Un cierto elogio de la continuidad
Los cambios tienen buena prensa y prácticamente se asimilan a innovación, creatividad y avance; si el cambio es de gran discontinuidad, y es algo que se dice revolucionario, entonces nadie se atreve ni a valorarlo… se acepta porque sí. Y, sin embargo, el cambio con frecuencia no es más que un bandazo, un espasmo, un soltar compromisos o una nueva palabra para nombrar algo ya antiguo y comprobado. Ciertamente si lo opuesto al cambio es el mantenerse igual, el impedir el movimiento, el bloqueo, se entiende bien que el cambio esté de moda; porque ciertamente la vida es movimiento y la manera de vivir es hacer y pensar y, por lo tanto, avanzar.
Ahora bien, lo importante en sí no es el hecho de cambiar; no siempre es buena la ruptura ni se avanza más deprisa corriendo. Es la continuidad, en lo que supone de tenacidad y de esfuerzo permanente, la que puede llegar a producir los resultados más interesantes; y si fuese por osadía, con frecuencia exige mayores dosis de ella el mantenerse en una determinada línea que el ir saltando y, por qué no decirlo, improvisando.
Muchas cosas serias de la vida, como la formación personal, la creación de una familia o el despliegue de una carrera profesional, exigen una cierta maduración, una determinada solera, un precipitado que demanda su cadencia y su tiempo oportuno. Incluso en el mundo empresarial, que en los últimos decenios es equivalente a vanguardia y mascarón de proa, se empieza a considerar que la lealtad de los clientes, empleados e inversionistas es uno de los principales motores del éxito de las mejores empresas, y que construir lealtades exige coherencia y continuidad en los comportamientos. La dirección por resultados trimestrales, la optimización al día, la gestión por modas, se compadecen poco y mal con la satisfacción de los clientes, la calidad del servicio, la fidelidad de los empleados y los vínculos duraderos con unos propietarios responsables.
Ciertamente es divertido el juego rápido, el espectáculo conceptual, el plante y desenfado en la acción; el problema, después, es la resaca… como en las fiestas trepidantes y las noches de vino y rosas. Hacer empresa y crear riqueza exige un poquito de calma; otra cosa, desde luego, es crear ganancias.
Cuando en el entorno en el que se vive todo es visión a corto y presentación de grandes éxitos a cada momento, es difícil sustraerse. Véase si no el problema de muchos fondos de pensiones que tienen el dinero de los inversionistas para 10, 20, 30 años y que, sin embargo, tienen que saltar y hacer operaciones frecuentísimas; o los presidentes de bancos que chupan cámara y páginas cada día para ser alguien, cuando el negocio bancario suele ser fundamentalmente gestión honesta, aburrida y de oficio; o los ejecutivos y políticos que juegan cada día todos los juegos, que provocan la noticia aunque no exista, y para ello hacen cosas, no importa para qué sean ni hacia dónde lleven, dado que el objetivo es no resultar aburridos, mostrar un perfil elevado y ser, en definitiva, protagonistas.
Ahora bien, la iniciativa personal, la definición del negocio e implantación de las ideas exigen preparación y ajustes; cuando se anuncian pueden verse como cambios, pero suelen venir de lejos. Quizás por eso una de las capacidades más relevantes de las personas pueda ser el sentido del plazo; eso explicaría la petición del justo de la Biblia: «ayúdame a calcular los años de mi vida y así tener un corazón sensato», que no parece ser sólo una frase timorata.
Tener visión de la jugada completa, con su despliegue temporal, es cualquier cosa menos inmovilismo; es más bien conocer los ritmos y conexiones íntimas del pasado, presente y futuro. De hecho, con bastante frecuencia, para lograr romper los inmovilismos estructurales (léase el de las administraciones públicas, el de los organismos internacionales o el de algunas organizaciones religiosas) lo más preciso es la continuidad en el esfuerzo renovador, en las inyecciones de vitalidad, sin caer en las movidas espectaculares cuya furia no aguanta más que unos pocos meses para caer después en un marasmo superior con desmotivación acrecentada.
El sentido del tiempo
En los muros de la Universidad de Alcalá, universidad española del siglo XVI, su fundador Francisco de Cisneros hizo grabar en piedra el emblema: «Al futuro, con el pasado». Quizás alguien pueda percibir que así al futuro se le lastra demasiado, pero al menos habrá de reconocer que el autor tuvo la iniciativa de crear una universidad que es, casi siempre, una aventura para varios siglos (por lo tanto el lanzamiento de una idea atrevida y básicamente alegre, de gran futuro).
A muchas personas se les olvida con frecuencia por qué hicieron las cosas; y sin darse cuenta uno mismo empieza a ignorar por qué quisiste a tu cónyuge, por qué quieres a tus hijos, por qué se trabaja en una empresa, por qué llevas el ritmo que llevas, etcétera. Entonces se desarrolla la sensación de que hay que cambiar; y el pasado, y también el presente, te enfadan y te aburren. En la práctica muchas de las insatisfacciones personales se deben a que uno se durmió y no tuvo en cuenta que todas las realidades hay que traducirlas a las nuevas circunstancias, actualizar los objetivos, tener una visión generacional de la vida (llenando así de contenidos diferentes nuestras acciones a los 20, 40, 60 u 80 años), dado que la propia persona, que es uno mismo, y las circunstancias donde se está son algo vivo, y que el cambio no hay que provocarlo sino que es inevitable. Piénsese en el matrimonio, cuyo objeto no es más que hacer mejores y más felices a los casados; pero casi siempre se olvida y uno comienza a pensar por qué se casó con aquel ser, de temperamento y gustos tan extraños.
Olvidarse del pasado puede ser un error grave. En este sentido resulta llamativa la posición del doctor Viktor Frankl, psiquiatra vienés, que defiende que lo importante es el pasado, pues el futuro no existe. Para él «el río del tiempo no sólo erosiona sino que también acumula; en el pasado se sedimenta lo que fue. Nada de lo que fue puede dejar de haber sido, nada de lo creado o producido se puede erradicar del mundo. Nada se ha perdido irremediablemente en el pasado: todo está guardado imperecederamente en él. Vivimos en un perpetuo aluvión». Lo que importa no es tanto el futuro como lo que se va haciendo cada vez realidad; vivir es como ir desenrollando una alfombra… al final no es que todo sea efímero sino que la alfombra se ha desplegado. El autor utiliza también otra imagen, indicando que lo importante no son las cosechas prometedoras sino los graneros colmados; por eso «sólo hay un peligro mortal en nuestra vida: el peligro de no haber vivido por algo o por alguien».
La posición de Frankl parece profundamente optimista y nada pasiva, porque lo fundamental es seguir llenando la vida hasta el último día con la certeza de que nada se desperdicia. El pasado es lo conseguido y, desde luego, desde esa base bien se puede intentar mirar al futuro.
Por otra parte, el filósofo Julián Marías sostiene que el hombre es un ser futurizo, una realidad proyectiva, argumental, dramática y que su vida no es una cosa sino un hacer. «La vida personal ¾ dice¾ consiste en una distensión temporal; el hombre, cuando se da cuenta de sí mismo, se encuentra viviendo desde su nacimiento, es decir, con un pasado a su espalda. Pero a la vez, la persona está proyectada hacia el futuro, es anticipación, proyección hacia algo, que no solamente carece de realidad, sino que acaso no la tendrá nunca, por la inseguridad que le pertenece». Es por esto que «la persona, por su irrealidad, inseguridad y contingencia es lo más vulnerable, pero con un núcleo invulnerable: no se puede decir de ella , porque , , sin límite conocido. Consiste en innovación, siempre puede rectificar, arrepentirse, volver a empezar, en suma, renacer».
También la posición de Marías es optimista y activa, pues la persona está abierta, tiene que hacerse, ha de vivir y para ello es necesario tener proyectos y atreverse con el futuro.
Parece claro que lo que importa es la vida entera, todo el tiempo, lo realizado y lo pendiente. Ciertamente el éxito del pasado no asegura el éxito futuro, como tampoco el fracaso del pasado implica la falta de éxito en el futuro; con continuidades y discontinuidades, ritmos lentos y rápidos, lo que importa es lo que se consigue, lo que se convierte en realidad y, así mismo, la ilusión de continuar. La «visión», ahora tan de moda en el mundo del management, es ese entrelazamiento del tiempo pasado, presente y futuro que permite ver la «alfombra» entera (lo desplegado y lo que todavía falta;en términos empresariales supondría ver la empresa como en una película, con episodios diferentes, pero dentro de un argumento.
Tanto el pasado como el futuro se hacen por medio del presente, a través del día a día. Y esto es lo que importa, cuidando siempre de no perder la perspectiva. Es frecuente olvidar los hitos, lo generacional, y uno se puede encontrar, entonces, en una empresa que no es lícita, en una familia que no es la propia, buscando dinero y poder que no se necesitan, con una agenda de trabajo que no satisface… por eso, esté o no de moda, debemos planificar, elegir el futuro y, en definitiva, centrarse en lo que importa; por eso hay que recordar automáticamente los fines, para que no cambien sin tomar conciencia de ello. Alguien decía «todos seremos mayores algún día y por eso sería bueno saber lo que queremos».
Existen momentos en los que predomina una fuerte obsesión por la actualidad, y ahora la cultura parece moverse en este ambiente; ahora bien, sin necesidad de que el pasado frene y sin caer en futurologías, puede que sea preciso un esfuerzo por contemplar todo el plazo, de ir por delante del día a día rabioso, de contar con la experiencia, percibir el rastro y ver por dónde continúa. Para poder ver todo el plazo y realizar el despliegue de objetivos, políticas y actuaciones es preciso disponer de una misión, pues es ésta la que ofrece el sentido de la marcha.
Un mapa propio para ejercer la libertad
Si no se sabe lo que se quiere es bastante difícil acertar. Ciertamente ir por vientos y sin rumbo da la satisfacción de poder ir a cualquier sitio. Un breve diálogo de Alicia con el gato lo indica:
-¿Quiere indicarme, por favor, el camino que debo seguir desde aquí?, dijo Alicia.
– Eso depende mucho del sitio a donde quieras ir, repuso el gato.
-Al sitio que sea, contestó Alicia. El sitio me importa poco.
-Entonces tampoco importa el camino que sigas, sentenció el gato.
-Con tal de llegar a algún sitio…, añadió Alicia por toda explicación.
También, y en vez de pensar, es posible dejarse llevar por la moda; es decir, dejarse imponer algo sin saber por qué. Los resultados suelen ser funestos para las empresas y, quizás, un poco también para las personas. La gran ventaja de nuestro mundo es que se ha ampliado enormemente la posibilidad de elegir; hay más ámbitos de libertad, no sólo política, sino también social, profesional, de residencia, ritmo de vida y creencias. La vida es cada vez más abierta, lo que a algunos les puede producir susto o ansiedad pero, lógicamente, permite a más personas buscar lo más adecuado para ellas, con sus trayectorias individuales y los matices y tonalidades que resultan tan decisivas para ponerle sabores a la vida. Ahora bien, la libertad exige elegir; hay que escoger, decidir y, en definitiva, jugársela. Por eso la vida resulta ser un juego tan responsable o tan irresponsable. Si eliges mal, te equivocas; pero si no eliges no llegas a ningún sitio y, por lo tanto, puede que no merezca la pena. Quizás hoy ante la complejidad de los asuntos, ante el asalto de tantas noticias lo que apetece es no definirse, dejarlo correr… pero eso es ya una decisión y supone elegir la falta de rumbo.
En el mundo empresarial existe una ventaja, dura pero interesante, que es la permanente interpelación del mercado: el cliente necesita algo, con unas calidades y precios… y hay que responderle. El gran problema de los organismos monopolísticos (públicos y privados) es que las preguntas de los clientes no llegan y, sobre todo, no es preciso contestarlas; por eso acaban en estado de dormición y, en definitiva, abusando de su situación. Por utilizar otro ejemplo, el problema de las organizaciones sin fines lucrativos cuando ya no saben qué hacer dado que tienen mucho por hacer y todo es perentorio, a la vez y para siempre; para ellas no hay calidades ni precios específicos demandados, por eso es preciso concretarlos desde el propio punto de vista de la oferta, lo que se quiere y se puede ofrecer.
Para el caso de los organismos monopolísticos la solución es romper el monopolio, como única manera de que se dé el juego de la oferta y la demanda. En el caso de las instituciones sin fines lucrativos la solución pasa por definir claramente la misión en términos de «libro de servicios a prestar, calidades y costes», de ahí que los instrumentos de medición económico-financieros lleguen a tener incluso mayor relevancia que en las entidades mercantiles. En el mundo empresarial la respuesta pasa siempre por la gama de bienes y servicios y la política de precios, pues de ahí se desencadena la cascada de beneficios o pérdidas y, en definitiva, la supervivencia del proyecto.
¿Y en el mundo personal? Claramente la vida realiza preguntas; en cada edad y circunstancia interpela: la vía puede ser el trabajo, las otras personas, la salud, el azar, las inquietudes íntimas, etcétera. Y resulta forzoso contestar. Lo más grave es cuando no se perciben las preguntas, sea por el ruido o por un cerebro mal dispuesto; otras veces se entienden mal; pero lo más frecuente es que… tanto la pregunta como la respuesta resulten difíciles en sí mismas, complejas, asustantes. El hombre es un ser anfibio, según C.S. Lewis, (a la vez corpóreo y espiritual) y la vida le presenta muchas aristas… y no es nada fácil responder e incluso a veces ni es posible (como acontece ante situaciones sin vuelta atrás, sea por hechos ya sin remedio o por enfermedades incurables).
El disponer de una visión, implícita o explícitamente formulada, es la manera más segura de poder oír las preguntas y de llegar a entenderlas; equivale a tener sintonizada una emisora, en vez de estar corriendo por la banda escuchando voces, música y ruidos entrecortados. Para oír algo hay que fijarse en algún punto y, por lo tanto, abandonar los demás. Elegir es decir sí a esto, pero también supone decir no aquello; y es duro cerrar puertas; el ser humano suele ser algo limitado, y si no dice varios noes, sus síes serán imperceptibles. Elegir es algo fuerte y desde luego, exige valentía y un poco de orientación.
Para tener orientación lo aconsejable es disponer de un plan de vuelo; ello supone identificar quién se es (viendo la configuración personal: salud, temperamento, capacidad de pensar, medios disponibles, calidad de las ilusiones, capacidades de realización, etcétera.) y a dónde se quiere ir (cuánto deberíamos apostar, los momentos para actuar, el detalle de los caminos, la finalidad del proceso), es decir, el detalle del plan de negocio personal, explicitando sobre todo la situación que se pretende alcanzar y algo menos los caminos a seguir.
Sin una clara definición personal es difícil entender lo que hay que hacer y cómo es preciso vivir. El problema más frecuente es la infradefinición del plan de vuelo; esto a nivel empresarial se suele poner de manifiesto por la dedicación de mucha atención a la cuenta de explotación (es decir, a las operaciones, al presente) y con un cierto olvido del balance (el modelo de supervivencia;a nivel personal se manifiesta por el vivir al día, lleno de preocupaciones y de cosas, con una agenda rebosante y el descuido de los proyectos de construcción. Por utilizar una imagen más, quizás podría servir la propuesta de un jefe del servicio de información de un país para poder distinguir el tipo de político con el que se va a tratar: «Cuando entro en el despacho de un personaje importante de nuestro tiempo, lo primero que miro son las paredes. Si hay cuadros, es probable que la persona en cuestión sea poco interesante; si, por el contrario, encuentro mapas, hay que tomarle en serio, porque es capaz de pensar desde el punto de vista geoestratégico». Sin un plan de vuelo lo más probable es que la vida lleve a ningún lugar.
La sabiduría personal quizás consista en trazar un mapa y concentrar los esfuerzos en unos pocos asuntos que merezcan la pena. De hecho, los buenos empresarios suelen ser los que no se dispersan y se centran en los negocios buenos; para ello les resulta imprescindible distinguir pronto los buenos de los malos, los que son negocio ya y los que son potencialidades y, desde luego, reconocer los que son y van a seguir siendo asuntos mediocres y de pura subsistencia. ¿Qué hacer si el negocio propio no da para mucho y no existe otro posible? pues, al menos, saberlo, aceptarlo y tratar de pasarlo bien.
También a nivel personal es necesario centrarse en muy pocos asuntos; sólo en cuatro o cinco que realmente sean atrayentes. Cada individuo es su propio empresario o, si se prefiere, es un autónomo que tiende a jugársela; la clave es encontrar proyectos de cierta calidad que vayan bien a la persona específica, sin amargarse por todo aquello que «debería» conseguirse, más bien, gozando con la actuación emprendida y para la que se sirve.
Lo que importa es realizar la propia misión y salir por el foro, sin ensalzamientos, pero también sin complejos ni agobios. En este sentido podría ser bueno recordar, para evitarlos, excesos confesionales que existieron en otras épocas, y también tomar nota de los excesos sociales que hoy en día entristecen a tantas personas, transmitiéndoles sentimientos de culpabilidad y, lo que es peor, desarrollándoles actitudes de odio a los que no son como los fanáticos sociales y políticos dicen que hay que ser.