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La barroca comida mexicana o el choque del cazo y el comal

“Bendito sea Dios que con pan nos cría, porque con pasto bastaría”
Apreciar la comida mexicana exige dos cualidades difíciles: un saludable estómago y un bolsillo lleno. No tengo lo uno ni lo otro, pero mi gastroenterólogo y mis amistades hacen maravillas. Uno me receta y los otros me invitan. Mi agradecimiento.
De entre los vapores de un cocido de chambarete (con verduras, perón, membrillos y manzanas) emanan tentaciones contra cualquier dieta. Madame Calderón de la Barca disfrutó hace 150 años de este magnífico cocido en la aristocrática casa de los Cortina. A mi abuela le servían frecuentemente el mismo platillo en su rancho de San Pedro de las Colonias hace 60 años. La receta no había cambiado. En vísperas del siglo XXI, mi madre continúa preparándolo igual. Se conservó la esencia y sus esencias.
El verdadero quid de la cocina mexicana no es, contra lo que piensan gringos y gachupines, el chile. Entre los comales y las cazuelas late la palabra secreta de la cocina mexicana: barroco.
El retruécano verbal, llamado albur; la infinita politesse, desesperante para los extranjeros; el boato y ceremonia son manifestaciones del barroquismo nacional, quintaesencia de lo mexicano. El Volksgeist espíritu del pueblo no encuentra mejor definición que el recargamiento, el ocultamiento, el alambicamiento. Ser mexicano es ser complicado, es saber ocultarse presentándose en público. El barroquismo es exaltación del sentimiento, es estética, es exuberancia y o­ndulación.
Príncipe barroco es el mole poblano, guiso enigmático donde se conjugan los tropicales plátanos con las sequedades de las almendras, donde se dan cita el cacao y una letanía de chiles y especias, tantas, que ni el paladar más educado puede distinguir sin un recetario a mano. El mole invención de monjas poblanas para agasajar a un virrey es la consagración de la complejidad. Mole del náhuatl molotl, guiso, es emblema nacional, salvaguardado por la Fonda Santa Clara, a la que yo no dudaría en condecorar. El mole resulta ininteligible para aquellos pueblos de pastores afirmó un intelectual francés acostumbrados a la comida sencilla del campo, donde lo único importante es la calidad de la materia prima.
El buen cocinero mexicano escapa al dicho aquel de que “no hay mal cocinero con buen filete”. Digámoslo cínicamente: la presentación y la combinación de los ingredientes es tan importante como la calidad del producto: “La comida y la mujer por los ojos han de entrar”. El pipián, el mole verde, el mole negro de Oaxaca, el mole blanco (cuajado de coco y almendra), el mole de ciruela son tantas eternas variaciones, combinaciones, donde la mezcla de ingredientes origina una gama cuasi infinita de aromas, texturas, colores y sabores. Y ya que de pipián hablamos, sepa el lector que el pipián fue elogiado por un Papa. “Beati indiani qui manducat pipiani”, exclamó el pontífice romano al probar el platillo obsequiado por unas sencillas monjas virreinales. Las pobres religiosas no habían encontrado ni joyas ni plata en su convento, sólo un recetario para regalar al Papa romano.
De la cuchara molera cuchara de madera que hiere las ollas de barro de tantas fondas, escurre la esencia de lo mexicano: un sí que es no, un chile que no es picante, o mejor, un dulce que pica. Nada más lejos de la comida vasca y navarra, en que lo importante es la frescura de los espárragos de Tudela o de la merluza de Fuenterrabía. Qué distancia tan enorme nos separa de los cheeseburgers y “perros calientes”.
Pasar lista al recetario mexicano, terriblemente agredido por la tex-mex food al estilo chili con carne, y percatarse de la complejidad, de lo churrigueresco, de lo mexicano son una misma cosa: salsa con xoconotzli (tuna agria), salsa borracha (con queso añejo y pulque), salsa de tomatillo verde silvestre, de jitomate maduro, de guajillo o pico de gallo. Variar, ocultar, engañar, aparentar. Bordados y filigranas de cebollas y ajos entretejidos al chile.
¿Qué otra cosa son los chiles en nogada sino la negación del sabor propio de cada ingrediente? Las nueces de Castilla ésas sí deben ser frescas, por eso sólo hay salsa de nogada alrededor de la fiesta de San Agustín molidas con dulce moscatel, crema agria, queso de cabra, batido todo con discretas especias y salpicadas de granada, y quizá un poco de canela, son la corona triunfal de un tímido chile poblano tenía que ser capeado o sin capear, chile desollado y atiborrado con carne picada con almendras y piñones, acitrón y durazno, pasas y algún secretillo más.
El “manchamanteles” toma prestadas las frutas del chile en nogada y las engulle en su rojiza y picante salsa. Pedazos de cerdo nadan indemnes alrededor de pedazos de manzana y pera. Ignoro si, como en el caso del mole, fueron monjas las sabias artífices del manchamanteles, o si lo fueron patrióticas doncellas, como en el caso de los chiles en nogada (verde, blanco y rojo, el pabellón nacional en la nogada). Por cierto, otra condecoración a la Fonda Santa Clara, compartida, esta vez con la Casa Merlo por sus adobados manchamanteles.
“He frito mi longaniza en mejores tepalcates”
Los métodos de cocción son también infinitos. Desde un horno de barbacoa excavado en los llanos de Apam, hasta un caldo de pescado, cocido también en un hoyo, pero recubierto de hojas de plátano, cuya temperatura se alcanza arrojándole piedras incandescentes. Trompos de “al pastor”, arracheras asadas sobre parrilla, tamales al vapor, pollos al barro, pescados envueltos en hojas de árbol, camarones secos al rayo del sol, cebiches cocidos con la fuerza de limones, cazuelas de salpicante manteca para “carnitas” o modestísimos caldos hervidos. Son múltiples los caminos del fuego.
“Ora es cuando, chile verde, le has de dar sabor al caldo”
Pariente pobre de la pimienta, la cual llegara a valer más que el oro, el chile es un incomprendido. Reduciendo el chile a dos o tres tipos, las transnacionales han convertido a Jalapa, gentilicio jalapeño, en la capital del chile, dejando a un lado a una pléyade de hermanos pequeños y mayores. ¿Quién no ha probado aquellos chiles piquines “chiquito pero picoso” que se venden encurtidos en los portales de Toluca?, ¿o el “hocico de perro”, más conocido como “habanero”, tan popular en la cocina yucateca? ¿Y qué decir de la cándida simplicidad de un chile serrano partido en rodajas, o de un paupérrimo chilito verde que al ser toreado en un comal adquiere una recia personalidad? Mulatos y cascabeles, anchos y chipotles, morita y de árbol. Secos, frescos y encurtidos constituyen toda una gama desconocida por los legos educados en cafeterías de segunda. ¡Hay de aquel que no hace reverencia al chile, pues condenado está a comer rajitas enlatadas el resto de su vida!
El chile es multiforme: se rellena hasta las grandiosidades festivas de la nogada, o se disfraza humilde y pobre de chile ancho relleno de queso. Y la nouvelle cuisine por qué no decirlo, Los candelabros llegan a la excelsitud de hojaldrar un chile ancho relleno de picadillo y ofrecerlo a los ojos, al olfato y al paladar en cama de una salsa ligeramente dulce y ligeramente picosa.
“El que sembró su maíz, que se coma su pinole”
La Biblia escrita en el Medio Oriente narra cómo el hombre fue hecho del barro de la tierra. El Popol-Vuh, libro sagrado de los mayas, cuenta cómo el hombre fue hecho de maíz. Si Egipto, como pensó Herodoto, fue don del Nilo, Mesoamérica, la Nueva España y la República mexicana son regalo del maíz. La domesticación del maíz marca el inicio de la cultura sedentaria en el nuevo mundo. Es la primera piedra del muro de la tortilla que separa nuestro país de los otrora territorios mexicanos.
El maíz es padre de un vasto linaje. Taco, tostada, tamal, tlacoyo, totopo, tlayuda. La “t” de taco es vorágine, un aleph infinito: flautas, tacos de canasta, tacos al carbón, tacos de cazuela y un largo y tupido etcétera. La “m” de maíz significa pozole jalisciense, que Coahuila interpreta a su estilo y lo convierte en un picosito menudo (para cuando se termina una juerga). Los chilaquiles, hijos del maíz, ya rojos, ya verdes, son también vianda preferida por los trasnochados y parranderos, servidos con unas rodajas de cebolla, un poco de crema y espolvoreados con queso añejo son “vuelve a la vida”. Hay todo un juego de matices: “No confundas las enchiladas con los chilaquiles”.
El mexicano come tortillas como los aztecas. No ha cambiado sustancialmente la nixtamalización de maíz; el procedimiento es el mismo. Únicamente han sido sustituidas las rudas faenas del metate por las mecanizadas piedras de un molino. Blanca, azul, verde y morada, la tortilla es una hoja en donde se puede escribir cualquier cosa. Inflada y rellena con lechón, cerdo o pavo, embadurnada con un poco de frijoles negros, se convierte en panucho adornado con cebollas moradas (curaditas con limón y granos de pimienta). Los encantos de los panuchos son más bien difíciles de encontrar en esta gran ciudad, a no ser por El habanero, el bastión de la comida yucateca en el D.F.
En forma oval, de preferencia azul, amasado con frijoles tenemos un tlacoyo. ¿Otra variante? Amasarlo con habas molidas.
El maíz es camaleónico: ora adopta la forma de líquido espeso, el pozol chiapaneco bebido por los chamulas; ora la forma de un finísimo polvo de pinole que consumen los tarahumaras; ora la forma fermentada del tejuino, bien popular en Guadalajara; o quizá la consistencia de un atole de fresa con rajitas de canela. Hijo ilegítimo del maíz es el cuitlacoche, parásito que bendice a la mazorca tierna, ambrosía del Olimpo náhuatl, verdaderamente comestible en tiempos de lluvias. El cuitlacoche es magnánimo y condescendiente. Visitante de la fritanguera callejera, el cuitlacoche alterna ahora en los fastuosos restaurantes de lujo, donde se viste de crepa francesa o raviol italiano (por ejemplo, los extraordinarios ravioles rellenos de cuitlacoche creados en Petit Clunny).
“Más vale pura tortilla, que hambre pura”
Pero sin lugar a dudas, su forma más popular es la tortilla, disco solar que alumbra el universo mesoamericano. El maíz, hijo de estas tierras, ha sido recibido a regañadientes en Europa occidental, donde lo han arrumbado como forraje de animales y grano de pobres. No pocos españoles asocian el maíz a la hambruna de la guerra civil, y los irlandeses del XIX sólo famélicos aceptaron este grano. El trigo, cual estirado gachupín del siglo XVIII, se negó a compartir abolengo con el maíz indígena, y lo confinó a vivir en sus dominios indianos. El maíz, al igual que la polenta, pasaron a ser dieta de pobres. Sólo los caprichos de la moda los han redimido; ahora en restaurantes parisinos se sirven granos de elote (de lata) con el ampuloso nombre de salade exotique. La polenta se sirve ya en elegantes restaurantes norteamericanos. En México, la Pequeña Italia ofrece una polenta magnífica.
Pero si bien Europa occidental se ha mostrado ingrata con el maíz, que más de alguna ocasión la salvó de la inanición, la Nueva España se ha mostrado más agradecida con el trigo. Desde el septentrión virreinal (California, Texas, Nuevo México, Colorado, Arizona y Nevada) el maíz cedió parte de su imperio solar al trigo. Convirtióse la tortilla al trigo. La metamorfosis la harina de trigo no puede ser más suculenta. Masa de trigo paloteada con manteca, espléndido pan para machacado y agujas, extendida como sábana en Sonora y Chihuahua, o en discretas proporciones en Nuevo León y Coahuila, la tortilla de harina es soporte indispensable del chile con queso y del sinaloita chilorio.
La tortilla de harina significa más: es la frontera cultural entre dos Méxicos, el México criollo, hijo del siglo XVII, y del México mestizo, hijo del XVI. La tortilla de harina es el símbolo de los mexicanos indómitos que se alejaron de la villa y corte, atestadas de escribanos y abogados virreinales, amparados en sus títulos y prosapias, mercedes y canongías, graciosamente otorgadas por sus católicas majestades desde El Escorial o el madrileño Palacio Real. La tortilla de harina es el universo norteño, ajeno al tiempo del altiplano central, sede del omnipotente tlatoani.
Tan fuerte es el arraigo de la tortilla de harina en el norte, que ni a los 150 años de arrebatada Texas, la hamburguesa ha podido destronar a su competidor mexicano. La big-mac se ha resignado a convivir con un “chicano burrito”, híbrido de la fast food y de la tortilla de harina.
En una buena familia del norte, se palotea diariamente para la cena la tortilla de harina saladas, dulces, sin arrinconar al dios maíz, presente en los tamales norteños. Tamales que, a diferencia de los tamales del centro, son pequeños y sazonados con comino, y que recalentados en el comal jamás al vapor son especialmente sabrosos.
“Chocolate que no tiñe claro está”
Los gringos nos expropiaron el nombre de “América” y los suizos el chocolate. Un buen chocolate evoca inmediatamente las suculentas tabletas amargas fabricadas en Suiza y no las pastillas de chocolate de metate del Soconusco. La jícara en que solía beberse el chocolate, incluso en España, ha dejado su lugar al vaso del chocolat milkshake. Perdimos el chocolate y ahora triste realidad importamos bombones europeos y yanquis, donde ni siquiera crece el cacao. Chiapas ha dejado de ser injustamente la capital mundial del chocolate.
Bernal Díaz del Castillo describe en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España el modo como Moctezuma bebía el chocolate: servido en copas de oro, ¿qué otro material es digno del cacao? Los novohispanos adoptaron el chocolate como su bebida favorita, célebre por sus cualidades reconfortantes para el cuerpo y el alma. Bebida preferida por frailes y monjas, líquido obligado en las visitas sociales, y alimento de primera necesidad para ricos y pobres.
Espumoso, batido con molinillo de madera fina nada de licuadoras hirviente y oloroso, espeso o menos espeso, con agua o con leche, en todo caso, el chocolate es la bebida de los dioses mexicanos. Fiel acompañante de campechanas y soletas, una tacita de chocolate para los niños que meriendan. Estimulante nutritivo, a diferencia del café, era recomendado por doctos galenos para los afanes sabios de estudiantes y profesores.
Moctezuma bebía el chocolate aromatizado con vainilla, la única especie de las orquídeas que es comestible. La vainilla totonaca es también un fruto expropiado. Hoy los mexicanos no usamos vainilla de Papantla, sino un saborizante artificial que importamos de Europa. La vainilla es cara carísima y sólo vale la pena venderla, claro está, a quienes pagan en dólares y marcos. ¿Qué sería de un vanilla ice cream sin vainilla de Veracruz?, ¿y qué sería de la creme brulé sin un toque del Tajín? Sin embargo, de vez en vez, es posible espigar alguna vaina de vainilla. Pueden comprarse en la zona del Papantla unos cristos de vainilla, celosamente custodiados en cajas de metal y delicadamente envueltos en papel encerado, precauciones mínimas para no perder el supremo aroma. Fragmentos arrancados a estas figuritas sirven para perfumar un postre, o un chocolate, o mejor aún, un postre y chocolate.
“El amor es como los pasteles que recalentados no sirven”
En Cholula se cuenta existen 365 iglesias, una para cada día del año. Según parece, no son tantas. En cambio, sí hay un postre para cada día del año. Buñuelos de queso, de requesón y de viento (muy socorridos en año nuevo), huevos reales y huevos hilados, castañetas fingidas, hojaldre de mazapán o de leche, picatostes de manjar blanco, alfeñiques y alfajores, bocadillos de dama, de nuez y de coco, cajitas de “bien me sabes”, canutos nevados, leche de espuma, torrejas reales, huevitos de faltriquera… son postres fabricados antaño en las recónditas cocinas de monjas y que, para desgracia nuestra, se van perdiendo de manera acelerada. Fiel custodia de los postres mexicanos se yerguen las dulcerías Celaya (México) y El Parián (Puebla), diques que intentan detener el frenético suicidio de los postres conventuales. Entrar a tales dulcerías es una delicia para los ojos. El papel de china envuelve multicoloramente polvorones y turrones, y con obleas se protegen palanquetas de nuez, cacahuate y pepita. Poco tienen que envidiar al elegante marron glacé tanto el camote de Puebla como el atropellado de camote yucateco (y quien ha probado lo uno y los otros, sabe a qué me refiero). Los jamoncillos y figuritas de dulce de pepita (gallinitas y borregos, frutas y verduras) son alarde de fantasía, encuentro de la cocina con las artes plásticas. Para el día de Todos los Santos, una calaquita de azúcar y calabaza en tacha; los domingos, muéganos y merengues de vendedor callejero en el parque.
Desde Saltillo hasta la meseta del Anáhuac, la leche “cocida y recocida” adquiere texturas y flagrantes sabores, ahora salpicada con piñones, ahora con un poco de canela, o sencillamente, más requemada y un poco amarga ¿no se nos antojan unas glorias de Linares? Y ya que de leche quemada hablamos, un elogio a la cajeta de cabra, que desafortunadamente ya no se vende en vistosas cajitas de madera (la que comúnmente se ofrece en cajas de madera es falsificación de la cajeta de Celaya, es un vulgar jarabe azucarado; la cajeta Coronado es mucho mejor). La guanajuatense cajeta hace estupenda mancuerna con la vainilla de Papantla. ¿No es fantástico el maridaje entre las crépes de Bretaña y la cajeta de Celaya? Aquí mi voto a la famosa crepería Clunny de San Ángel.
El amaranto se come en dulce y en guisado. ¿Qué otra cosa son los huazontles sino hierbas de amaranto con queso, rebozadas en huevo y servidas en un caldillo? El cultivo de amaranto fue prohibido por los conquistadores. La razón de la prohibición fue religiosa. Con amaranto fabricaban los indígenas imágenes de sus deidades, escribe fray Bernardino Sahagún en su Historia de las cosas de la Nueva España, idolitos que comían ritualmente en algunas festividades. El amaranto era cómplice de su paganidad. Ante el riesgo de que su ingestión contribuyera a revivir ritos idolátricos, se optó por prohibir su cultivo (y se desbalanceó la dieta de los indios). Pasados ya los cultos a “tlálocs” y “tonatiúhes”, comemos ahora figuritas geométricas de semillas de amaranto, engarzadas por miel, y hay quien se ha atrevido en un alarde de ingenio a añadirle una dosis de chocolate al jarabe compactador.
“Cuando hay pa’ carne, es vigilia”
Y ya que de religión y golosinas hablamos, bueno es recordar las austeridades de la cuaresma, templadas por una capirotada con ralladura de naranja, cacahuates y queso. Pero un postre de mortificación cuaresmal debe estar precedido de un platillo salado igualmente penitencial ¿Qué tal unas tortitas de camarón seco con romeritos? Advierta el ígnaro extranjero que “romerito” no es lo mismo que el ibérico romero.
Secar el camarón es una costumbre oriental. Quizá la nao de la China nos trajo la costumbre o quizá la aprendimos de los vizcaínos, el hecho es que camarones y pescados secos son bien acogidos en México. ¿La razón? En épocas sin refrigeradores, la única manera de comer pescado tierra adentro era secarlo y salarlo. Sin embargo, un bacalao de Terranova cocinado en México se distingue del bacalao del país vasco por los chiles “güeros”. Para los viernes de cuaresma el lago de Pátzcuaro ofrece unos exquisitos charales, bien sequecitos y fritos, envueltos en una tortilla, con salsa y limón. También de esas aguas robamos un pescado blanco digno de particular elogio (y terriblemente escaso). Y si al litoral nos vamos, encontramos un pan de cazón y un filete a la veracruzana como sólo Pardiños puede hacer. Y puestos a hacer propaganda, no resisto la tentación de encomiar los mixiotes de huachinango en salsa de xoconoztli al pulque, creación de nouvelle cuisine de mi hermano, chef de profesión.
Desconozco si la hueva de mosquito del lago de Texcoco, apreciada desde la fundación de Tenochtitlan hasta bien entrado el siglo XIX por ricos y pobres del Valle de México, puede comerse en viernes de vigilia. A Madame Calderón de la Barca le ofrecieron el platillo y, cortésmente, declinó la invitación, pues su sangre anglosajona era escocesa le impidió hacer averiguaciones. Seguramente tampoco comió chapulines de Oaxaca, bien a pesar de que San Juan Bautista se lee en el evangelio comía langostas (saltamontes), menos aún comió la Marquesa los jumiles de Taxco y los escamoles (hueva de hormiga, caviar mexicano, de altísimo precio y extraordinario sabor). Hasta aquí mis escrúpulos de vigilia y abstinencia.
Dejo el caldo cantinero a un lado, pues si bien no lleva carne, los lugares donde se consume poco o nada tienen de cuaresmales. Las cantinas antiguas estaban cerradas a “mujeres, uniformados y niños”, eran recintos qué tiempos aquéllos herméticos al feminismo y a la policía.
“Me he de comer esa tuna aunque me espine la mano”
A la variedad de postres corresponde una variedad de frutas. Ates y jaleas son nombres para designar la misma y maravillosa mixtura de azúcar y frutas. Los ates de membrillo, guayaba, pera y tejocote son un acompasado compañero para un queso fresco de San Juan del Río o más atrevidamente para un queso Chihuahua. El queso trenzado y el de Cotija hay que reservarlo para otros menesteres, así como los extraordinarios quesos de Chiapas que merecen un sitio especial en la mesa.
El trópico digámoslo con descaro es pródigo y se vierte en los fruteros. Olorosos mangos de Manila y voluptuosos mangos petacones, mameyes, papayas, chicozapote, zapotes negros y blancos, son exuberancias del trópico; las tunas, rojas o verdes, las pitayas y chirimoyas son flaquezas del desierto. Plátano macho frito con arroz y frijoles o relleno de mariscos, platanitos dominicos con “sopa aguada de fideos”, o sencillamente un plátano Tabasco. Guanábana, sandía, melones, granada china o verde, ciruela, fresa de Irapuato, capulines, toronja, naranja valenciana o china, mandarina, caña de azúcar. El tamarindo es un fruto incierto y ácido: revuelto con chile es ansiosamente devorado por los niños durante el recreo y el agua de tamarindo es particularmente refrescante en tierra caliente. Los danzantes de Coyoacán han sabido hacer del tamarindo una exquisita salsa para el atún fresco.
No erró López Velarde al comparar a México con el cuerno de la abundancia.
“Muy redondo para huevo, y muy largo p’aguacate”
Renglón aparte al aguacate, esmeralda aceitosa cubierta de negro, que se descubre inverosímil y versátil : ¿es salada o dulce? Fascinante y atrayente, bastan unas rebanadas de aguacate para encopetar a la más pobre de las ensaladas ¿Qué decir de una elegante crema de aguacate? (como la que preparan en La hacienda de los Morales). ¿Y de unos tacos placeros de crujiente chicharrón con guacamole? Glorificado sea Uruapan y sus ubérrimas huertas aguacateras. Pero, que quede claro, no es uno sino muchos los aguacates. En la plaza de México a final del siglo XVIII se podían comprar al menos tres tipos distintos de aguacate.
“Para todo mal, mezcal, y para todo bien, también”
Más allá de la comida está la bebida. Duros fueron los reyes españoles al prohibir la explotación de las vides en México. El norte como Parras, Coahuila escapó furtivamente a tan déspota mandamiento. El vino fue importado y nuestros vinos fueron y han sido pobres (con honrosas excepciones, ¿qué tal un tinto Monte Xanin?). Lo prueban la inmoral costumbre de guardar el vino para ocasiones especiales, y las múltiples dificultades que cualquier restaurancillo tiene para vender un vinillo con la comida, lo que nos obliga a ser el segundo consumidor de refrescos en el mundo.
El tequila y los mezcales surgieron como por encanto de magueyes destilados. Indígena fue el maguey y español el alambique: mestizos fueron tequilas y mezcales. El tequila es oro reposado. El gusano de maguey, sello de autenticidad del mezcal de Oaxaca, líquido guardado en vientres de barro negro. En uno y otro caso, son acompañantes más o menos fieles de ocasiones festivas. Los mezcales también fueron cruelmente perseguidos por los Habsburgos y Borbones, temerosos de que nuestros licores compitieran con los aguardientes españoles, y su temor estaba bien fundado.
Para las mujeres y los niños, una copita de rompope, obra también de angelicales monjas, sutil bebida que, afortunadamente, escapó a las persecuciones mercantiles de la corona española. Y si las señoritas quieren una bebida un poquitín más fuerte, ¿qué tal el licor de “pasita” que se vende en el Callejón de los Sapos en la Angelópolis?
“¿Por qué con tamal me pagas teniendo bizcochería?”
Trigo, azúcar, leche, manteca y huevo, batidos al son de lo mexicano, son un místico génesis, que genera de donde génesis un sinnúmero de bizcochos. Estamos en los hornos de una panadería. El pan dulce y el salado también debe ser fresco. A las siete de la noche, criadas y amas de casa atestan las panaderías para elegir las piezas que serán engullidas golosamente en la noche, sopeadas cuando quien preside la mesa se descuida en chocolate o café con leche (al estilo de café de chinos). Conchas, trenzas, condes, ladrillos, huesitos, ojos de pancha, roscas, chilindrinas, campechanas, bigotes, novios, orejas, polvorones, marqueses, mamones, piedras, volcanes, puchas y hojaldras son algunas de las decenas de figuras horneadas a lo largo del país, y no hay bizcochero de respeto que no haya aportado una nueva figura a este desfile.
Noticia triste es que el pan de huevo ya no se fabrica con blanquillos de gallina o guajolote, sino con huevo deshidratado, y que la tradicional manteca de cerdo ha sido sustituida con margarinas. En fin, todo sea por aquello de los colesteroles. Unámonos al lamento popular: “Si eso dice pan de huevo, ¿qué dirá bizcocho duro?”.
Nos queda el consuelo de las panaderías regidas por el calendario. Las fiestas de santos patronos merecen un pan de pulque a las afueras de las iglesias, y en noviembre el pan de muerto, elaborado con agua de azahar (ligeramente parecido a la columba pascual italiana), seguido por la pomposa rosca de reyes adornada con acitrones e higos secos. La rosca es “como el pan de Acámbaro, con la ganancia por dentro”. El “niño” de la rosca es la primicia de la Candelaria, flor de tamales y atole (¿que tal unas corundas y uchepas con crema y queso para variar la “tamalada” del próximo febrero?).
“Después de comer, ni un sobre escrito leer”
¿Qué sería del gazpacho andaluz sin el jitomate y los pimientos importados de México? ¿Qué sería de un espagueti a la boloñesa sin el jitomate? ¿y de la comida húngara sin la paprika (chile mexicano tratado)? ¿Y de los zucchini sin las calabazas? ¿Y de la Herrencreme sin chocolate, por mucho coñac que se le agregue? ¿Y de un anglosajón pavo a la Cumberland con salsa de grosella sin nuestro nacional guajolote?
Cacao, jitomate, frijoles, calabazas, guajolotes, chile fueron algunos de los productos que el mundo prehispánico regaló por decirlo de una manera cursi a Europa. El nuevo mundo se enriqueció, a su vez, con reses, cerdos, gallinas, almendras y nueces, trigo y cebada, manzanas y azúcar. Se amasó una fortuna gastronómica de la noche a la mañana. El resultado de esa confluencia es la cocina mexicana, uno de los escasos signos de identidad, más aún, una de las pocas realidades auténticamente mestizas de nuestro país. Es el café de olla, donde confluye el café de Medio Oriente, la canela de Ceilán y el piloncillo en un chorreado jarrito de Tlaquepaque. Es la cochinita pibil, integración de lo maya y lo ibérico en los mágicos braseros del sureste. Son los tamales chiapanecos que esconden, bajo las hojas de plátano, tierna masa de maíz mechada con almendras, aceitunas y ciruelas pasas. Es la machaca con huevo (Europa aporta los ingredientes) acompañados de unos frijoles aguados (cortesía de Tenochtitlan). Es la longaniza verde de Toluca, tomatillo verde mazahua y cerdo europeo.
La comida mexicana no es como quieren algunos el destructivo sabor del chile toscamente revuelto con tortillas y frijoles. La cocina mexicana es una manera de ver la vida, es el barroco llevado a su último extremo, es una etiqueta cortesana que no pueden vivir ni los racionalistas (hijos de la fast food) ni los bárbaros puritanos (hijos de la comida low fat). Tal vez viniera bien a la tan llevada y traída identidad del mexicano, sabernos orgullosamente “hijos del maíz”.
Se ha dicho tantas veces que, en México, el fondo es la forma; así es en nuestra cocina: el fondo es también la forma. Larga vida a los tacos y tostadas.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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