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Creación del empleo

El empleo, el hacer de– algo, no es sólo un modo de subsistencia, o un camino de superación propia, sino una manera de estar en el mundo, y de ser algo en él. Nos da el convencimiento de que apostamos por algo, somos útiles, dejamos rastro. La falta de empleo es equivalente hoy, así, a la falta de sentido de la vida, cuando desventuradamente la vida se ha reducido a un módulo funcional.
El desempleo, es decir, este arrancar de cuajo el sentido de la vida, se atribuye ahora de manera principal a los empresarios. El empresario se caracteriza hoy, aunque duela, como el individuo que despide trabajadores, que cierra empleos, que produce desocupación.
En la comunidad Económica Europea el índice de desocupación es del 11%. En Estados Unidos, el 6.7% y en Japón, el 2.5%. Aventuramos que en Estados Unidos el desempleo no es tan agudo debido al espíritu emprendedor que asume riesgos, propio de su cultura; y en Japón, de modo tal vez paradójico, por su arraigado carácter asociativo.
La primera dificultad para remediar esta tendencia, es curiosamente psicológica. Con el desempleo ha surgido una epidemia actual de angustia por el trabajo, bien sea ante el problema de encontrarlo o ante el temor de perderlo. De la necesidad puede surgir la virtud creativa, pero entre nosotros por causas culturales que no podemos analizar ahora brota su antítesis: la posición depresiva de la angustia, el estado infecundo del nerviosismo.
La situación tiene, encima, una causa económica que hace más difícil las soluciones de 33 millones de desempleados, sólo en los países industriales. El FMI señala: “aunque se apliquen las medidas macroeconómicas adecuadas, se prevé que el desempleo mantendrá su elevado nivel en muchos países”. Pero, además, la misma recuperación económica puede verse frenada por el desempleo persistente. Estamos, pues, en un círculo vicioso.
El Fondo Monetario Internacional, así como los economistas que cito, ven la óptica del desempleo con ojos de economistas. Y tienen razón en sus aseveraciones prospectivas pesimistas porque la creación de trabajo no es un problema principalmente económico.
Los graves problemas sociales y “éste es uno de los problemas sociales más graves de la actualidad” (Raimond-Kedilhac, 1994) no suelen tener ni su causa ni su solución en la economía. Sí, en cambio, en deficiencias estrictamente profesionales (más que técnicas) que a su vez se asientan, como veremos, sobre fallas éticas, de temple, ánimo, modo de ser y hasta me atrevería a decir de coraje.
La solución de los subsidios es más compasiva si lo es que inteligente. Ya se sabe que este tipo de apoyo oficial, aunque a veces irremediable, crea individuos ineficaces (piénsese en los países del Este). El Estado no es omnipotente, y no puede mantener la seguridad social, aunque la prometa, si los individuos no rinden. Una seguridad no respaldada por el rendimiento, es, valga la paradoja, una seguridad insegura (Llano, 1989).
Se ha dicho que mientras las grandes empresas los Jov de Fortune generan desempleo, las pequeñas lo crean.
Asquit y Weston (1994) niegan audazmente que en Estados Unidos se haya producido desempleo de 1980 a 1983. Al revés, la ocupación creció en 20 millones de puestos, más que el incremento de la población. Según ellos, las pequeñas empresas de servicios compensan los trabajos cancelados en las grandes organizaciones productoras de bienes. Encuentran una relación poderosa y obvia entre las tasas de crecimiento neto del empleo y el tamaño pequeño de las empresas, al punto que el éxito de Estados Unidos y el fracaso de Europa en crear empleos parecen estar relacionados con la alta incidencia de apertura de negocios.
Por otra parte, la exaltación de la empresa pequeña puede proporcionar la economía informal o sumergida, que constituye muchas veces un desempleo “disfrazado” en el subempleo (Velásquez, 1994). Esto puede ser penoso, según se mire: personalmente prefiero una fecundidad desordenada a un orden estéril. Porque aun así, en los casos más rudimentarios, hay una chispa de empresa que está ausente en los subsidios del desempleo.

Crear el propio empleo

Nuestra tesis es que la discusión acerca de los valores de la empresa grande y pequeña, carece de importancia porque el fin de la empresa es la creación de valor agregado o generación de riqueza. El aporte creativo no reside, en última y verdadera instancia, en la organización, y menos en su tamaño, sino en el individuo. Es la persona la única a la que intramundanamente se atribuye la acción primigenia de crear. El auge económico “brota desde el fondo de la sociedad” (Novak, 1988, p. 116): el individuo.
En cuanto creadora de riqueza, la persona humana ha de considerarse siempre como “trabajando por su cuenta”. Es verdad que quienes trabajan por cuenta propia en áreas no relacionadas con la industria (que está en declive), aumentó en Estados Unidos en un 50% de 1975 a 1990: 9 millones de trabajadores (Asquit y Weston, 1994). Pero igualmente es verdad que el trabajador se halla también trabajando por su cuenta en las grandes corporaciones; o, como decimos en expresión castellana, por su cuenta y riesgo.
Esto ha constituido en este lustro una auténtica aunque silenciosa revolución social: la primera capacidad creadora del hombre es la de crearse su propio empleo.
Esta propia generación del empleo es más llamativa y obvia en las empresas pequeñas, pero es más necesaria en las grandes, aplastadas por rutinas mastodónticas, faraónicas y sobrantes. En ellas ha de darse también esa agilidad de abrir y cerrar, crecer y achicarse, similar a las empresas pequeñas. La empresa ha de dejar de ser una organización para convertirse en un organismo inteligente (Llano, 1989, p. 38).
Los llamados centros de utilidad o centros de responsabilidad son el primer brote de este nuevo rejuego en que se ha convertido el sostenimiento de una nueva empresa. Su personal ha de estar colocándose a sí mismo en nuevos proyectos para mantener a su empresa en vistas al mantenimiento de sí.
Por ser éste el punto central de mi tesis, debo adelantar ahora lo que sigue: la empresa que considere a su personal como un pasivo que debería redimir, se equipararía a aquella que ignora lo que se debe hacer con la masa monetaria libre de que dispone, y prefiere invertirla en renta fija: ambas la que se desprende de su personal y la que renuncia a trabajar con el dinero que posee han dejado de ser empresa.
Hay un apalancamiento con el personal lo mismo que hay un apalancamiento financiero.
El problema, bien definido, no es el de crear empleos sino el de suscitar capacidades a fin de que la persona sea apta para dar más de lo que recibe, producir más de lo que gasta y ponerlo en condiciones de que se ejerzan esas capacidades.
El primer enfoque crear empleos enfatiza la oportunidad de colocación o de ubicación en un puesto. El segundo enfoque suscitar capacidades subraya la necesidad de desarrollar a un sujeto y no meramente prepararlo para una tarea. Frente a las alternativas tatcheristas y socialistas, prefiero la que acabo de describir, que algunos llamarán romántica y yo, antropológica.
El Robinson Crusoe laboral
Julian Simon, en El último recurso (1987), afirma que el hombre es susceptible de un comportamiento multiplicador ilimitado de sus recursos. Cualquier persona, en circunstancias normales ha de ser apta para contribuir al bienestar de los demás (Simon, p.5), capaz para impulsar el desarrollo, que supone no sólo aprovechar los recursos, sino multiplicarlos. Cuando una persona es considerada no como una inversión sino como una carga se está haciendo un juicio subjetivo no históricamente demostrable (Simon, p.9) o, mejor, hasta ahora históricamente refutado.
Simon sostiene que, objetivamente, cada persona representa un beneficio a largo plazo. Cuando hablamos de empleo no estamos hablando sólo de flujo de caja. Subyacentemente hay ahí un juicio del valor de la persona. En esto se distinguen las comunidades humanas de las poblaciones animales: a la persona ha de dársele un voto de confianza y de esperanza. La tesis fundamental de Simon puede resumirse de este modo: los recursos no son finitos en ningún sentido económico significativo, porque el hombre, el último recurso, puede hacer infinitos los recursos aparentemente finitos.
La verdadera privatización de la economía consiste en que cada uno esté en condiciones de generar su propio valor agregado; en el convencimiento de que todos los recursos efectivos dependen del trabajo humano (Zurfluh, 1992).
No desestimemos el autoempleo, porque será la única forma de empleo en el futuro; y no lo desestimemos como algo inevitable, porque el autoempleo es en muchísimas personas el primer paso para estimular mayores proyectos de trabajo e inversión; exhorta a una productividad forzada; señala un camino realista de superaciones variadas y heterogéneas; exige y reconoce las capacidades individuales de iniciativa, esfuerzo y perseverancia (Lorenzo Servitje, 1987). Además, y no marginalmente, el autoempleo conlleva un denso contenido social porque cada uno ha de hacer, de la manera más personalizada, su propio aporte a la comunidad (idem).
Sea el empleo propio o dentro de una organización no propia, lo esencial es, en este momento, fomentar las ganas de crear primero el propio puesto de trabajo (Garrido, 1994). Y crearse en sí mismo la propia capacidad de crearse su propio puesto de trabajo. Como contraste último del socialismo totalitario, no queda ya más que el camino deseable o indeseable, según los gustos del Robinson Crusoe laboral. Como lo dice paradójica y casi brutalmente Miguel Janer, “el desempleo no lo resolverán los empresarios sino los que no lo son” (Janer, 1994).
Esto no es sólo una afirmación empírica comprobable. Deriva del concepto mismo de creación de riqueza. Llamamos creativas a aquellas actividades humanas que llegan a mucho partiendo de nada o de muy poco. El hombre creador, no partiendo de nada, o casi nada, hace recaer el peso de su acción sobre sí, ya que tiene él que poner todo lo que falta, ya que no posee otro recurso que ponerse a sí mismo. La condición imprescindible para crear riqueza no es contar con un capital sino, precisamente, contar con su carencia. En cualquier caso, se puede tener capital sin ser creativo, y se puede crear sin tener capital.
Codazo vigorizador
Hace ocho años, como preconizadora del futuro, surgió una campaña: empléate a fondo decía, empléate tú mismo. El Estado no es el factor principal para la creación de las empresas; esa tarea revolucionaria se encuentra en nuestras manos, no sólo como empresarios, sino como meros individuos: empléate a fondo. Empléate tú mismo.
Sin apetencias anarquistas, la primera revolución ha de hacerse, sin duda, dentro de sí mismo, pero, simultáneamente, dentro de la empresa. Para que cada persona trabaje en ella por su cuenta y riesgo, y exista sin embargo empresa, han de buscarse nuevas formas de asociación y de vinculación.
Lo anterior puede verse como el desmoronamiento de un viejo orden o como un codazo vigorizador (Nichols, 1994). Más que una revolución habremos de considerarla como una resurrección para emplear la categoría sociológica de Octavio Paz. No se trata de un cambio destructivo, sino del surgimiento de valores enterrados bajo una capa gruesa capa de funcionariado burocrático y mecánico.
Son al menos dos los valores que requieren un resurgimiento: el espíritu creativo y el espíritu de asociación personal. El espíritu de iniciativa propia suele ser individualista; el espíritu de coherencia asociativa suele ser rutinario y repetitivo. Este cuadrado redondo, esta bicefalia, es requerida sin embargo ante las nuevas circunstancias. Lo que sabemos hoy es lo siguiente: para que la asociación sea estable debe ser creativa.
Gracias a Simon estamos en condiciones de superar la dialéctica económica del desarrollo ilimitado en un planeta limitado. La limitación del planeta es sólo física, geográfica o zoológica, pero no antropológica. La limitación de cavernas debe haber sido un agudísimo problema de vivienda para el hombre del Cromagnon, hasta que supo hacer ladrillos con la tierra.
El desempleo requiere del incremento simultáneo del espíritu creativo y del espíritu asociativo del empresario y de la empresa. El prescindir del personal lo más posible (down zing), en una empresa considerada en cuanto comunidad, es equiparable al suicidio. No ya para el salvamento de la nave se prescinde del bagaje de carga o incluso de los pasajeros, sino de la misma tripulación. La empresa terminará remedando el dramático viaje del buque fantasma.
Tal manera de ver las cosas es una tendencia práctica del apotegma ético que debemos a Juan Pablo II y que ha sido generalmente admitido por la sociedad contemporánea: la primacía del hombre sobre la cosa: la primacía del trabajo sobre el capital.
Las famosas “T”
Analicemos en primer término las relaciones de la empresa con sus integrantes. Estas relaciones se describen hace muchos años por medio de la lista popularmente conocida como las cuatro T.
Si un empleado no rindiera al máximo, el primer paso consistiría en transformarlo para que su trabajo fuera más efectivo. Si no se lograra en el actual puesto habría que transferirlo a uno adecuado. Si aún los resultados no fueran óptimos, cabría adoptar una postura de tolerancia, siempre que su aportación a la empresa fuera superior al costo en que ésta incurre manteniéndolo en su nómina. Finalmente, cuando la relación costo-beneficio se invirtiera, no habría más remedio después de usar de los anteriores que separarlo to tire, es decir, terminar su contrato laboral.
El fenómeno del desempleo ha puesto al descubierto la necesidad de un new deal un nuevo trato para utilizar el término de Brian OReilly (1994). El nuevo trato vendría determinado no por cuatro, sino por seis T.
* Tamiz. Ha de hacerse una selección, cuidadosamente elegida, del personal que se vincula a la empresa. Interesa conocer bien qué cualidades deben escogerse. Para que la selección no genere marginados y contribuya al desempleo, ha de desaparecer el divorcio entre enseñanza y empresa. Este punto señala una nueva época en nuestra sociedad.
* Transformación. La empresa tiene como uno de sus principales deberes perfeccionar a sus hombres en sus trabajos. El empleo, cada empleo, debe estar creándose de forma permanente. La educación continua constituye uno de los fenómenos sociales más importantes de nuestro tiempo.
* Transferencia. El arte de dirigir es saber colocar a cada uno donde sus posibilidades tengan el máximo espacio.
* Tiempo. La perfección del individuo es ilimitada como dice Simon pero no instantánea. No hablemos de tolerancia. El nuevo trato es intolerante con la mediocridad. Es conveniente distinguir entre defectos que son superables y limitaciones, ante las cuales resulta inútil la concesión del tiempo.
* Tarjeta amarilla. El integrante de la empresa tiene el derecho de ser advertido de sus errores e ineficacias. Algunos sólo reaccionan ante la posibilidad inminente de su despido y existen personas con tarjeta amarilla que pueden meter gol.
* Terminación del contrato. La empresa debe separar –por su misma misión y por los demás componentes de la empresa– a quienes constituyen una rémora en lugar de un impulso.
El círculo virtuoso de la empresa
Ya advertimos que el fenómeno del desempleo tiene como característica hoy el empezar por el final. Hagamos nosotros lo propio precisamente para poner en evidencia el daño que se ocasiona a sí misma toda empresa cuando, de manera incongruente, empieza por el término.
Un despido abrupto puede aumentar de modo repentino la rentabilidad, pero disminuye la moral de los trabajadores. El balance entre corto y largo plazo atañe de manera primordial a la dirección.
La óptica entre capital y persona como valores de diverso rango nos ofrece de inmediato dos alternativas propuestas no ya por el sentido del management sino por el sentido común.
a) Hacer el mismo trabajo con menos personas. ____= trabajo_____
– personas
b) Hacer con las mismas personas más trabajo. ____+ trabajo___
= personas
No hay absolutamente ninguna razón para preferir, de principio y sin más, la primera alternativa; en cambio existen muchas razones para preferir, de principio y sin más, la segunda. Aunque la primera es una opción creativa en el proceso, la segunda lo es en el resultado y, sobre todo, implica el encontrar o crear trabajo real y remunerado para el personal del que dispongo. Tal sería el círculo virtuoso de la empresa en una economía sana.
Mejorar la competitividad de las empresas, adquirir flexibilidad frente a un entorno agresivo, hacer más musculosa la organización, se han hecho sinónimos de reducir el número de trabajadores: se carga sobre ellos el peso de la crisis; sobre ellos que, muy seguramente, son los factores más ajenos a la crisis que se trata de resolver.
Se les debería ofrecer al menos la posibilidad de integrarlos en la revolución o resurrección social de la que hablamos: que cada uno tenga al menos la oportunidad de crear su puesto dentro de la organización, de demostrar que aún tiene un lugar válido en ella. El adelgazamiento debería ser en cualquier caso el resultado de un trabajo en equipo.
En este sentido, podemos decir lapidariamente que cada despido es un fracaso, no una genuina resurrección. Por eso podemos afirmar también lapidariamente que ningún estado de empresa se resuelve con el sólo recurso al despido de personal.
Ante estas reflexiones, no resulta extraño que Peter Hartz, director de la Volkswagen, nos diga que el objetivo de la empresa sólo es salvaguardar el empleo a largo plazo (Acuña, 1994).
Un adelgazamiento descarado
Hay un error imaginativo que proviene de diseñar a la empresa de una manera cónica o piramidal.
En ella, el rango (estar arriba en vez de abajo) prevalece en los niveles superiores de autoridad, mientras que la inclusión o sentido de pertenencia (estar adentro en vez de afuera) se margina a los niveles inferiores de mando. Así primariamente concebido, el llamado adelgazamiento configuraría a la empresa de una forma más sutil, como se muestra en la siguiente figura:
En esta forma, el rango prevalece ya de un modo descubierto sobre la inclusión. He de estar arriba para tener menos riesgo de adelgazamiento. Y éste consiste, sí, en la eliminación de personal sobrante, pero, al mismo tiempo, en la atrofia de la inclusión o sentido de pertenencia. Como dijimos, los ahorros en nómina inmediatos se contrapesan con la pérdida de la moral, ánimo o espíritu de cuerpo a largo plazo.
En una tercera fase, el llamado adelgazamiento adquiere ya una tonalidad más descarada:
Se ha suprimido el número de niveles que traerán consigo, al menos, dos consecuencias altamente negativas: disminución del trabajo efectivo (e incremento de las redundancias, duplicación de controles) y alejamiento del campo del negocio real (distanciamiento del cliente).
Pero la diferencia de niveles, al fin y al cabo, no es tan decisiva para la organización como tal (aunque quizá lo sea para sus costos). Lo que en realidad importa, en términos de empresa, es la distancia entre el punto más alto (dirección general o presidencia) y el punto más bajo (operarios). Y, en este sentido, el adelgazamiento, aún incluyendo la supresión de varios niveles, no ha logrado un cambio sustancial.
Se ha dicho que la diferencia de remuneración entre el punto más alto y más bajo de la nómina en la empresa norteamericana promedio es de 50 veces mientras que en la organización japonesa es de sólo 8 veces.
El meollo del nuevo trato
Es evidente, al menos desde el punto de vista de las configuraciones imaginativas, que el adelgazamiento así entendido deteriora el sentido de pertenencia tanto o más que las salidas fulminantes con escasa indemnización. Si en este caso el personal puede considerarse desechado, en aquél se considerará aplastado. Y es obvio, así, que debe pasarse de una configuración de adelgazamiento a una configuración de aplanamiento:
En ella, el rango y la inclusión adquieren unas dimensiones equivalentes; la diferencia entre el status superior y el status inferior es mínima. La jefatura está formada por un equipo que se reduplica en cada uno de los niveles, porque en todos ellos hay un espacio válido de inclusión.
Es posible que en esta configuración los costos de personal sean menores. Pero no es esto lo que interesa. Interesa ver que, al mismo tiempo que se ha ahorrado en sueldos y salarios, se ha incrementado el sentido de involucración, se ha fortalecido el trabajo en equipo, se ha propiciado el espíritu asociativo que antes denominamos como primordial.
El nuevo trato ha de ser coherente con la revolución social, de la que deriva, ésa que nos pide a todos el crear nuestro propio espacio de trabajo. Mal podremos hacerlo en una empresa que no propicie la involucración posibilitadora de hacer esa creación. Sea éste, por tanto, el aforismo nuevo: no separar sino involucrar, antes de separar involucrar, sólo separar después de haber intentado la involucración.
El meollo del nuevo trato es éste: el binomio que concatenaba la lealtad con la seguridad se ha sustituido por el que une la confianza con la motivación. Las antiguas relaciones que intercambian la lealtad por la seguridad se encuentran “virtualmente muertas” (OReilly, 1994). Ya no hay empresas para toda la vida, porque hoy existen empresas que tienen una vida mercantil más corta que la biología del individuo.
Hoy se ve que no todos los frutos de este humano intercambio eran positivos ni para los trabajadores ni para la empresa. Algunos trabajadores pedían cambiar la seguridad por la mediocridad: estar en la empresa en lugar de trabajar para ella. Por su parte, la empresa corría la mala ventura de quedarse con los mediocres. En determinadas condiciones externas o internas, la terminación del contrato laboral no debe considerarse como una tragedia, sino como una necesidad socialmente útil. Los mismos trabajadores no desean una seguridad abstracta.
Pero no basta decir que el viejo pacto paternalista seguridad-lealtad ha dejado de tener vigencia. Es necesario informar con qué tipo de relación será sustituido. De lo contrario, no podrá minimizarse la angustia de los trabajadores, y ya hemos dicho que la angustia al revés de la necesidad no es creativa sino paralizante. Si la empresa disminuye su compromiso de seguridad, los trabajadores tienen todo el derecho psicológico de reducir el suyo respecto de la lealtad.
Tres rostros de la creatividad
La diada seguridad-lealtad puede sustituirse provechosamente sin lamentaciones nostálgicas, por la de confianza-involucración: no podemos prometerte un empleo seguro, pero tenemos confianza de que ambos, involucrados en la misma tarea, nos colocaremos en condiciones de prestarnos mutuamente una seguridad de la que cada uno por su parte carece.
No veamos esta situación sólo como negativa. La seguridad social no es el valor máximo de la ciudadanía. La sociedad tiene también la obligación de suscitar muchísimas personas que quieran tener en sus manos el control de su propio destino, y que puedan contar con agallas para hacerle frente a las dificultades imprevisibles.
Esto nos introduce ya en la otra T que debe fundamentalmente ser analizada. ¿Cuáles serían in extremis las aptitudes o capacidades que debemos seleccionar? Han de destacarse, por igual y simultáneamente, una capacidad creadora aparentemente individualista y una capacidad asociativa aparentemente burocrática.
Respecto a la creatividad, debo resaltar aquí sólo tres cosas:
* Primero: la capacidad creadora es en buena parte innata, pero también puede enseñarse. Esto antes no se sabía (MB, 1994). La empresa está más inclinada a exigir la creatividad (en el punto inicial del Tamiz o selección y en el punto final de los resultados), pero menos a suscitarla y a enseñarla.
* Segundo: la creatividad es sin duda alguna individual pero de ningún modo individualista.
* Tercero: la creación es indisoluble de la equivocación. La empresa que tiene por finalidad principal el que sus hombres no se equivoquen, carecerá de un ambiente creativo.
Pero además de creador, dijimos, el hombre actual en la empresa ha de tener un marcado carácter asociativo. Se extrapoló el sentido de la competencia como competidor, más que como competente. Hemos de polarizarnos menos en la competitividad respecto de los demás y aumentar la cooperación asociativa respecto de nosotros mismos sobre la confianza y el respeto mutuo, refiriéndonos a este cambio como la “conversión al pacifismo corporativo” (Webber, 1993).
La asociación no debe verse como una relación jurídica antes que psicológica o, más bien, ética. La asociación se basa en la confianza. La confianza es un imperativo de los negocios: la empresa debe confiar en la capacidad y honradez de los empleados tanto como los empleados en la visión y justicia de la empresa (Webber, 1993).
Lo que la empresa tiene de ganglio
El trato tradicional entre empresa y subordinado (trabajar para ella pero sin influir en ella) ha sido esquematizado por Ackoff (1990, p. 80).
Según este esquema, la empresa se relaciona con sus clientes, a los que aporta bienes y servicios y de los que recibe dinero; con sus proveedores, con sus inversionistas, con sus banqueros, y aun con su gobierno, de manera semejante a como se relaciona con sus empleados: entrega dinero y recibe fuerza laboral.
Se configura, así, un tipo de empresa cuyas relaciones se hacen con instituciones claramente diversas de sí misma, a las que se considera como terceros. Esto resulta particularmente grave, en el caso de los empleados.
Deberíamos considerar a la empresa, valga la comparación, como un ganglio del sistema nervioso social del que nacen y confluyen los nervios mismos, tal como se visualiza en la figura 9 que, si bien no diseñada por Ackoff; podría derivarse de sus consideraciones sobre la empresa (idem, 1990).
Las relaciones entre capital y trabajo deberían y esto lo digo tímidamente transformarse en contratos de sociedad para sustituir en todo o en parte a los estrictos contratos de trabajo. Esta recomendación, fue hecha hace cien años por León XIII, pero aparece ahora por vericuetos del todo inadvertidos quizás para el Pontífice. Las causas de esta exigencia vienen precisamente por otro lado: el éxito obtenido por las organizaciones japonesas en donde hay una vinculación solidaria entre los capitalistas y los trabajadores que resultaba insospechada en Occidente. [Es una paradoja que hayan sido las culturas orientales quienes vengan a demostrarnos empíricamente el alcance pragmático de la solidaridad].
De cualquier manera es llamativo advertir cómo en un contexto diferente al de una recomendación pontificia, se acaba de hacer en Fortune una afirmación casi idéntica. Para salir del problema del desempleo, se dice allí, es necesario comportarnos treating each employee like an associate, tratando a cada empleado como un socio (Rapoport, 1993).
En los contratos de sociedad, el empleado no se encontrará en sustancia sometido a un pago salarial fijo, sino que lo estará como lo está, insistimos, cuando trabaja por su cuenta a las ganancias y a las pérdidas. El sistema anterior se regirá bajo las reglas de la justicia conmutativa, que fija la relación de los intercambios, mientras que el nuevo procedimiento quedaría sujeto a las reglas de la justicia distributiva, que señala la relación entre los socios.
Este paso del contrato de trabajo al contrato de sociedad, beneficiaría de manera plausible a la empresa, pues recibiría las aportaciones enriquecedoras de un socio cuando antes recibía sólo la proveeduría de un trabajador contratado. El primer provecho del trabajador sería permanecer en el empleo, porque su empresa se ha vuelto ya competitiva.
Determinamos así, desde otro aspecto, la tesis antes enunciada: el desempleo no nos impulsa a la tendencia de la terminación o despido, sino, contrariamente, a la de la involucración o sociedad. También la empresa ha de pasar como los estados socialistas de propietaria y excluyente a promotora y solidaria.
Solidaridad y asociación
El exceso de intervención de la empresa en las operaciones individuales produce frutos de la misma especie que los que propicia el intervencionismo estatal: ineficiencia, arbitrariedad, favoritismo y subordinación. El paternalismo de la empresa es un mal gemelo del populismo del Estado. En cambio, el trabajo de involucración tiene rasgos característicos.
De igual manera, vemos otra vez, aunque no podemos entrar en ello detenidamente, que la virtud humana y cristiana de la solidaridad no es simplemente un sentimiento compasivo, pero no es tampoco ajena a un sentimiento de unión corporativa.
Por otra parte, la asociación de los empleados en la empresa corresponde a los avances sociales en el orden de la educación: “la educación despierta la racionalidad, esto es, la imperiosa necesidad la más imperiosa de las necesidades de saber por qué se hacen las cosas, y el encomiable deseo de intervenir en las finalidades de los actos que se realizan” (Llano, 1989, p. 27). De ahí que este nuevo trato del que hablamos sea en cierto modo un producto educativo, que hace que la empresa se vaya transformando en un ámbito “incluyente y comunal” (OReilley, 1994), en lugar de un desagradable sitio exclusivo y despiadado.
Servitje ha señalado este paso asociativo como la única opción para la transformación de la empresa (Servitje Roberto, 1994). Si es el hombre la finalidad de la empresa, lo mismo que en toda célula social, el hombre no puede quedar fuera de ella como un tercero eventual y advenedizo, el hombre no es un recurso para producir bienes y servicios; al revés, los bienes y servicios son recursos para que el hombre alcance un mayor grado de hominización.
Volvamos al tamiz. Debemos escoger, sobre todo, hombres con capacidad asociativa.
Estas ideas centrales enfocan adecuadamente las relaciones de la empresa con sus componentes, un modo distinto de relacionarse con la sociedad: la transformación de las personas, el tiempo psicológico para que progresen y la tarjeta de aviso para un posible despido.
Nuestra exposición puede dejar la idea de que nos preocupa sobre todo la retención del trabajador dentro de su puesto, y sí nos preocupa. Pero una segunda lectura de ella nos haría ver que sólo es así parcialmente: la tarea del empresario para retener a sus trabajadores, es precisamente mantener en la empresa una tónica permanente de creación del empleo, gracias a la positiva presencia de los empleados.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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