«Querido lector, en el libro que tienes ante ti quiero ser sincero». Escrita hace ya cuatrocientos años, esta declaración era oportuna pero, sobre todo, seductora. Su trasfondo es una idea de verdad de la que responde absoluta y únicamente el yo. La integridad del autor atestigua la veracidad de lo escrito, y por ello el gesto de sinceridad encierra también una afirmación de soberanía. No es extraño que esta fórmula, con la que Montaigne introduce sus Essais, encontrara en la modernidad fieles seguidores, desde el viejo estilo de las confesiones hasta los existencialistas de nuestro siglo que con tanta devoción practicaron el culto a la autenticidad. Esta jerga deja ver una protesta contra la autoridad doctrinaria de los sistemas.
El problema de la primera persona
Ha habido también toda una larga tradición que exigía la retirada del yo. La expresión de Montaigne puede ser vista como una provocación. El problema de la primera persona ha sido por mucho tiempo no sólo una cuestión de estilo o gusto literario, sino fundamentalmente una pretensión que había de extirparse, pues oscurecía la comprensión de la verdadera realidad. En una de sus predicaciones, Meister Eckhart declaraba: «ego, la palabra yo, no pertenece a nadie más que a Dios». De acuerdo con este punto de vista, el yo humano –y por supuesto también el del predicador– no vale nada. «Dios me es más próximo de lo que yo me soy a mí mismo». La persona del autor se subordina estrictamente a la tarea de presentar a los otros lo indecible. El hablante se entiende a sí mismo como órgano o instrumento y se retira frente a la autoridad de Dios para hacer transparente el mensaje.
Este pudor no es sólo de naturaleza religiosa. Las dificultades para decir «yo» o la inconveniencia de hacerse demasiado presente son también advertidas en otros contextos. Voltaire se lamentaba hacia finales de 1757, en una carta a D’Alambert de que muchos colaboradores de la Encyclopédie pretendían asegurarse un gran nicho en ese panteón del saber, es decir: hacerse inmortales por medio de su texto. Nuevamente, lo comunicado debía ser protegido frente al hablante, aunque en este caso por motivos distintos. El autor ha de ser testigo e inclinarse ante la autoridad del asunto. Cuando de lo que se trata es de presentar todo el tesoro del saber, la voz individual debe enmudecer.
Espectadores del mundo
Además de la autoridad del Absoluto y del Saber, irrumpe algo más tarde la del Lenguaje como una tercera instancia oscurecedora del yo. A ella se sometió Franz Kafka cuando reescribió El castillo –redactado originariamente en primera persona– para utilizar en adelante únicamente la fórmula «él» o «K». «Si escribo un alemán mejor que el de la mayoría de los escritores de mi generación, se lo debo en buena medida a la observancia de una pequeña regla durante veinte años. Dice así: no usar nunca la palabra “yo”, salvo en las cartas. Las excepciones que me he permitido a esta prescripción se pueden contar con los dedos de una mano». Hubo después otros que se sometieron a este rigorismo, total o parcialmente, como Brecht, o como Benjamin, que se presentaba como mero espectador. Pas d’autorité de l’auteur, exigirá de Paul Valéry una fórmula que tendrá sus seguidores en el estructuralismo o en la llamada «deconstrucción».
Esta oscilación entre un yo que oscurece lo dicho y una gramática que reprime el yo, parece algo así como una condena de nuestra tradición cultural que, considerada en su conjunto, bien pudiera llamarse una época anarco-estructuralista. La reconciliación nos resulta difícil y la alternativa se impone con su inexorable renuncia al compromiso: o buceamos en la nebulosa subjetividad o practicamos la ascética del sometimiento a una gramática anónima.
Atreverse a penetrar la realidad
La actual exuberancia de lo biográfico aparece sin duda como un alivio frente al imperialismo de la estructura. Hay que recibir esta nueva perspectiva como una reparación de ciertos olvidos. Nos recuerda que lo público es, a veces, superficie. Los ritmos profundos de la historia y de las cosas están en otra parte: en la vida privada, en las decisiones individuales, en la inexplicable originalidad e incluso en la extravagancia y la locura. Pero parece olvidar que la vida de los grandes creadores ha sido eclipsada por su creación; que no es posible reconstruir la historia desde lo particular; que la verdad no surge de una acumulación de parcialidades.
La obsesión por el yo probablemente sea la señal de una época de escasas ideas, que se recrea en merodear por los alrededores de la realidad, deteniéndose profusamente en lo anecdótico, sin atreverse a penetrar en el fondo de las cosas.