Mucho se habla en nuestros días, desde diferentes enfoques, sobre la injusticia social y la dramática situación de miles de niños que viven o mejor dicho sobreviven y crecen si no es que se consumen en las calles de las grandes urbes de América Latina. Sin embargo, nos limitamos a justificar este fenómeno como consecuencia inevitable del «progreso» económico y político de los países en vías de desarrollo, y no como producto de nuestras decadentes estructuras familiares y socioeducativas. A todas horas del día y la noche, los pequeñitos están ahí, trabajando, mendigando o drogándose; pero, en realidad, pocos notan su presencia. Los hemos convertido en elementos naturales del paisaje urbano, parte constante de la composición de una esquina… otro desecho más sobre el asfalto. Huimos de ellos y evadimos su mirada como si temiéramos contagiarnos de su desgracia.
Un desgarrador tercer lugar
Si bien es cierto que hasta los países primer mundistas tampoco escapan de esta problemática social, México ocupa el nada honroso tercer lugar, a nivel latinoamericano, en incidencia de menores de la calle y en la calle (después de Brasil con 20,000 y de todo Centroamérica con una cantidad semejante). Se calcula que sólo en el Distrito Federal existen aproximadamente 14,000 niños callejeros y en la zona metropolitana de Guadalajara 2,000. Pero estas cifras son, como toda estadística, un número frío y carente de significado real que no revela cada una de las caritas tristes, los cuerpos vejados y desnutridos, ni las historias de vida que llevan a cuestionarse y a cuestionar a la sociedad en sus propios fundamentos.
Hoy día, gracias a la investigación y labores asistenciales desarrolladas en torno a esta población, sabemos bastante sobre este fenómeno. Son ampliamente conocidos los diversos mecanismos que originan que muchos pequeñitos tomen la «liberadora» decisión de dejar un hogar que los abandonó material y moralmente desde que tuvieron conciencia para intentar satisfacer sus necesidades de amor, atención y seguridad, y buscarlas paradójicamente en el lugar más frío y febril: la calle.
No intento aquí repasar etiología, características, perfiles o alternativas de manejo y tratamiento para ellos, sería más que redundante, y en este sentido el tema está agotado, más no los esfuerzos; lo que pretendo es hacer referencia a una figura importantísima, poco conocida, que lleva a cabo una labor educativa, orientadora y de apoyo con el niño callejero en medio de los múltiples factores antieducativos y marginantes que imperan en las metrópolis: el educador de la calle y su pedagogía callejera. Por supuesto no hablamos de un proceso escolarizado ni de un maestro de enseñanza formal; el educador de la calle actúa bajo circunstancias especiales y tiene una manera propia de ser y llevar a cabo el proceso de enseñanza-aprendizaje, enmarcado por una vocación especial y un gran amor-educativo hacia estos pequeños. En este caso, el salón de clases del niño callejero puede ser una estación de autobuses o ferrocarril, una plaza, esquina, escalera, alcantarilla, o el techo de una parada de camión; el contenido temático del programa: las mismas vivencias y experiencias de los chicos convertidas en ciencia; el material didáctico: un balón de fútbol, un ábaco de colillas de cigarro, un mapa de mugre en sus mejillas, un pizarrón de estrellas y concreto; su escuela: la calle; el maestro: un hermano-amigo que enseña, orienta y acompaña.
La calle y su dinámica autodestructiva
Esta figura aparece por primera vez en España, en los ochenta, como reacción ante el incremento de delincuencia juvenil y el deterioro de las estructuras familiares, en un intento por hacer contacto con menores y jóvenes no integrados a actividades escolares o productivas que pasaban la mayor parte del tiempo en las calles. Su campo de acción fueron preferentemente los barrios periféricos y suburbanos de las grandes ciudades, promovidos inicialmente por los ayuntamientos y asociaciones vecinales. Hoy día, y sobre todo en América Latina, esta figura reviste gran trascendencia si consideramos que el niño callejero pasa por un proceso previo antes de integrarse a la dinámica de un albergue donde existen otros niños ya prácticamente rescatados, desintoxicados y en vías de reintegrarse a una actividad escolarizada, productiva o incluso familiar.
El niño que ingresa a un sistema institucionalizado debe tener el pleno deseo de superarse y una firme convicción de abandonar permanentemente la calle y sus vicios; tarea nada fácil para el educador: este proceso puede prolongarse hasta uno o dos años, según las características y problemática particular de cada uno. El trabajo de la calle es arduo y constante, a raíz de que al niño callejero le es sumamente difícil pensar en la idea de abandonar su modus vivendi y sus formas de convivencia social; no tiene metas ni objetivos de vida y ve con previsible temor el enfrentarse a sí mismo y a un futuro incierto y amenazante. Él vive el hoy, se piensa y aparentemente se ve libre en la calle, pero al mismo tiempo se encuentra encadenado a ella y a su dinámica autodestructiva. Es tarea apremiante del educador convencerlo y sensibilizarlo a abandonar la calle y a optar por un futuro mejor que se le ofrece, como primer paso, en las instituciones asistenciales. Así, el educador y su pedagogía callejera no sólo se constituyen en pieza clave del trabajo institucional, también el trabajo de calle pues, desafortunadamente y por diversos factores, muchos de estos menores no son susceptibles de integrarse a los diversos albergues y, por tanto, éste es la única figura educativa y de apoyo que tienen y tendrán.
Temple, carisma y disponibilidad
Particularmente en la ciudad de Guadalajara, el educador de la calle ha sido bautizado con el nombre de Mairo, que en el caló del niño callejero significa «maestro» por considerarlo como una figura educativa de referencia, pero ante todo como un hermano-amigo que les brinda su cariño y apoyo de manera desinteresada. Éste podría caracterizarse por ser un educador nato, no necesariamente requiere ser especialista en las ciencias de la educación o la conducta; su sello principal es una fuerte vocación y carisma especial para trabajar con este tipo de personas que lo lleva a mantener un firme compromiso, sacrificando en muchas ocasiones su «bien estar» por el «bien ser» de los niños. La tarea de la calle es demandante e implica, en ocasiones, exponerse a los riesgos propios que se viven en el tipo de zonas y barrios donde realiza su actividad, a los malos tratos por parte de los cuerpos policíacos, a las riñas y la delincuencia; requiere temple, ecuanimidad y madurez emocional para manejar riesgos y salir bien librado, y proteger a los niños antes que a él mismo.
No cubre un horario específico de trabajo, su actividad educadora es atemporal, puede acompañar a los niños durante el día o al caer la tarde, pero sin duda su presencia es más productiva y preventiva en las noches, pues es cuando los niños dejan sus actividades (mendigar, hurtar, trabajar de cargadores, limpia-vidrios, maromeros, etcétera) y se reúnen en pequeños grupos donde se drogan, prostituyen, pelean entre sí o roban al transeúnte distraído. Es importante que el educador esté presente para evitar que esto suceda y canalice sus impulsos y energías a actividades educativas y recreativas dirigidas por él. Cuando sale a la calle, el educador necesita planear de manera tentativa las actividades y objetivos a cubrir en la jornada, sin embargo su realización dependerá del estado en que encuentre a los niños y de las necesidades del momento. Al llegar al punto de reunión, debe estar preparado para resolver cualquier situación conflictiva y mantenerse atento a los factores antieducativos que rodeen al menor para, entonces, realizar la actividad orientadora y educativa adaptándose a dichas circunstancias. Es común encontrar a los niños drogándose o en compañía de mayores de edad que los acechan para venderles estupefacientes, involucrarlos en actividades ilícitas, despojarlos de sus pertenencias o intentar prostituirlos; por ende, el educador requiere conducirse con cautela e intentar entablar buenas relaciones con dichas personas y alejar de inmediato a los pequeños. De igual manera, es importante relacionarse ampliamente con los mayores que rodean al niño y no constituyen una mala influencia llámese taxista, taquero, bolero, tendero, etcétera para involucrarlos en el proceso y pedir su cooperación en la medida de sus posibilidades.
A grandes rasgos, el educador de calle está dispuesto a jugarse la vida por los más pequeños. El compromiso de permanecer a su lado está sustentado en una especial vocación que constituye todo un estilo de vida. No lo mueve un salario o un puesto importante, sino la oportunidad de acompañar y compartir junto con el niño callejero la experiencia de crecer y el privilegio de darse y dar testimonio del amor educativo que le profesa. Esto sin duda da sentido a su vital labor, que logra romper con las barreras del temor y la desconfianza y crea nexos profundos de amistad, respeto y aceptación que son la pauta para que el niño comience a experimentar la sensación de ser alguien valioso e importante que merece todo, y mucho más, de lo que hasta ahora se le ha negado.
El abc de la pedagogía callejera
Grosso modo, y dada la diversidad de los ambientes en que actúa, podríamos enunciar brevemente algunos principios básicos que sustentan la acción orientadora del educador de la calle, quien ante todo parte de cualquier situación, por trivial que ésta sea, y convierte cada escena callejera en una experiencia educativa y formadora.
A) Presencia activa y amistad
El principio básico de la pedagogía callejera es orientar y educar a través de la amistad y el ejemplo en un proceso gradual, activo y estructurado, para llevar al niño a encontrarse consigo mismo y plantearse un proyecto alternativo de vida que lo transforme desde dentro. Cabe recordar que los niños aprenden más de lo que ven y viven, que de lo que escuchan; el ejemplo del educador se constituye para ellos en una orden silenciosa; éste no predica el bien, lo hace patente y palpable con hechos, ganándose el prestigio de figura de autoridad moral ante el niño. Su presencia constante y amistad sincera generan el sentimiento de confianza y aceptación necesarios para orientar y enseñar; sería imposible crear un ambiente verdaderamente educativo si existe demasiada distancia entre ambos. El educador procura estar al tanto de lo que le ocurre a cada uno y está presente en los momentos más difíciles.
Así, se establece una relación práctica de presencia activa donde todos aprenden de todos; a través del conocimiento, aceptación, cercanía, confianza y amistad con el educador, al niño se le va potenciando, poco a poco, el descubrimiento de sí mismo, a quererse, respetarse y perdonar a quienes lo han lastimado, encaminándolo en su proceso de crecimiento y madurez integral.
B) Juego
Las actividades lúdicas son un recurso educativo toral para el educador ya que una de las características predominantes en el niño callejero es el sentimiento de desconfianza hacia los adultos y a cualquier figura de autoridad, quienes a lo largo de su experiencia de vida lo han defraudado y lastimado profundamente. El educador debe demostrar que no pretende lastimarlo ni abusar de él, utilizando el juego como primera pauta de acercamiento para entablar la relación de confianza-amistad. Aunque por momentos lo olvidemos, el callejero es un niño como cualquiera y, como tal, el juego le es altamente motivante y atractivo; no es sólo una práctica inductiva: es el recurso pedagógico que más frutos da en los niños. Mediante un simple partido de fútbol, se les enseña a respetar normas, trabajar en equipo, luchar por un objetivo, y adquirir una serie de valores sociales y morales de manera práctica y viva. Cabe señalar que el educador prefiere organizar juegos que demanden un alto grado de desgaste y actividad física de parte de los niños que los dejará prácticamente agotados: ello genera una disminución en los efectos de la droga; al finalizar la partida, el niño intentará dormir en lugar de seguir drogándose o vagar por las calles.
Para que el juego sea verdaderamente formador, el educador propicia que los niños participen en la planeación del mismo, generen las reglas que habrán de observarse y sobre todo que sean respetadas por todos. Al finalizar, se realiza una autoevaluación de la forma como se desarrolló la actividad analizando los puntos positivos y negativos, reforzando los primeros y reflexionando sobre la inconveniencia de los segundos. Así mismo, el educador alienta a los pequeños a inventar e innovar otros juegos aprovechando e impulsando su potencial creativo con el fin de motivarlos a reflexionar que, así como existen diversas formas de realizar un mismo juego, también pueden inventar nuevas alternativas para vivir mejor.
C) Diálogo y reflexión
El proceso educativo-orientador de la pedagogía callejera no puede lograrse únicamente a través del juego, también es fundamental estimular a los niños a la reflexión y el análisis consciente de cada situación y experiencia que se vive a través del diálogo sencillo y práctico. Para ello, el educador debe conocer y aprovechar al máximo las características intelectuales del niño callejero y su muy peculiar forma de pensar y procesar información. Su perfil intelectual difiere por razones obvias de los niños que crecen en situaciones normales, mas no por ello es menos inteligente, al contrario, posee una gran capacidad para la toma de decisiones y la resolución de problemas en medio de circunstancias hostiles. Vivir en la calle implica experimentar diariamente situaciones altamente problemáticas y conflictivas que debe resolver para sobrevivir y defenderse; esto lo lleva a desarrollar en mayor grado su inteligencia práctica y lo convierte en un niño creativo, observador, sensible, astuto, perspicaz, inconforme y cuestionador.
Mediante el diálogo, el educador propicia la reflexión grupal o individual en torno a valores trascendentales tendientes a lograr progresivamente la toma de conciencia que forje en el niño callejero, un sentido crítico para expresar sus pensamientos y tomar mejores decisiones. Con su inteligencia es capaz de descubrir y comprender un error, buscar soluciones, aquilatar aciertos, descubrir por sí mismo los pasos a seguir y los peligros a evitar. Así, el convencimiento logrado libremente, el acuerdo dialogado, la decisión compartida son elementos fundamentales de esta pedagogía para hacer del niño un sujeto consciente y responsable de sus actos. El uso de su razón es el elemento principal para lograr la toma de conciencia de su situación en la calle y encontrar, así, el camino más adecuado para abandonarla y emprender su proceso de superación. Formar dicha actitud permite descubrir formas alternativas de vida en las que el niño tiene la posibilidad y libertad de forjar su destino; para ello se crea un ambiente que le permita expresar sus puntos de vista, aportar ideas y sugerir normas asegurando su derecho de expresarse, respetando sus ideas, sin olvidar cuestionarlos y orientarlos al respecto.
D) Respeto y libertad
Los niños callejeros poseen una serie de valores y actitudes que deben respetarse. El educador debe conocerlos, trabajarlos y encauzarlos para que sigan desarrollando aquellos valores que les son propios y que no obstaculicen su desarrollo. No se intenta transformar radicalmente al niño callejero ni hacer de él algo nuevo partiendo de cero, se trata de apoyarlo en su crecimiento con lo que ya tiene y es, brindándole la oportunidad de encontrarse a sí mismo, de convertirse en mejor persona y valorarse como tal. Posteriormente irá adquiriendo y aprehendiendo nuevos valores que integrará a su escala, pero antes es necesario impulsarle a introyectar aquellos que ya posee para que entonces pueda asimilar otros nuevos.
Así, se van creando las condiciones para que el niño decida y se responsabilice, para que comience a ser sujeto y protagonista de su propio crecimiento. Lograrlo no implica que el educador lo coaccione u obligue a ser o actuar de determinada forma, ni mucho menos que adopte una postura penalista y sobreprotectora, éste sólo se limita a orientarlo para que descubra por sí mismo los diferentes caminos que lo lleven a vivir mejor. Hacerlo así es respetar su libertad y propiciar su sentido de responsabilidad, de otra forma, se impedirá que el niño luche, se supere y, en cambio, adopte una postura de conformismo y mediocridad, subestimando sus capacidades como sujeto forjador de su vida.
Los niños de la calle, nuestros niños
Si bien se enunciaron algunos principios generales, para la pedagogía callejera no hay nada escrito; reviste diversos matices, utiliza infinidad de recursos y se va construyendo día a día. Sin duda, para quienes la adoptamos como estilo de vida, nos llena de satisfacción y coraje para seguir adelante; se convierte en un reto continuo que lleva a no claudicar en la tarea por difícil y desalentadora que parezca en momentos. Sin embargo, como toda tarea educativa, el trabajo de la calle conlleva un alto grado de responsabilidad y exige un compromiso firme y permanente. Se debe tener presente que cada día que pasa es trascendente para el niño y el educador habrá de aprovecharlo al máximo sin dejar pasar el momento de ayudarlo y orientarlo, por tanto, no puede improvisar y cometer errores cuando está ejerciendo la delicada labor de formar a una persona, máxime cuando es un pequeño carente de casi todo.
Finalmente, es necesario puntualizar que la pedagogía callejera no reviste matices de caridad o beneficencia, y el educador de la calle no posee una vocación disfrazada de salvador o rescatador. Ésta tiene su origen y fin en los principios y objetivos generales de la educación, entendiéndola como el perfeccionamiento de las capacidades humanas sin distinción y para todos, utilizando recursos y metodologías específicas que se adecuen a las características de desarrollo de los educandos a quienes se dirige. Esta pedagogía participa de los mismos fines y métodos propios de las ciencias de la educación ajustados a las peculiaridades y perfil de desarrollo del niño callejero. Es improbable esperar que, en un principio, acuda a una escuela para ser educado; los educadores han de dirigirse a ellos primero y comenzar el proceso educativo ahí, en la calle, en su ambiente, para posteriormente integrarlos a alguna actividad escolarizada o semiescolarizada. El niño sigue siendo sujeto de derechos, y esta pedagogía es una modalidad educativa abierta, no escolarizada, dirigida precisamente a hacer que ejerza en plenitud este derecho.
No se intenta cambiar radicalmente la personalidad del niño por completo ni transformarlo en lo que el educador quiera. Se trata de orientarle y brindarle los elementos necesarios para que descubra por sí mismo nuevas opciones de vida que lo lleven a la toma de decisiones informadas y responsables que lo hagan verdaderamente libre, acercándolo poco a poco a donde debe llegar.
No se puede negar la educabilidad de estos menores y su derecho a recibir instrucción y formación. Sin importar si son o no propiedad exclusiva de la calle, primeramente son nuestros y debemos educadores y sociedad asumir dicha responsabilidad; si lo ignoramos seguiremos perdiendo con ellos trozos enteros de existencia. Mucho de lo que hagamos puede esperar, el niño callejero no. Él está aquí y ahora, creciendo, viviendo y forjando su inteligencia y su corazón. No se le puede responder después. Él llama hoy, tal vez mañana sea demasiado tarde.