Apenas es necesario explicar por qué la literatura se hace cada vez más secreta. Los medios masivos de in-comunicación parecen obstinados en alejar al público de la lectura y en todo caso volver a ésta una forma del entretenimiento. Fuera de la reducida lista de nombres que atraen la mirada en las mesas de novedades en las librerías, casi cualquier otro escritor cumple un nuevo acto secreto con cada libro que publica. Curioso fenómeno: a medida que se reduce el espectro literario, se amplían aunque esta dilatación es relativa los círculos de «iniciados», es decir, aquellos que se ligan por una u otra razón a tal o cual obra. Cada autor involuntariamente «secreto» tendrá sus lectores y éstos, sea cual sea su número y conociéndose entre sí o no, formarán un círculo de iniciados. Aunque hay un exoterismo en este esoterismo: «iniciado» es cualquiera que lea a un autor no incluido en esa lista de nombres conocidos.
¿Qué sucede, pues, con aquellos escritores que además eligieron como propio el territorio de lo marginal, lo ajeno al llamado mundo de la cultura? Lo que sucede es evidente, por ejemplo, en un artículo sobre Felisberto Hernández escrito por el barcelonés Javier Goñi y publicado en la revista española Leer. Goñi nos hace ver que uno habla de Borges, Onetti, de Cortázar o de Fuentes, pero en cambio dice Macedonio y no Fernández o Felisberto y no Hernández: «Entre nosotros los iniciados, Felisberto es Felisberto, como Federico [García Lorca] era Federico, para los que se suponían amigos, aunque nunca lo soportaran». ¿Qué autoriza esta «familiaridad», el saberse entre amigos o la impunidad? De hecho, la familiaridad brota de sentirse más a gusto (léase menos a disgusto) con los escritores doblemente secretos, aquellos que como escribe Goñi «se dieron cabezazos contra el Muro de las Lamentaciones de la Literatura Auténtica sin Oropeles, pero que no desfallecieron nunca. Tenían que hacer lo que hicieron, sin salirse de su propio y difícil camino amarillo que les llevaba, sin ayuda de nadie, a Oz».
Entre la antropofagia y la impunidad
Por el hecho de ser poco conocidos, una serie de equívocos convierte a estos escritores secretos en «dominio público». Buen ejemplo de ello encontró Alejandro Toledo en un libro de relatos de Hernán Lavín Cerda, «Historia de Beppo el inmóvil». En los párrafos de esta obra, Toledo descubrió entretejidas algunas voces de Antonio Porchia (el término genérico que el autor italo-argentino dio a sus aforismos) sin que se diera ningún crédito a su autor. Algunas voces estaban levemente cambiadas; Lavín Cerda escribe: «Vienes de morirte: no de haber nacido. De haber nacido te vas». La original voz de Porchia dice: «Vengo de morirme, no de haber nacido. De haber nacido me voy». En otros casos hay una literalidad a lo Pierre Ménard; Porchia afirma: «En mi silencio sólo falta mi voz». Lavín quita la mayúscula inicial y coloca esta voz a mitad de un párrafo suyo: «en mi silencio sólo falta mi voz».
Interrogado sobre esta mecánica, Lavín Cerda responde: «Son pequeños homenajes a poetas, narradores, antropólogos. Está el caso de Antonio Porchia, sí, no tengo por qué esconder eso. Son homenajes a ese gran filósofo, extraordinario poeta». En una entrevista publicada en Proceso (marzo 4, 1991), Toledo le pregunta: «¿Por qué en su homenaje a Antonio Porchia no aparece el nombre del homenajeado?». Lavín contesta: «Porque los homenajes no necesariamente tienen que estar entre comillas. A mi modo de ver, hay dos formas de citar. El modo clásico con la indicación de la fuente de la que se ha tomado el fragmento, etcétera: eso yo lo hago, y muchas veces, en el libro. Pero también está el otro modo; más cercano a la transfiguración. Digamos que es ahí donde me permito hacer las transgresiones de estas citas básicas que he obtenido [] En el fondo, es como una suerte de antropofagia».
Lavín omite que esta «segunda forma de citar» tiene también dos variantes; la primera puede ser llamada abierta: si en un cuento el autor llama a su personaje «Bloom» u «Oliveira», o si ubica la acción en un lugar llamado «Macondo», «Comala» o «Tlön», será evidente hacia dónde se dirige su «homenaje» sin necesidad de que registre los nombres de Joyce, Cortázar, García Márquez, Rulfo o Borges. Pero está la segunda forma de «citar»: nadie se hubiera dado cuenta de ese homenaje puesto que Antonio Porchia es un escritor secreto, es decir, bajo el equívoco generalizado, un escritor del «dominio público», casi una invitación a la impunidad.
La literatura como vía de conocimiento
Es un caso representativo: ciertos críticos se dedican a rastrear, por ejemplo, la influencia de Borges en otros escritores, encontrándola casi siempre mal digerida, y los propios escritores luchan porque esa influencia no se note, por separarse de ella, por establecer un camino propio. Pero de algún modo saben que nadie les reprochará la «influencia» de escritores secretos, y de ahí que se sientan más cómodos con ellos. Cuando se juega limpio, uno entiende que muchos de estos escritores esotéricos han formado a los famosos porque ellos así lo han reconocido. El testimonio de la vida y obra de los autores secretos es claro a este respecto: ellos fueron de los primeros en establecer una transmisión casi clandestina y círculos de iniciados (y en cuanto a Porchia o a los dos Hernández, Felisberto y Efrén, algunos de esos iniciados se llaman Julio Cortázar, Roger Caillois, Juan Rulfo o André Breton). Ahora que la inmensa mayoría de la literatura es secreta, todos los fenómenos mencionados confabulan para intuir que es necesaria una redefinición de la palabra literatura.
El mundo literario se parece cada vez más al teatral. En 1960, para una ciudad de México de unos tres millones de habitantes, la cantidad de público interesado en espectáculos escénicos de calidad oscilaba entre mil y mil quinientas personas. Una década más tarde, con cinco millones de habitantes, esos espectadores se incrementaron de tres mil a tres mil quinientos, cifra que permanecerá casi intacta en los decenios siguientes pese al vertiginoso aumento de la población. Lo mismo puede decirse de aquellos lectores que exigen algo más que entretenimiento: cada vez son menos quienes no se resignan a un arte de la palabra limitado a su más «evidente» expresión.
El caso de Porchia es representativo: desde hace varios años su único libro, Voces, circula en fotocopia, copias mecanográficas o hasta manuscritas, de mano en mano fuera de los canales oficiales de distribución. Ya son numerosas las personas que atesoran esa casi ilegible reproducción como uno de esos regalos que llegan una sola vez en la vida, como un privilegio superlativo. En algunos casos, sí, la respuesta es la antropofagia, pero en otros es el juego limpio, el reconocer que la literatura puede ser mucho más de lo que suponen las leyes del mercado intelectual. Basta entrar en el profundo extrañamiento de los escritores secretos para adivinar que la literatura puede y debe ser una vía de conocimiento.
El gran secreto de todos
Gracias al testimonio de esta corriente secreta, es obvio que los términos de que se echa mano en el «mundo de la cultura» han demostrado su caducidad. Es necesario redefinir: cuando se habla de «secreto», ello no significa necesariamente cofradías y mucho menos sectas cuya fuerza estriba en ser regidas por una figura a la que nadie más conoce. Para Maurice Blanchot, el poder del arte consiste en establecer una «distancia íntima» entre la obra y quien la mira. La mirada es el más solitario de los actos, el más anónimo y oculto. Es sólo en este sentido que Felisberto Hernández, Efrén Hernández, Francisco Tario o Antonio Porchia son «secretos». Cada lector podrá aportar nuevos nombres a la lista secreta que sostiene al mundo. Darío los llamó «los raros», y sin duda hay en ellos una especial forma del extrañamiento; pero no usemos esta palabra para demarcar un ghetto (la propiedad privada de un círculo de iniciados, el conciliábulo fuera del cual la figura deja de ser atractiva al hacerse exotérica) sino para enunciar su fundamental demanda.
Es fructífero continuar la analogía con el teatro y su audiencia: el teatro experimental no falla por disponer de poco público, sino acierta en ello, es decir, en heredar una llamada que por fuerza es minoritaria mientras no se lleve a cabo su gran demanda, la de invertir por fuerza todos los marcos de referencia mayoritarios. Así, no es desbordante imaginar que los círculos esotéricos pronto serán (si no lo son ya) mucho más numerosos y potentes que los exotéricos. Acaso no esté lejano el día en que la literatura del best seller, del entretenimiento y la resignación, con todo su aparato, con toda su inercia y deslumbramientos, volverá al sitio minoritario que le corresponde.
Entonces el secreto será de todos y será precisamente eso porque como todo secreto su impulso es el de comunicarse. Una de las primeras cosas que dicen los niños es «mira», es decir, «date cuenta», «comparte mi mirada». Este gesto no guarda diferencia alguna con el de quien acaba de conocer, por ejemplo, a Porchia: fotocopiarlo de inmediato, darlo a conocer, compartirlo con quienes puedan apreciarlo. El impulso de todo secreto es abrirse de uno a algunos; se crean así los círculos de iniciados. Luchar contra ese impulso lleva a la antropofagia: es cerrarse de algunos a uno. Pero esto último requiere un enorme esfuerzo de la voluntad (voluntad de acallar, usura del hallazgo). Un círculo de iniciados puede contemplarse como «algunos», pero también puede verse globalmente como «uno». Pronto el mundo entero será un gran círculo de «unos» que comunican el secreto a algunos; de este modo se tejerá la gran «distancia íntima», el máximo darse cuenta, el gran secreto que atañe a todos y que puede salvar a todos.