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El profesor también debe aprender

«¡Ahora, ahora! profirió la reina. ¡Más rápido, más rápido! E iban tan rápido que por fin pareció que se deslizaban por el aire, apenas tocando el suelo con sus pies, hasta que de súbito se detuvieron, justo cuando Alicia empezaba a sentirse bastante exhausta, y se encontró sentada en el suelo, mareada y sin aliento.
»Alicia miró a su alrededor, sorprendida. Caray, creo que hemos estado bajo este árbol todo el tiempo. ¡Todo sigue justo como estaba!».

El arte de ser maestro

En cualquier análisis profundo de la enseñanza, el énfasis debe hacerse en el aprender más que en el enseñar. La enseñanza no tiene otra justificación que la de sus resultados en el aprendizaje. Sin embargo, cualquiera que haya sido estudiante sabe que es posible encontrar, incluso después de los esfuerzos más vigorosos de clase, que todo sigue justo como estaba, según le sucediera a Alicia. El arte del maestro reside en su capacidad para ayudar a sus discípulos a alcanzar nuevas posiciones, o bien, para expresar la idea con la mayor trivialidad, en su capacidad para ayudar a sus discípulos a aprender.
La enseñanza es un arte social que necesariamente implica relación entre personas, y el éxito de un maestro en el ejercicio de su arte depende de la posesión de aquella cualidad o actitud mental que le permite hacer recíproca la relación entre él y sus discípulos. No toda la enseñanza debe impartirla el profesor. No todo el aprendizaje deben realizarlo los alumnos.
Nadie puede aprender de otro en ningún sentido básico si no es incorporando aquello que el otro ofrece dentro de un proceso de pensamiento creativo; es decir, a menos que quien aprende sea activa e imaginativamente receptivo, y la enseñanza será para él no otra cosa que un catálogo de hechos y nociones ajenas. Por consecuencia, cualquiera que haya de enseñar a otro debe hacerse cargo de que su discípulo le escuche con actitud de creativa receptividad. Pero el profesor no tendrá éxito en guiar a sus alumnos hasta la recepción de ideas a menos que el mismo muestre una actitud equiparable de querer aprender de ellos. De modo ideal, el único detalle que debe distinguir al maestro del discípulo será el mayor aprendizaje del maestro.
En uno de sus ensayos más vigorosos y densos, Los fines de la educación, el profesor Whitehead advierte que quienes buscan instruir a los jóvenes deben «cuidarse de las “ideas inertes”, es decir, de las ideas que meramente se reciben en el espíritu sin ser utilizadas, probadas u organizadas dentro de nuevas combinaciones». Examinando la necesidad de la autoeducación o participación activa del que aprende en el proceso de aprendizaje, Lawrence Lowell ha escrito: «La “autoeducación” tiene su fundamento en el principio según el cual más allá de los aspectos mecánicos, nadie puede ser verdaderamente educado contra su voluntad o sin su propio esfuerzo activo».
La recepción pasiva de ideas o hechos no es educación en absoluto. En suma: quien aprende debe tomar parte activa en la tarea de aprender; debe crear para sí mismo las ideas que el maestro busca comunicarle. El término «crear» se usa deliberadamente. No es un proceso de absorción o de encajar fragmentos de conocimiento dentro de un molde. El proceso de aprendizaje es verdaderamente un proceso de creación. Ningún profesor puede tomar un concepto, no importa lo simple que sea, y colocarlo intacto y utilizable en el espíritu de otro. El arte de la comunicación es demasiado imperfecto. A partir de lo que el profesor dice, escribe o actúa, quien aprende debe crear su propio concepto. Podrá aproximarse al del profesor, pero como toda cosa creada, habrá de ser original en cierta medida. El estudiante ha creado algo y es suyo. Más aún, ha aprendido algo acerca del afán y la alegría de tal actividad. No existe duda de consideración en los círculos educativos en que este proceso sea deseable. Ninguna persona inteligente sostiene que el simple escuchar y memorizar producirá individuos educados. Como subraya Whitehead: «Un hombre puramente bien informado es la aburrición más inútil de la creación».
Si se acepta que quien ha de aprender debe tener parte activa en su propia educación, entonces, desde el punto de vista del arte de enseñar, la interrogante consiste en saber qué puede hacer el maestro para estimular en sus discípulos el desarrollo del esfuerzo necesario. El maestro no sólo debe poseer el verdadero deseo y capacidad para comunicar a los otros las reflexiones y conceptos que han llegado a ser suyos a través de su propio pensamiento imaginativo. Debe ir más lejos y tener auténtico deseo y capacidad para estar en comunicación-con, ya que es este deseo y esta capacidad aquello que por encima de cualquier otra cosa impulsará y casi obligará al discípulo hacia el esfuerzo necesario para la creación de algo que ha de ser suyo, y hacia el cultivo de una cualidad de pensamiento que será siempre provechosa para sí mismo y para el mundo.
Saber escuchar, saber comprender
Enseñar no es tan sólo el arte de pensar y hablar. También es el arte de escuchar y comprender. Pero por escuchar no se entiende únicamente el acto de estarse quieto, que es una técnica. Escuchar es un arte también. Si bien con poca frecuencia, la mayoría de nosotros ha tenido la estimulante experiencia de conversar con alguien a quien hemos sentido auténticamente dispuesto a escucharnos, es decir, a esforzarse en recibir lo que decimos y a comprenderlo hasta el límite de su capacidad de comprensión imaginativa. En la presencia de tal persona, somos llevados fuera de nosotros mismos, nuestro espíritu se vuelve más activo y nuestros pensamientos más vibrantes y originales. Vemos vínculos y significados que antes no nos eran aparentes. Podemos, incluso, concluir que nuestras ideas eran en verdad humildes y precarias. Pero sea cual fuere el resultado, se trata de algo vivo y real no solamente para nosotros sino también para nuestro amigo. Una intercomunicación creativa ha tenido lugar aunque nuestro compañero no haya dicho palabra alguna.
Así como todos hemos tenido la afortunada experiencia de hablar con personas de espíritu receptivo, también hemos experimentado tratar de comunicar una idea a alguien no dispuesto a recibirla. Si corremos con suerte, tal persona guardará silencio mientras hablamos, pero no hará esfuerzos para comprender lo que decimos. Ciertamente no se trata de que necesitemos aprobación. La aprobación y el rechazo son indiferentes a este respecto. Nunca nos sentiremos desalentados si nuestras ideas no son aprobadas o compartidas por alguien que sabemos las comprende. ¡Pero cuán frustrantes resultan la aprobación y/o el rechazo si provienen de una persona que no sabe de qué estamos hablando! ¡Qué helado e inútil es este intercambio de palabras! Nuestras ideas se marchitan, nuestra imaginación se retrae. En una atmósfera semejante, nada puede llegar a tener vida. Nada hemos ganado ni nosotros, ni nuestro acompañante. Nuestras ideas no son distintas a las que teníamos al principio, aunque nos parecen estar ahora menos vivas. Nuestro acompañante se ha dado la satisfacción de formular sus propios puntos de vista.
Los impugnadores y polemizadores podrán hacer progresos en una atmósfera carente de receptividad. La ciega oposición, las refutaciones tajantes y la aparición de trivialidades los podrá hacer avanzar, pero su finalidad no es la de comunicarse con los demás, sino convencerlos. Hay sitios y momentos en los que dicha actitud es válida, aunque son menos de lo que comúnmente se piensa. El salón de clases no es ciertamente uno de ellos. Los individuos de espíritu no receptivo son, en el centro del saber, espectáculo que mueve a la compasión. Ahí, lo mismo que en la actividad comercial, «nunca se logra una venta venciendo en una discusión».
Pues bien, si nosotros, acostumbrados en mayor o menor medida al pensamiento productivo, sentimos un retraimiento en nuestras facultades creativas con la presencia de un espíritu que se muestra opaco al menos para con nosotros, ¿cuán grande no será el efecto de tal actitud en los jóvenes? Saben que sus ideas aún no han sido ensayadas, y aunque asumen una postura de seguridad, se desalientan con facilidad. Es misión del maestro establecer las bases de una comunicación entre él y los discípulos para conducir a éstos al único tipo de actividad intelectual a través de la cual pueden aprender: el manejo imaginativo de ideas con la finalidad de crear.
¿Aprender? No, gracias
No puede negarse y los escritos de los educadores están llenos de esta queja que los alumnos en general se resisten a «aprender». Con todo, al mismo tiempo, lo ansían. Ninguna de estas inclinaciones debe causar sorpresa, ya que la adquisición del saber es tan ardua como gozosa. Todo creador conoce el tormento y la alegría de su arte, y también todo «aprendedor», porque también él es un creador. Sin embargo, hay más que la simple dificultad natural del proceso detrás de la resistencia del alumno a aprender. La renuncia del alumno a trabajar con libertad y entusiasmo en pro de lo que es su finalidad declarada, y por lo que seguramente es de su propio interés, proviene tal vez de ciertas reacciones típicas de los padres ante los esfuerzos tempranos de sus niños por adquirir saber. La etiología básica de lo que efectivamente viene a ser fuente de frustración personal para el estudiante tiene relación vital con el problema de la enseñanza. Sugiere la actitud que el profesor deseoso de servir debe evitar, así como la que debe fomentar.
El niño, generalmente, no se resiste a la asimilación creativa de ideas o experiencias, muy por el contrario, se encuentra ansioso por dominar el mundo, por hacer de todo conocimiento, experiencia y realización, algo suyo. Desafortunadamente, en ocasiones, la actitud de sus mayores está habitualmente lejos de ser estimulante. El ansia del niño por el saber creativo suele suscitar en sus mayores una de cuatro reacciones comúnmente observables: la reacción de retención directa de información, la reacción de desprecio por quien aprende, la reacción de sofocamiento a quien aprende y la reacción de decir cosas que no vienen al caso. La primera de ellas es inmediatamente reconocible:
«¡Oh, guarda silencio! ¡Qué importa! No pongas atención a eso. Estás imaginando cosas nada más. Sigue corriendo y jugando».
Tenemos enseguida la reacción de desprecio a quien aprende, que por supuesto se traduce en la exaltación del adulto:
«Está perfectamente mal. Espérate, déjame enseñarte. Nunca serás un buen jugador… Qué, ¿no quieres aprender? Obsérvame y trata de hacerlo bien».
La reacción de sofocamiento a quien aprende:
«No sé qué quieres decir con “gloria”, dijo Alicia. Humpty-Dumpty sonrió desdeñosamente: Por supuesto que no, hasta que yo te lo diga. Quise decir que hay un precioso argumento demoledor para ti.
»Pero “gloria” no significa un precioso argumento demoledor, objetó Alicia.
»Cuando yo empleo una palabra, aclaró Humpty-Dumpty en tono más bien despectivo, ésta significa justamente lo que yo dispongo que signifique, ni más ni menos.
»El problema, dijo Alicia, está en si puedes hacer que las palabras signifiquen tantas cosas distintas. Alicia estaba demasiado confundida para decir algo…».
Se trata, pues, de un medio para glorificar al adulto. Éste o más bien el profesor, desde la perspectiva de la educación es a menudo incapaz de abstenerse de demostrar su superior saber al responder a cada pregunta. Por ejemplo, una inocente interrogación acerca de por qué una flor es roja mientras las hojas de la planta son verdes, podría producir una prolongada disertación basada en oftalmología, química y cosmetología a gran escala. El efecto de este diluvio de información hará, casi inevitablemente, más cauto al inquieto interrogador para no incurrir, en el futuro, en el mismo tipo de apertura.
En estrecha relación con la reacción de sofocamiento de quien aprende, está la reacción de decir cosas que no vienen al caso. El niño rara vez es capaz (o cualquier otra persona en lo que a esto se refiere) de expresar en una sola pregunta o con una sola afirmación aquello que verdaderamente está pensando. Aun así, es raro que tenga oportunidad de aclarar sus nociones antes de que sus mayores desencadenen en su contra un alegato basado en las falsas suposiciones en torno a lo que quiso decir:
«¡Preferiría no intentar, por favor!, suplicó Alicia. Estoy bastante contenta con quedarme aquí, ¡sólo que tengo tanto calor y tanta sed!
»¡Ya sé qué te gustaría! Dijo la reina con buena intención, sacando una cajita de su bolsillo. ¿Quieres un panecillo?
»Alicia pensó que sería descortés decir “no”, aunque no era en absoluto lo que quería. Así es que lo aceptó y se lo comió lo mejor que pudo, pero estaba muy seco y pensó que nunca en su vida se había sentido tan sofocada.
»Mientras te refrescas, dijo la reina, tomaré las medidas. ¿Otro panecillo?
»No, gracias, replicó Alicia, uno es más que suficiente.
»Tu sed se calmó, ¿verdad? Preguntó la reina. Alicia no supo qué responder, pero afortunadamente la reina siguió con lo que andaba haciendo».
Muy posiblemente todo lo anterior constituye tan sólo una explicación parcial de la postura del estudiante hacia la educación formal. No obstante, encontrarse reiteradamente con actitudes de esta índole ocasionan, dentro del curso ordinario de los hechos, un efecto paralizador en el pensamiento, expresión y receptividad libres. Genera un estado de recelo, una resistencia ya sea para dar o recibir. El efecto acumulativo de estas respuestas y reacciones estereotipadas de los padres en el niño (sin duda ellas también condicionadas de manera análoga), propician la convicción, tal vez del todo inconsciente, de que el aprendizaje es un curioso proceso configurado por la frustración inútil, la recepción pasiva, la imitación inerte y la resignación hacia el aparente prurito de los mayores por hablar solamente acerca de lo que a ellos interesa.
El estímulo es sólo el principio
El profesor, ya sea de cuestiones elementales o avanzadas, enfrenta como problema básico la necesidad de estimular e incluso establecer nuevamente en sus alumnos la facultad de acometer la tarea de aprender con espíritu de creatividad receptiva y realización independiente. Uno de los medios que, en ocasiones, se sugieren para resolver el problema de la pasividad mental del estudiante es presentarles personalidades estimulantes. Es en realidad algo excelente que una institución de enseñanza cuente, dentro de su claustro, con profesores que puedan influir a los jóvenes con el sentido de la belleza y la bendición que posee el saber, y con el deseo de pertenecer a la sociedad de los instruidos. Todo buen profesor ejercerá esta influencia estimulante. Desgraciadamente, una personalidad espectacular que suscita interés en sí misma es confundida a veces con la personalidad que inspira interés no sólo o principalmente en sí misma, sino más bien en la difusión creativa del conocimiento. La capacidad para despertar en los estudiantes el deseo de escucharnos y aprender de nosotros es un aspecto del arte de ser maestro, pero no la totalidad de ese arte.
La inspiración o el estímulo es un buen punto de partida para la enseñanza, pero necesita traducirse en pensamiento creativo. La mayoría de aquellos que como nosotros ha dejado atrás la juventud, pueden mirar retrospectivamente en busca de momentos de «inspiración», pero con demasiada frecuencia no podremos recordar del episodio nada más allá de la dulzura y la emoción de haber estado inspirados. Muy seguido, simplemente nos complacimos con el sentimiento de inspiración y olvidamos apropiarnos de la sustancia de tal inspiración que el profesor poseía y se empeñaba en comunicarnos. Estar inspirado es un placer absoluto, pero aprender es difícil. No podemos hacer de las ideas algo nuestro si no es a través de un proceso arduo y doloroso. Pero este proceso no es menos doloroso para aquel que ocupa el sitial del maestro que para aquellos que se sientan en los pupitres.
La recepción imaginativa de los pensamientos de otro es una tarea abrumadora, a menudo creada parcialmente, y expresada humildemente casi siempre. Es en la realización de esta tarea que el maestro cumple su verdadera función y alcanza la auténtica recompensa de su llamada: el continuo enriquecimiento de su espíritu. Pero se trata de una recompensa verdaderamente ganada con el sudor de la frente. He aquí por qué muchos profesores incluso aquellos quienes en un principio progresaban en el arte de aprender, desisten de sus esfuerzos después de un poco y se convierten en profesores sólo en el sentido parcial de buscar informar algo a alguien. No desean recibir cosa alguna de sus alumnos que no sean sus propios conceptos, lo menos dañados que sea posible en la trayectoria maestro-alumno y viceversa. Estos profesores son una especie de biblioteca que presta hechos, números y conceptos. Abandonan la difícil práctica del intercambio creativo de pensamiento y de este modo, al tiempo de que tal vez llenan las cabezas de sus alumnos con ideas y hechos interesantes y valiosos, les despojan sin embargo de la preciosa oportunidad de aprender a aprender, al menos hasta donde pueda alcanzar su capacidad. El maestro que ha renunciado al arte de aprender de sus discípulos debería también renunciar a la práctica de la enseñanza.
Alguno objetará que si el profesor realmente desea enriquecer su propio espíritu, podría encontrar mejores medios para hacerlo que escuchando a sus alumnos. Podría mejor dedicarse a la investigación original o a tratar con personas instruidas. Varias cosas deben decirse respecto a esta opinión. En primer lugar, el enriquecimiento que ahora consideramos es exclusivamente el que resulta provechoso a los alumnos. Es un mito de noción según el cual un hombre rico en conocimientos es necesariamente un maestro valioso. Con la actitud correcta y no grandes conocimientos, el maestro será la puerta de acceso a grandes lecciones para sus discípulos. Con vastos conocimientos pero con la actitud inadecuada, el maestro podrá no tener más valor que un libro, en lo que se refiere a la vida intelectual de sus discípulos, y tal vez menos.
En segundo lugar, un hombre no puede enriquecerse mediante el contacto con otros hombres, no importa lo instruidos que sean, ni mediante la investigación, a menos que posea la capacidad de receptividad creativa y ello no es algo que se pueda encender o apagar según se quiera. Es poco probable que un profesor no receptivo a los intereses de sus alumnos sea receptivo en otros aspectos. Podrá quedarse callado por más tiempo cuando hablan sus instruidos colegas que cuando sus alumnos lo hacen, pero es dudoso que escuche más en un caso que en otro.
En tercer lugar, el viejo principio de predicar con el ejemplo tiene aplicación todavía. La mayoría de los educadores convienen en que el alumno no debe ser conducido hasta la aceptación de ideas con el propósito de sacarlas a relucir cuando la ocasión oportuna se presente, sino más bien con recepción activa e imaginativa del conocimiento. ¿De qué mejor manera puede indicar el maestro lo que se quiere significar con este concepto si no es mostrándolo una y otra vez con su actitud a los alumnos?
Finalmente, en modo alguno es seguro que la investigación original y la conversación con individuos bien preparados sea para los maestros una fuente más fecunda para el enriquecimiento del pensamiento que la comunicación con los discípulos. La actitud de genuina receptividad hacia el pensamiento del otro presupone respeto para con él; si éste falta, la atención ofrecida no es sino algo rutinario y superficial. Es imposible que el intercambio creativo se establezca entre personas que no se respetan mutuamente. Tal vez, es esa barrera otra razón por la cual los profesores a veces no logran mantener abiertas sus mentes hacia sus alumnos, de modo que el incentivo necesario para la comunicación se establezca. Multitud de profesores se llenan de orgullo y complacencia cuando uno de sus alumnos hace una contribución a su pensamiento. Pero con demasiada frecuencia el profesor exhibe un aire protector hacia sus alumnos. En ocasiones tal actitud llega a los extremos de un desprecio casi brutal que le hace empeñarse en «revolcar» y avergonzar a los alumnos. No se refiere ello por supuesto a las intervenciones enérgicas que ponen al descubierto la holgazanería o interrumpen un razonamiento divagador y confuso, a cuyo infortunado autor probablemente se le impide así llevarlo hasta sus últimas consecuencias. A veces, la actitud protectora del maestro toma la forma de la hermosa compasión expresada por el profesor Palmer en su sugestivo ensayo El maestro ideal cuando confiesa: «En suma, carecía ya de capacidad subsidiaria, para rápidamente ponerme en el lugar del débil y cargar su peso. Debería estar en nosotros ver que todo aquello que decimos, en su inicio, a la mitad y en su final, esté provechosamente delineado de modo que aquéllos menos inteligentes e interesados que nosotros puedan tener a ello el más rápido acceso».
Una actitud protectora tiene que interferir inevitablemente con esa deseable relación entre maestro y discípulo de la que depende la eficacia del maestro como estímulo del pensamiento creativo. Es verdad, como el profesor Palmer ha dicho, que por el momento, el maestro asume la posición más fuerte. Es suya por tanto la responsabilidad de respetar a sus alumnos de tal modo que se sientan en libertad de pensar en su presencia y de afanarse por comunicarle sus ideas y no las suyas. Pero tampoco un simulacro de respeto es de utilidad alguna. Es más: cuando no se siente respeto alguno, es mejor que nada se muestre. Los jóvenes no son tontos, y añadir engaño a la ausencia de respeto es empeorar una situación ya de suyo mala.
Cómo construir un claustro académico inepto
Merced a que no puede existir verdadera intercomunicación en ausencia de tal respeto mutuo, que es condición indispensable en un espíritu abierto, resulta claro que, de entre todos aquellos que no debieran ser maestros, el egoísta ocupa el primer sitio. El egoísta no puede tener espíritu receptivo: es empujado a oír sólo aquello que le halaga y tiene que valorar ideas y personas en arreglo a que puedan asistirle en sus egoístas necesidades. Desgraciadamente, la vocación de enseñar es de tal naturaleza que si bien atrae a las personalidades más nobles y abnegadas, al mismo tiempo atrae a los egoístas. Pocas otras profesiones prometen recompensas tan jugosas a los centrados en sí mismos. Con oportunidad a tan alta encomienda, el egoísta tiene ocasión de exhibir su erudición y exhibirse a sí mismo ante numerosos jóvenes que, de acuerdo a las reglas del juego, deben al menos procurarle señales de respeto y buscar agradarle. Generalmente puede darse el gusto de ver publicada cualquier cosa que se le ocurra escribir, en especial si trabaja en una gran universidad. Además, debido a que la realización es singularmente difícil de juzgar en el terreno de la enseñanza, el egoísta cuenta con excelente oportunidad para deslumbrar a sus colegas. Habla resuelta y dramáticamente y alega sin cesar; esta técnica suele impresionar muchas veces. Tal como el rector Wallace B. Donham advirtió en otros aspectos, «la acción puede ser apreciada como la evidencia de la realización».
¡Qué difícil es saber si el maestro está cumpliendo con su alta misión de intercomunicación creativa con sus discípulos! «¿Qué índole de condiciones conformarán el tipo de cuerpo docente idóneo para dirigir una universidad exitosa? El riesgo reside en que es bastante fácil constituir un claustro académico perfectamente inepto un claustro de pedantes y estúpidos muy eficientes». Probablemente nadie es tan nocivo para la vida de una institución educativa como el egoísta. Está incapacitado para enseñar a otros porque ha cerrado su espíritu a aprender. Pero, además, sea cual fuere la amplitud de su influencia, habrá de perpetuar su propia mediocridad porque inevitablemente simpatizará con sujetos de inferior talento.
La concepción según la cual la enseñanza es decir, el producir saber en otros exige que el profesor asuma una actitud de receptividad imaginativa para con las ideas de sus alumnos, guarda relación con el muy debatido problema de si una misma persona puede ser al mismo tiempo buen maestro y buen investigador. El profesor Philip Cabot ha dicho: «Es un error suponer que el profesor y el investigador siempre, o siquiera comúnmente, están unidos en una misma persona. Las cualidades necesarias para tener éxito en estos dos terrenos son distintas y rara vez se encuentran en el mismo individuo».
Es un tema controvertido el de si en general es posible que los miembros del cuerpo académico universitario sean investigadores fecundos y maestros competentes. De cualquier manera, la misma actitud mental que distingue al buen profesor también es necesaria para la investigación significativa, a saber: la actitud de receptividad imaginativa y vivaz. Es posible que una razón para explicar por qué gran parte de nuestras investigaciones (de carácter social y económico principalmente) hayan sido un fracaso, esté esa razón en el hecho de que han sido llevadas a cabo por gente que carecía de tal receptividad. El profesor Henderson ha observado que «la observación, el estudio y la interpretación de lo que las personas dicen es, en cierto sentido, lo característico de las ciencias sociales». En las ciencias puras la importancia de ser receptivo al pensamiento creativo ajeno no es al menos tan aparente, pero su necesidad sin embargo persiste.
El profesor cuenta con un laboratorio en el salón de clase, en las entrevistas con los alumnos y en los trabajos escritos de éstos. En ese laboratorio encontrará claves que descubran nuevas hipótesis, y podrá ponerlas a prueba a fin de modificarlas, descartarlas o aceptarlas.
El profesor Melvin T. Copeland, destacado lo mismo por su actividad docente que por sus trabajos de investigación, recientemente ha proporcionado un ejemplo de lo anterior. Sostenía la opinión de que los alumnos que ingresaban a un curso determinado entendían el significado del concepto administración general, de uso común en los negocios, como algo distinto al concepto administración departamental. Varias cosas que los alumnos le decían al cabo de algunas reuniones individuales convocadas para tratar otros asuntos, le hicieron sospechar que dicho concepto podría implicar no obstante significados muy diversos para distintos alumnos, y que para otros podría no tener significado alguno. Habiendo detectado de esta manera un cierto número de claves que apuntaban en la misma dirección general, el profesor Copeland llevó a cabo la verificación de su antigua hipótesis. La falta de agudeza para advertir la significación de comentarios en apariencia irrelevantes vertidos durante las entrevistas, hubiera impedido este fortalecimiento especial de la comprensión entre el profesor y los alumnos.
Sin tiempo para sensiblerías ni palmaditas
Existe otra implicación de la teoría de la receptividad. Se ha discutido mucho acerca de la edad adecuada de retiro para el profesor. Si se trata de uno bueno le debemos suplicar que no se retire hasta que por el cansancio de la edad no pueda ya conducirse adecuadamente. Si un profesor es de espíritu verdaderamente receptivo habrá de ser cada vez mejor al paso de los años hasta el fin de sus días. Nunca será anticuado ya que está en incesante comunicación con el pensamiento de su tiempo. Nunca decaerá porque nunca ha permitido que sus facultades de pensamiento creativo se emboten por la falta de ejercicio.
La actitud mental del buen profesor exige un puente entre dos principios aceptados en la enseñanza. El primero de ellos consiste en que el profesor posea un espíritu imaginativo y creativo así como un depósito de conocimientos. Es mortal para un intelecto que se desarrolla, entrar en contacto con un espíritu repleto de información, al cual no puede darle vida por carecer de imaginación y entusiasmo. Merced a que en la práctica este principio es desgraciadamente perdido de vista, en teoría no puede ser puesto en tela de juicio. El segundo principio aceptado en la enseñanza establece que el alumno debe recrear imaginativamente las ideas y los hechos que le ha comunicado el profesor, si tales hechos e ideas han de tener algún sentido para él, y si en todo caso ha de ser verdaderamente educado.
Existiendo un maestro con una inteligencia vivamente creativa, ¿cómo podrá dirigir a sus discípulos hasta la realización personal de la interpretación creativa del conocimiento? La respuesta radica, en parte al menos, en la capacidad del profesor para escuchar a sus alumnos, no con el ánimo de elogiarlos, corregir sus errores y llenar los huecos de su ignorancia, sino más bien con la constante y auténtica expectativa de aprender algo. Una clase bien dirigida no es sin embargo aquélla en donde el profesor se sienta y permanece con los ojos bien abiertos distribuyendo gestos de respeto y aprobación, mientras sus alumnos pontifican, retóricamente, in crescendo, todo lo que es y no es. Es duro aprender, y hay mucho por aprender: no hay tiempo para perder en sensiblerías y palmaditas en la espalda. El maestro es el hombre de la reciedumbre, el centro a partir del cual fluye una corriente fresca y vivificadora de saber imaginativamente concebido.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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