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Cuando el barroco dejó huella

Gran repercusión encontró el arte barroco en Nueva España, habida cuenta de los antecedentes históricos propicios al desbordamiento de la ornamentación, y de la estabilidad general que el país había logrado obtener para el siglo XVII, con todo lo que eso suponía de mayores bienes disponibles, de paz y de propensión mayor a la ostentación. Ante las líneas depuradas de lo clásico, lo barroco buscó la combinación de los elementos, los salientes, los juegos de luces. Si en España eso respondía a una cierta tendencia acogida en algunas regiones más que en otras, en Nueva España vino a corresponder a la propensión de ascendencia indígena, enemiga del vacío.
La relativa uniformidad de las líneas de las construcciones del siglo XVI, se vio sucedida por la dispersión y la multiplicidad de las edificaciones de las siguiente centuria.

El regocijo de la exuberancia

De sus inicios, que recuerdan demasiado al barroco español, se pasa poco a poco al barroco mexicano hasta su proliferación última. La piedra o la madera, muchas veces policromada o recubierta con polvo de oro, fueron los materiales dominantes, a los que se agregó más tarde el bronce, y luego otros elementos.
En términos generales, las construcciones civiles de este estilo usaron dinteles, y las iglesias, arcos de medio punto. En la parte superior de la fachada fue común encontrar un nicho, un relieve, o una ventana. A los lados de la portada, columnas y pilastras. Al paso del tiempo, la ornamentación fue haciéndose cada vez más rica en adornos, ya de figuras humanas, ya de flores, ya de frutos o animales. A esta etapa de mayor acentuación en los elementos ornamentales corresponden los templos de San Agustín (convertido después en Biblioteca Nacional, en la capital;Santa Mónica, de Guadalajara; y San Bernardo, también en México. Por fin, el barroco se desborda hasta alcanzar la cima de su mayor despliegue, de que es ejemplo eminente la capilla de El Rosario, en Puebla. Varios templos del área poblana se hallan en la misma línea exuberante, como ocurre con los de Santa María Tonanzintla y San Francisco Acatepetl.
La iglesia de Santa María Tonanzintla ofrece, además, la particularidad de que todas las figuras antropomorfas que en ella aparecen, tienen fisonomía indígena: desde Dios hasta los ángeles.
No puede dejar de mencionarse el camarín del santuario de Ocotlán, en Tlaxcala; o el camarín de la iglesia de San Miguel Allende, en Guanajuato.
Paralelamente a las construcciones religiosas aparecieron las de tipo civil, conforme al estilo que se cita, tanto para alojamiento de autoridades (así el Palacio Virreinal, en la Ciudad de México), cuanto para asiento de colegios (el de San Ildefonso y las Vizcaínas, de México;casas particulares, etcétera. No era raro que estas últimas se dispusieran en torno de un patio, y que en el caso de las pertenecientes a familias de posición desahogada, tuviesen dos pisos, destinado el de abajo a los servicios, y el de arriba a salas y dormitorios. En las pertenecientes a los nobles, no solía faltar el escudo labrado en piedra, una fuente en medio del patio, almenas en la cornisa y una escalera monumental para comunicar los pisos.
A esta categoría pertenecieron residencias del tipo de la casa del conde de Santiago; la casa de campo de los marqueses del Valle de Orizaba (Casa de los Mascarones;el palacio de Iturbide; y la Casa de los Azulejos, entre otras.
Derrumbar los límites
La última expresión de la tendencia desbordante puesta en marcha por el barroco fue el estilo churriguera o churrigueresco, que tomó su nombre, como se sabe, de don José Churriguera, aunque en sentido estricto, no fue él quien lo puso en circulación, ya que fue más bien arquitecto que trabajó dentro del estilo barroco. Con la tendencia churrigueresca, todo límite a la ornamentación cedió y se produjo el total desbordamiento. En realidad, entre el barroco y el churrigueresco no hubo sólo un aumento en el grado del adorno; también existieron algunas diferencias formales. Como quiera que el barroco no desdeñó el uso de las columnas, y el churrigueresco sí, prefiriendo, en lugar de ellas, el estípite, que es un soporte cargado de ornatos y cuya disposición es tan irregular como ilógica, puesto que su base es siempre más pequeña por su altura.
Corresponden a tal tendencia algunos interiores, como ocurre con el altar de los Reyes, de la catedral de México, y algunos exteriores, como la fachada del Sagrario Metropolitano, construido por Lorenzo Rodríguez, de 1749 a 1768. Dentro de este estilo, están asimismo, el templo capitalino de la Santísima Trinidad; el templo jesuítico de Tepotzotlán, en donde no hay resquicio libre, bajo el peso ubicuo de la ornamentación más fantástica y la parroquia de Santa Prisca, en Taxco, costeada por el minero José de la Borda, cuyos retablos chirriguerescos, con un exterior barroco, hacen de ella una verdadera joya arquitectónica.
En otras partes del territorio novohispano se edificaron construcciones en el mismo cauce, como Nuestra Señora de Ocotlán, en Tlaxcala; el templo de la Valenciana, en Guanajuato; y los templos queretanos de Santa Rosa y Santa Clara.
Tallar y dibujar en barroco
Algunas expresiones de la escultura y la pintura, en ángulos especiales, aparecen como elementos de las construcciones de tipo religioso.
Tal fue el caso, por ejemplo, de los púlpitos de varios conventos del siglo XVI, como el agustiniano de Yecapixtla; la ornamentación impresionante del templo dominico de Oaxaca; o de las pinturas del convento de Atlatlahucan y del de Epazoyucan. La necesidad de completar el trazo arquitectónico, o de contar con las imágenes destinadas al culto, dio a la escultura y a la pintura coloniales un impulso particular. Y no es dable separar este capítulo del arte en Nueva España, de la acción de los religiosos que, como el franciscano fray Pedro de Gante, supieron dar aliento a la enseñanza de las artes y los oficios entre los nativos. Del plantel fundado por él en el convento de San Francisco, de México salieron muchos artesanos y artistas indios que colaboraron en la obra escultórica y pictórica del primer siglo de la era virreinal.
La inspiración y las tendencias escultóricas de los primeros siglos fueron, a su vez, una supervivencia de las antiguas inquietudes indígenas; los religiosos señalaban el modelo, pero eran manos nativas las que lo realizaban, como es patente en multitud de obras. Las esculturas revelan tal impulso, e incluso a veces, como en el caso de las imágenes hechas en pasta de caña de maíz que son prueba de cómo la técnica precortesiana no se había perdido.
Al igual que en la pintura, la escultura resiente, poco más tarde, la presencia de artistas europeos, a ellos se deben los grandes retablos.
Paralelamente a creaciones de esa especie se difunden los trabajos de las artes menores; se forja el hierro y aparecen rejas artísticas; se percibe la influencia europea en el mobiliario, ora castellano, ora de tendencia renacentista, ora barroca; se siguen labrando las piedras preciosas; y no se olvida el característico arte indígena del mosaico de plumas, de modo que en la trama del mestizaje cultural, los mosaicos de plumas se convertían en imágenes y ornaban mitras episcopales.
Como reflejo lejano del barroco europeo, la pintura de esta clase en Nueva España fue, asimismo, un arte de fuerte matiz dramático. La pintura barroca fue puesta en marcha por el sevillano Sebastián López de Arteaga.
Son pocos los cuadros que de él se conservan ¾ en forma destacada su Incredulidad de Santo Tomás, y de los Desposorios¾ , pero que patentizan su trazo muy personal y su estilo conforme a la escuela de Zurbarán. Tuvo discípulos, y el más notable fue José Juárez, hijo de Luis Juárez, de gran precisión de líneas y colorido impresionante. Fue alumno suyo, igualmente, Baltasar de Echave y Rioja.
En su campo, la escultura barroca abandonó también el cauce sereno para acoger las actitudes tensas, y aun en veces angustiosas. Se encuadró en el mismo estilo, por su parte, la talla en madera que produjo sillerías tan ricas como las del coro del templo de San Agustín ¾ hoy en el salón llamado “Generalito”, de la Escuela Nacional Preparatoria, en México¾ ; la de la catedral de México; y la de la catedral de Durango.
Desbordado el barroco, el churrigueresco llevó la escultura ornamental hasta un límite no sospechado antes. Lo mismo en fachadas que en interiores, como ya se ha visto. Lo retablos llegaron a ser verdaderos derroches de arte. Prácticamente la escultura llegó a fundirse con la arquitectura en un sentido integral. Es lícito mencionar a este respecto, entre los escultores del siglo XVIII, a los Cora, de Puebla, cuyos trabajos fueron hechos para edificios religiosos de su ciudad; Mariano de las Casas, de Querétaro; los Sáyago y los Ureña.
En el paso del siglo XVII al XVIII hubo pintores con nombradía y méritos suficientes como Cristóbal de Villalpando, Juan Correa y Juan y Nicolás Rodríguez Juárez. Pero en plena exuberancia churrigueresca, cuando la pintura no tenía cabida posible en los muros cargados de esculturas, los pintores volcaron su inspiración en imágenes y retratos para uso particular. Las solicitudes fueron considerables y ello determinó que aun artistas que en otras condiciones hubieran podido realizar una obra más depurada y valiosa, como José de Ibarra y Miguel Cabrera, hubiesen tenido que ceder, con demérito de su calidad creadora, a una producción excesiva. Varios retratos de este último ¾ incluso su célebre efigie de Sor Juana Inés de la Cruz¾ testimonian la capacidad del pintor.
De la escuela propiciada por Cabrera existieron varios pintores nada despreciables. Uno de ellos, Antonio Pérez de Aguilar, realizó el bodegón de mayor valía en la era colonial.
Muchas artes menores supieron del barroquismo que tan bien se avenía con el espíritu mexicano, y así, lo mismo en joyas que en hierros forjados, quedó la huella palpitante, ruidosa, retadora y lúdica del barroco.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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