmando que «El Quijote es una novela psicopatológica protagonizada por un enfermo mental». En mi opinión, a duras penas podría llegar a ser también eso pues, en cualquier caso, es mucho más que eso.
Si consideramos que el «personaje», como arquetipo, es el que más ha influido en la cultura occidental durante los últimos cuatro siglos, la simplificación en que se incurre es obvia. Algunos comentaristas e intérpretes han manifestado apenas ciertos síntomas psicopatológicos, hurtados aquí y allá a la totalidad de la magistral biografía literaria de su protagonista.
Si don Alonso Quijano padeció o no un trastorno mental es algo que no interfiere para que su talante y talento se hayan agigantado hasta la categoría de constituir un símbolo universal que sirve de referencia para la configuración de numerosas actitudes humanas.
Es demasiado fácil establecer un diagnóstico psicopatológico para «explicar» al lector escasamente ilustrado en esta especialidad los momentos de euforia y grandeza que vive el ingenioso hidalgo como el mejor caballero andante del mundo o de melancolía y pena, tras encontrar grandes obstáculos y frustraciones sin cuento al tratar de cumplir su ideal de desfacer entuertos.
Sostener que delira como en el episodio en que confunde los molinos de viento con gigantes y que ese delirio se proyecta en forma de alucinaciones visuales y auditivas, es minimizar la función de la fantasía e ignorar los ideales que daban sentido a los protagonistas de los libros de caballería y a los españoles de aquel tiempo.
De acuerdo con estas u otras interpretaciones, lo más probable sería concluir que la enfermedad que aquejó a don Alonso Quijano es un «trastorno bipolar mixto con síntomas psicóticos». Es decir, que su afectividad inestable pasaba de la exaltación eufórica (y la confianza en sus omnipotentes fuerzas al servicio de la justicia) a la depresión melancólica como el episodio de la cueva de Montesinos o cuando va a hacer penitencia a Sierra Morena con sentimientos de culpa, postración, llanto, apatía, etcétera.
Pero la vida de Alonso Quijano no se puede reducir a estos trazos fuertes no obstante, demasiado fugaces como para dar razón sólo con eso de todo su proyecto biográfico. La verticalidad de su cosmovisión espiritual no cabe en la horizontalidad pobre y cerrada de un diagnóstico psiquiátrico mal hilvanado y fugaz en su fundamento.
Por último, con el análisis del perfil sintomático de su comportamiento, un poco antes de su muerte, tampoco se le hace justicia con el lacónico diagnóstico de «trastorno bipolar: actualmente en remisión». La grandeza biográfica del personaje impide cualquier intento de encorsetarle en ciertos conocimientos psiquiátricos que resultan insuficientes e insatisfactorios.

OS RUEGO QUE NO ME PSIQUIATRICÉIS

Muchas interpretaciones psiquiátricas especializadas, apenas han sido útiles para dar renombre a sus autores, engrandecer el individualismo de su yo de especialistas, y la mayoría de las veces para confundir todavía más.
El resultado final de esa supuesta utilidad no es otro que intentar romper con un patrimonio cultural que explica nuestra genealogía, nuestro peculiar arte de vivir, con sus aciertos, excesos y defectos.
En el supuesto de que don Quijote padeciese un perfil sintomático que se adecuara a los criterios de las actuales nosolo-gías psiquiátricas y que permitiera establecer un diagnóstico, no dejaría por eso de haber impreso una profunda huella en el talante y la quintaesencia de lo español ni nos llevaría a renunciar al patrimonio cultural en el que se enraíza la identidad de tantos españoles y latinoamericanos, también actuales.
Aquí cabría decir a esos especialistas, que se supone conocen bien la psicología humana desde su peculiar y singular óptica monovalente, que nunca tuvieron tiempo para deleitarse en tanta belleza literaria ni siquiera para tratar de acoger, comprender e interiorizar las claves que esa genial obra aporta al conocimiento de su propia identidad.
La natural deformación que imponen los trabajos de la especialidad cultivada es probable que llegue a cambiar lo visto, la vista y el punto de vista de quienes observan la realidad desde una perspectiva unidimensional e incompleta.
Para enriquecer la interpretación de una obra literaria no hay más solución que zambullirse en ella y multiplicar los puntos de vista, para que se universalice y manifieste el contenido en toda su extensión sin recorte alguno. Pero esto escapa a la mayoría de especialistas, psiquiatras incluidos.
El trabajo transforma a quien lo realiza, cambia su enfoque y acaba por deformar parcialmente su visión de la realidad, introduciendo sesgos, omisiones, tergiversaciones e hiperformalizaciones de la realidad observada. Esto es, al fin y al cabo, una forma diversa de situarse fuera de la realidad. Al analizar una obra literaria únicamente desde la especialidad de la salud mental se comete un abuso. Tratar de psicologizar o psiquiatrizar no es el modo más adecuado de afrontar el contenido de una obra literaria, como tampoco sería posible analizar la interpretación del psiquiatra y tratar de emitir un diagnóstico acerca del psiquiatra.
Al interpretar las obras literarias desde una perspectiva única se incurre en un subjetivismo objetivador, ajeno y extraño al conocimiento de lo real, precisamente por restringir lo real a una mera perspectiva unidimensional. Aunque de forma aparente el señuelo de lo «objetivo» campee en estos intentos reduccionistas, está claro que el subjetivismo de partida rebrota y explicita de forma elocuente el modo en que se ha hurtado lo real, sustituyéndolo por sólo una posible e incompleta interpretación.
Además, como escribió Laenec, «el médico que sólo sabe medicina, ni medicina sabe». No es suficiente, pues, con saber psiquiatría o psicología para interpretar una obra literaria. Stephen Zweig corrobora esta opinión cuando escribe: «Escritores como éstos se refiere a las grandes plumas de las letras universales como Cervantes son gigantes de la observación y de la literatura, mientras que en la psicología, el campo de la personalidad está en manos de hombres inferiores, meras moscas, que tienen el ancla seguro de un marco científico para ubicar sus insignificantes trivialidades y sus pequeñas herejías».

REDUCCIONISMO CONSTRUCTIVISTA

Lo más frecuente entre los esforzados hermeneutas de Don Quijote no han sido ni son los psiquiatras, a pesar de que alguna razón habría para ello, aunque sólo fuera por el hecho de que la palabra «locura» aparece 182 veces en la obra cervantina.
Interpretaciones del Quijote ha habido muchas, acaso demasiadas (filosóficas, literarias, semánticas, filológicas, antropológicas, etcétera.). Sin embargo, el misterio, embrujo y encanto del ingenio que desbordan sus páginas no parece se haya extinguido. Como tampoco la contraposición entre el idealismo del caballero andante y el realismo de Sancho, su escudero.
Para un constructivista, lo de menos es El Quijote, ni siquiera importa Cervantes, que según conjeturan pudo no haber existido. Lo que importa es el trasunto, la representación o construcción mental que cada lector hace de esta obra. De aquí que haya tantos «Quijotes» como personas lo hayan leído o en el futuro lo lean. Con esto, el Quijote queda restringido a una mera representación invisible un cierto «no ser» inspirador, no obstante, de ciertas construcciones mentales que el lector «autoconstruye» y «recrea», con independencia de lo que se sostenga en el texto.
Estos análisis unidireccionales agostan también la frescura y vitalidad del universalismo cervantino, poco importa que sus aportaciones en la pluma de algunos autores singulares, hayan contribuido a que el lector se percate de mil y un aspectos diversos, para los que sus ojos estaban ciegos y su mirada permanecía opaca antes de conocer esas concretas interpretaciones.
Pero atendamos a los antecedentes del actual constructivismo. Según la sociología del conocimiento (introducida por Max Scheler en 1925), la realidad se construye socialmente. Se entiende aquí por realidad una «cualidad propia de los fenómenos que conocemos, como independientes de nuestra propia volición» y por conocimiento, «la certidumbre de que los fenómenos son reales y de que poseen características específicas» (Berger y Luckmann, 1993).
El conocimiento queda así degradado, según dichos autores, a mera certidumbre. La actual sociología del conocimiento se interesa sobre todo por las diferencias observables entre las diversas sociedades, especialmente en lo que atañe al conocimiento. Pero a pesar de ello, la realidad se muestra densa y espesa en su consistencia e imposible de disolver y hacerla desaparecer. La realidad queda definida por la tozudez, como un «algo» independiente del sujeto cognoscente, que guarda celosamente su verdad y se opone y resiste a la mera volición o imaginación humanas. La verdad de la realidad sólo se entrega a las personas que a su vez, se entregan a su conocimiento y develamiento.
Para el constructivismo, en cambio, lo único que importa son precisamente los procesos gracias a los cuales un cuerpo de conocimientos se establece socialmente como «realidad», haciendo posible así las variaciones empíricas de unas sociedades a otras. Este modo de entender el diálogo fecundo, el encuentro y la articulación entre el conocimiento y la realidad es por el mismo modo en que ha sido dispuesto el rehén de un exceso de celo sociológico. Un exceso por el que, supuestamente, el pensamiento quedaría subordinado al contexto social que parece determinarlo. En su afán de explicarlo todo desde la sociología, los expertos constructivistas tratarán de indagar en las estrechas relaciones que, según ellos, se dan entre el pensamiento y las situaciones históricas y socioculturales.
Los antecedentes de esta teoría epistemológica, antes que sociológica están endeudados con el pensamiento de tres filósofos del siglo XIX: Marx, Nietzsche y Dilthey.
De Marx toma la inspiración de que el pensamiento humano se funda en la actividad y en las relaciones sociales que genera. En consecuencia, el mundo resultante se reduce y recorta según esa actividad. Y como la conciencia del hombre está determinada por su ser social, es muy fácil llegar a la falsa conciencia, en que se acuna un pensamiento que poco tiene que ver con la persona que piensa, y que sólo se mueve por sus propios intereses.
De Nietzsche toma prestado el nihilismo. Una vez que del pensamiento humano se ha hecho un instrumento para la lucha por el poder y la supervivencia, todo lo que resta es la falsa conciencia que hunde sus raíces en el autoengaño y la ilusión, como condiciones necesarias para la vida. Surge así el resentimiento y el arte de la desconfianza, que son en opinión de ciertos sociólogos los dos motores del comportamiento social humano.
La deuda con el historicismo de Dilthey conduce inevitablemente al relativismo de todo pensamiento, puesto que este ha de ser entendido, inevitablemente, en correspondencia con su situación social (determinación situacional).
Según la sociología del conocimiento, la sociedad no determina la naturaleza de las ideas, pero sí su presencia. Los factores ideales del pensamiento no son independientes de la causalidad histórico-social; los factores reales, en cambio, no dependen de esa selección histórico-social, sino que serían más bien los reguladores, según Scheler, que modulan la aparición de aquellas en la historia.
A partir de aquí, tomarán el testigo otros sociólogos, principalmente Mannheim, Merton, Parsons, Stark, Durkheim, Weber, etcétera. Las influencias del pragmatismo social utilitarista han invadido luego, en la posmodernidad, otros ámbitos disciplinares muy diversos: desde la filosofía del derecho a la psicología evolutiva, de la sociología del conocimiento a la educación, de la teoría de la literatura a la antropología.
Autores como Derrida, Vattimo, Piaget y Bloom son, entre otros muchos, representantes emblemáticos de la nueva tiranía del relativismo constructivista, que niega la misma posibilidad de la verdad.
Encontramos un ejemplo en lo que sostiene Maturana una afirmación en la actualidad casi vulgar cuando escribe: «la realidad se construye al observarla y nombrarla, sin que por ello se tenga la pretensión de desvelar verdades objetivas sino tan sólo contribuir a la generación de interpretaciones nuevas y útiles para lidiar con los desafíos contemporáneos».
Obsérvese el énfasis y la relevancia que el autor fía en el utilitarismo. Pero, ¿para qué sirve una mera interpretación si no es real, si no coincide con la realidad? ¿En qué puede fundamentarse allí el criterio de utilidad, una vez que se ha renunciado a toda pretensión de verdad objetiva, de realidad real? ¿Es suficiente con que la nueva representación sea «nueva» para que por sólo eso sea «útil»? Y si no fuera «nueva» ni tampoco mera «interpretación», es decir, si fuera una manifestación del desvelamiento personal de la verdad objetiva, ¿no tendría capacidad de solucionar los desafíos contemporáneos?
De hecho, cuando se interpreta la vida de don Alonso Quijano, se genera, sí, un constructo personal, que no es otra cosa que la manifestación de que el sujeto cognoscente ha captado una diferencia respecto a cualquier otro lector o incluso a la intención y propósito del autor. Pero esto nada nos dice en cuanto a la verdad del texto y contexto del autor y su obra. Pues, en cualquier caso, para captar esa diferencia es condición sine qua non que el lector parta de la lectura de la vida del ingenioso hidalgo, un texto pre-existente a su actividad lectora y herméutica. Dicho de otra forma: los constructos personales no surgen ni pueden surgir ex novo ni ex nihilo.
No parece que sea posible por esta vía dar la razón a Derrida y al constructivismo del que parte. Si se admite que hay tantos Quijotes como lectores, si para lo que aquí importa Cervantes no fue un autor relevante, si el hidalgo Alonso Quijano jamás existió, ni siquiera como personaje literario, entonces y sólo entonces lo único que al fin importa es lo que el lector «construye» en su mente a partir de lo que lee.
Pero en ese caso, ya no estamos hablando de Cervantes ni del Quijote, ni de nada que pueda concretarse como algo real. Esta forma de interpretar la realidad constituye el hundimiento humano en el subjetivismo de una realidad subjetivada y, por eso, incierta, ambigua y confusa, más cercana a la ficción que a la realidad histórica.
Prestar atención a las teorías constructivistas, a propósito de don Quijote, y adoptar su punto de vista es hundirse en la dictadura del relativismo, es decir, en la disolución del ser de toda realidad cualquiera que esta sea en la nada. El constructivismo que de aquí resulta no es otra cosa que un proceso de nihilificación, sin límites ni restricciones de ningún tipo. Porque, hasta el mismo constructo formado en la mente de cada lector según los principios de que aquí se parte no añadiría ningún plus a don Quijote, sino que se confundiría con la nada.
Baste citar aquí, por ejemplo, las luminosas interpretaciones que Unamuno y Ortega hicieron de don Quijote y Sancho y del alma y el estilo de vida del español, para percatarse de que ninguno de los constructos de esos autores se confunde con la nada y que cada uno constituye una realidad enriquecedora de las ricas aportaciones antropológicas del ingenioso hidalgo español.
La realidad es siempre positiva. La realidad acaba siempre por imponerse, aunque sólo sea por su vinculación con la verdad.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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