¿Para qué existe el arte? ¿A quién le hace falta? Cuestiones que se plantea no sólo el artista, sino también cualquier persona que recibe o «consume» el arte, como se suele decir con una palabra que desgraciadamente desenmascara con crueldad la relación arte-público en el siglo XX.
A cualquiera, pues, le afecta esta cuestión y cualquiera que tenga que ver con el arte intenta darle una respuesta. En cualquier caso, para mí no hay duda de que el objetivo de cualquier arte que no quiera ser «consumido» como una mercancía consiste en explicar por sí mismo y a su entorno el sentido de la vida y la existencia humana. Es decir: explicarle al hombre cuál es el motivo y el objetivo de su existencia en nuestro planeta. O quizá no explicárselo, sino tan sólo enfrentarlo a este interrogante.
Comencemos por lo más general. La función indiscutible del arte, en mi opinión, está enlazada con la idea del conocimiento, de aquella forma de afecto que se expresa como conmoción, como catarsis. Desde el momento en que Eva comió la manzana del árbol de la ciencia, la humanidad está condenada a buscar perennemente la verdad.
«Ganarás el pan con el sudor de tu frente»… Así apareció el hombre, «cima de la creación», sobre la tierra y se hizo dueño de ella. El camino que recorrió entonces se suele denominar evolución. Un camino que a la vez es el tormentoso proceso de autoconocimiento del hombre.
En cierto sentido, el ser humano va conociendo de forma siempre nueva la naturaleza de la vida y de su propio ser, sus posibilidades y objetivos. Por supuesto que para ello se sirve también de la suma de los conocimientos humanos ya existentes. Pero aun así el autoconocimiento ético-moral sigue siendo la experiencia clave de cada persona, una experiencia que tiene que hacer siempre de nuevo él solo. Una y otra vez, el hombre se pone en relación con el mundo, movido por el atormentador deseo de apropiarse de él, de ponerlo en consonancia con ése su ideal que ha conocido de forma intuitiva. El carácter utópico, irrealizable, de este deseo es fuente perenne de descontento del hombre y de sufrimiento por la insuficiencia del propio yo.
Desencadenar el espíritu
El arte y la ciencia son, pues, formas de apropiarse del mundo, formas de conocimiento del hombre en camino hacia la «verdad absoluta».
Pero ahí terminan los puntos que tienen en común esas dos expresiones del espíritu humano creador, insistiendo en que ese espíritu creador tiene que ver no sólo con descubrir, sino efectivamente con crear. Aquí, en este momento, lo que interesa es la diferencia radical entre la forma científica y la forma estética de conocer.
En el arte, el hombre se apropia de la realidad por su vivencia subjetiva. En la ciencia, el conocer humano sigue los peldaños de una escalera sin fin, en la que siempre hay conocimientos nuevos sobre el mundo que sustituyen a los antiguos. Es, pues, un camino gradual con ideas que se van sustituyendo unas a otras en secuencia lógica por los conocimientos objetivos más detallados.
Por el contrario, el conocimiento y el descubrimiento artísticos surgen cada vez como una imagen nueva y única del mundo, como un jeroglífico de la verdad absoluta. Se presentan como una revelación, como un deseo del artista, un deseo apasionado que refulge repentinamente, un deseo de acogida intuitiva de todas las leyes del mundo, de su belleza y su fealdad, de su humanidad y su crueldad, de su ser limitado y de sus límites. Todo esto, el artista lo reproduce en la creación de una imagen que de forma independiente recoge lo absoluto. Con ayuda de ella se fija la vivencia de lo interminable y se expresa por medio de la limitación: lo espiritual, por lo material, lo infinito, por lo finito. Se podría decir que el arte es símbolo de este mundo, unido a esta verdad absoluta, espiritual, escondida para nosotros por la práctica positivista y pragmática.
Si una persona quiere adherirse a un sistema científico determinado, tiene que activar su pensamiento lógico, tiene que dominar un determinado sistema de formación y tiene que saber entender. El arte se dirige a todos, con la esperanza de despertar una impresión, que ante todo sea sentida, de desencadenar una conmoción emocional y que sea aceptada. No quiere proponer inexorables argumentos racionales a las personas, sino transmitirles una energía espiritual. Y en vez de una base de formación, también en sentido positivista, lo que exige es una experiencia espiritual.
El arte surge y se desarrolla ahí donde hay esa ansia eterna, incansable, de lo espiritual, de un ideal que hace que las personas se congreguen en torno al arte. El arte moderno ha entrado por un camino errado, porque en nombre de la mera autoafirmación ha abjurado de la búsqueda del sentido de la vida. Así, la llamada tarea creadora se convierte en una rara actividad de excéntricos, que buscan tan sólo la justificación del valor singular de su egocéntrica actividad. Pero en el arte no se confirma la individualidad, sino que ésta sirve a otra idea más general y más elevada. El artista es un vasallo que tiene que pagar los diezmos por el don que le ha sido concedido casi como un milagro. Pero el hombre moderno no quiere sacrificarse, a pesar de que la verdadera individualidad sólo se alcanza por medio del sacrificio. Nos estamos olvidando de ello y así perderemos también la sensibilidad para nuestra determinación como hombres.
Jeroglíficos de verdad
Si hablamos de inclinarse hacia la belleza, de que la meta del arte, surgido por el ansia de lo ideal, es precisamente ese ideal, no quiero decir con ello que el arte deba evitar el «polvo» de lo terreno. Todo lo contrario: la imagen artística es siempre un símbolo, que sustituye una cosa por la otra, lo mayor por lo menor. Para poder informar de lo vivo, el artista presenta lo muerto, para poder hablar de lo infinito, el artista presenta lo finito. Lo infinito no es materializable, tan sólo se puede crear una ilusión, una imagen.
Lo terrible está encerrado en lo bello, lo mismo que lo bello en lo terrible. La vida está involucrada en esa contradicción, grandiosa hasta llegar a lo absurdo, una contradicción que en el arte aparece como una unidad armoniosa y dramática a la vez. La imagen posibilita percibir esa unidad, en la que todo se halla contiguo al resto, todo fluye y penetra en lo demás. Se puede hablar de la idea de una imagen, expresar su esencia con palabras. Es posible verbalizar, formular un pensamiento, pero esta descripción nunca le hará justicia. Una imagen se puede crear y sentir, aceptar o rechazar, pero no se puede expresar con palabras, ni siquiera se puede describir. Pero el arte proporciona esa posibilidad, hace que lo infinito sea perceptible. A lo absoluto sólo se accede por la fe y por la actividad creadora. Las condiciones imprescindibles para la lucha del artista hasta llegar a su propio arte son la fe en sí mismo, la disposición de servir y la falta de compromisos externos.
La creación artística exige del artista una verdadera «entrega de sí mismo», en el sentido más trágico de la palabra. Si el arte trabaja con los jeroglíficos de la verdad absoluta, cada uno de éstos es una imagen del mundo, incluido de una vez para siempre en la obra de arte. Y si el conocimiento científico y frío de la realidad es como un ir avanzando por los peldaños de una escalera sin fin, el conocer artístico recuerda un sistema infinito de esferas interiormente perfectas, cerradas en sí mismas. Las esferas pueden complementarse o contradecirse mutuamente, pero en ningún caso pueden sustituir a otra. Todo lo contrario: se enriquecen mutuamente y forman en su totalidad una esfera especial, más general, que crece hasta el infinito. Estas revelaciones poéticas, de validez eterna, con fundamento en sí mismas, dan testimonio de que el hombre es capaz de conocer y de expresar de quién es imagen.
Además el arte tiene una función profundamente comunicativa, puesto que la comunicación interpersonal es uno de los aspectos fundamentales de la meta creativa. A diferencia de la ciencia, la obra de arte tampoco persigue un fin práctico de importancia material. El arte es un metalenguaje, con cuya ayuda las personas intentan avanzar la una en dirección a la otra, estableciendo comunicaciones sobre sí mismas y adoptando experiencias ajenas. Pero tampoco esto se hace por una ventaja práctica, sino por la idea del amor, cuyo sentido se da en una capacidad de sacrificio enteramente contrapuesta al pragmatismo. Sencillamente, no puedo creer que un artista esté en condiciones de crear sólo por motivos de «autorrealización». La autorrealización sin la mutua comprensión carece de sentido. La autorrealización en nombre de una unión espiritual con los demás es algo atormentador, que no aporta ningún provecho y que en definitiva exige grandes sacrificios de uno mismo.
Mutilar almas
Pero quizá la intuición aproxime el arte y la ciencia, estas dos formas de apropiación de la realidad a primera vista contradictorias. Es indudable que la intuición en ambos casos juega un papel importante, aunque naturalmente sea algo más propio dentro de la creación poética que dentro de la ciencia.
También el concepto de comprender designa en cada esfera algo totalmente distinto. El comprender en sentido científico significa estar de acuerdo a nivel lógico, de la razón; es un acto intelectual, emparentado con la demostración de un teorema. El comprender una imagen artística significa, por el contrario, recibir la belleza del arte a un nivel emocional, en algunos casos incluso «supra»-emocional.
Cuando un artista crea su imagen, está asimismo superando su pensamiento, que es nada en comparación con la imagen del mundo captada emocionalmente, imagen que para él es una revelación. Pues el pensamiento es efímero, la imagen, absoluta. Por eso se puede hablar de un paralelismo entre la impresión que recibe una persona espiritualmente sensible y una experiencia exclusivamente religiosa. El arte incide sobre todo en el alma de la persona y conforma su estructura espiritual.
El poeta es una persona con la fuerza imaginativa y la psicología de un niño. Su impresión del mundo es inmediata, por mucho que se mueva por las grandes ideas del universo. Es decir, no «describe» el mundo, el mundo es suyo.
Condición imprescindible para la recepción de una obra de arte es el estar dispuesto y ser capaz de tener confianza, fe, en un artista. Pero en ocasiones resulta difícil superar el grado de incomprensión que nos separa de una imagen poética perceptible exclusivamente por el sentimiento. Lo mismo en el caso de la fe verdadera de Dios, también esta fe presupone una actitud interior especial, un potencial específico, puro, espiritual.
Lo bello queda oculto a los ojos de aquellos que no buscan la verdad. Precisamente el vacío interior de quien percibe el arte y lo juzga sin estar dispuesto a reflexionar sobre el sentido y la finalidad de la existencia de éste, ese vacío seduce más de la cuenta y lleva a una fórmula vulgar y simplista, al «¡no gusta!» o «¡no interesa!». Un argumento fuerte, pero es el argumento de quien ha nacido ciego e intenta describir un arco iris. Queda absolutamente sordo al padecimiento que sufre un artista para comunicar a los demás la verdad que experimenta en ello.
Pero, ¿qué es la verdad?
Una de las características más tristes de nuestro tiempo es, en mi opinión, el hecho de que hoy en día una persona común queda definitivamente separada de todo aquello que hace referencia a una reflexión sobre lo bello y lo eterno. La moderna cultura de masas una civilización de prótesis, pensada para el «consumidor», mutila las almas, cierra al hombre cada vez más el camino hacia las cuestiones fundamentales de su existencia, hacia el tomar conciencia de su propia identidad como ser espiritual. Pero el artista no puede, no debe permanecer sordo ante la llamada creadora. Sólo así obtiene la capacidad de transmitir su fe también a otros. Un artista sin esa fe es como un pintor que hubiera nacido ciego.
Conmover la intimidad más profunda
Sería falso decir que un artista «busca» su tema. El tema se va madurando en él como un fruto y le impulsa hacia la configuración. Es como un parto. El poeta nada tiene de lo que pudiera estar orgulloso. No es dueño de la situación, sino su vasallo: la creatividad es para él la única forma de vida posible, y cada una de sus obras supone un acto al que no se puede negar libremente. La sensibilidad para la necesidad de ciertos pasos lógicos y para las leyes que los rigen sólo aparece cuando existe la fe en un ideal; sólo la fe apoya el sistema de las imágenes (o, lo que es lo mismo, el sistema de la vida).
El sentido de la verdad religiosa se da en la esperanza. La filosofía busca la verdad determinando los límites de la razón humana, el sentido del actuar y de la vida humanas (y esto es válido incluso en el caso del filósofo que llega a la conclusión de que el actuar y la existencia humanas carecen de sentido).
Al contrario de lo que se suele suponer, la determinación funcional del arte no se da en despertar pensamientos, transmitir ideas o servir de ejemplo. La finalidad del arte consiste más bien en preparar al hombre para la muerte, conmoverle en su interioridad más profunda.
Cuando el hombre se topa con una obra maestra, comienza a escuchar dentro de sí la voz que también inspiró al artista. En contacto con una obra de arte así, el observador experimenta una conmoción profunda, purificadora. En aquella tensión específica que surge entre una obra maestra de arte y quien la contempla, las personas toman conciencia de los mejores aspectos de su ser, que ahora exigen liberarse. Nos reconocemos y descubrimos a nosotros mismos: en ese momento, en la inagotabilidad de nuestros propios sentimientos.
Una obra maestra es un juicio en su validez absoluta perfecto y pleno sobre la realidad, cuyo valor se mide por la medida en que consigue expresar la individualidad humana en relación con lo espiritual.
¡Qué difícil es hablar de una gran obra! Sin duda, además de un sentimiento muy general de armonía, existen otros criterios claros que nos permiten descubrir una obra maestra dentro de la masa de otras obras. Además, el valor de una obra maestra es relativo, en relación con el que lo recibe. Normalmente se cree que la importancia de una obra de arte se puede medir por la reacción de las personas frente a esa obra, por la relación que resulta entre ella y la sociedad. En términos generales, esto es cierto. Pero lo paradójico es que la obra de arte, en ese caso, depende totalmente de quienes la reciben, de que esa persona sea capaz o incapaz de descubrir, de percibir lo que une la obra con el mundo en su totalidad y con una individualidad humana dada, que es el resultado de sus propias relaciones con la realidad.
Goethe tiene toda la razón cuando dice que es tan difícil leer un buen libro como escribirlo. No puede existir una pretensión de objetividad del propio juicio, de la propia opinión. Cada posibilidad, aunque sea sólo relativamente objetiva, de un juicio, está condicionada por una variedad de interpretaciones. Y si una obra de arte tiene un valor jerárquico a los ojos de la masa, de la mayoría, esto suele ser el resultado de circunstancias casuales y resulta por ejemplo del hecho de que aquella obra de arte tuvo suerte con quienes la interpretaron. Por otra parte, las afinidades estéticas de una persona en muchos casos dicen mucho más sobre la propia persona que sobre la obra de arte en sí.
Nuestras mejores horas de vigilia
Quien interpreta una obra de arte, normalmente centra su atención en un campo determinado para ilustrar en él su propia posición, pero en muy pocas ocasiones parte de un contacto emocional, vivo, inmediato, con la obra de arte. Para una recepción así, pura, haría falta una capacidad fuera de lo común para llegar a un juicio original, independiente, «inocente» por llamarlo de algún modo; pero el hombre normalmente busca confirmación de la propia opinión en el contexto de ejemplos y fenómenos que ya conoce, por lo que juzga las obras de arte por analogía con sus ideas subjetivas o con experiencias personales. Por otro lado, la obra de arte cobra, gracias a la multiplicidad de los juicios que sobre ella se emiten, una vida cambiante, variopinta, se enriquece, y así llega a obtener una cierta plenitud de vida.
«…Las obras de los grandes poetas aún no han sido leídas por la humanidad sólo los grandes poetas son capaces de leerlas. Las masas, sin embargo, las leen como si leyeran las estrellas… si hay suerte, como los astrólogos, pero no como los astrónomos. A la mayoría de las personas se les enseña a leer sólo para su propia comodidad, como si se les enseñara a contar para que puedan comprobar cuentas y no ser engañados. Pero del leer como noble ejercicio intelectual no tienen idea; además, sólo hay una cosa que se puede llamar leer en el más alto sentido de la palabra: no aquello que nos adormece narcotizando nuestros más altos sentimientos, sino aquello a lo que hay que acercarse de puntillas, aquello a lo que dedicamos nuestras mejores horas de vigilia». Así decía Thoreau en una página de su maravilloso Walden.
Una obra de arte es un espacio cerrado, ni demasiado frío ni caliente en exceso. Lo bello es el equilibrio entre las partes. Lo paradójico es que una creación de esta clase desata menos asociaciones cuanto más perfecta es. Lo perfecto es algo único. O está en condiciones de producir una cantidad prácticamente infinita de asociaciones, lo que al fin y al cabo es lo mismo.
Cuántas casualidades en las afirmaciones de los científicos, los expertos en arte, al hablar de la importancia de una obra de arte o de la grandeza de una obra frente a otras.
En 1848, Gogol escribía a Shukovski: «…el adoctrinar con la predicación no es lo mío. Además el arte ya es un adoctrinar. Lo mío es hablar en imágenes vivas, no en juicios. Yo tengo que crear la vida como tal, no tengo que tratarla». ¡Qué verdad hay en esta frase!
Si fuéramos capaces de asumir las experiencias del arte, los ideales que en él se expresan hace tiempo que, gracias a ellos, seríamos mejores. Pero el arte, desgraciadamente, sólo a través de la conmoción, de la catarsis, está en condiciones de capacitar al hombre para lo bueno.
El mejor arte oculta las intenciones
Las composiciones de Carpaccio en la Venecia renacentista, tan ricas en figuras, entusiasman por su ensoñadora belleza. Ante esos cuadros, uno tiene el maravilloso sentimiento de la promesa: cree que ahora se le explicará lo inexplicable. Hasta ahora me resultaba incomprensible qué es lo que conjura aquella tensión psíquica, de cuyo encanto uno no se puede liberar, porqué esa pintura le conmueve casi hasta dejarle atemorizado. Quizá incluso transcurran horas hasta que empiece a reconocer el principio de la armonía en los cuadros de Carpaccio. Pero cuando uno al fin lo ha comprendido, queda ya para siempre cautivado por esa belleza, por aquella primera impresión que se tuvo.
Y ese principio de la armonía es extraordinariamente sencillo y expresa en grado máximo el espíritu humano del renacimiento; en mi opinión, mucho mejor incluso que la pintura de Rafael. Me estoy refiriendo al hecho de que el centro de las composiciones de Carpaccio, con tantas figuras, es cada una de las figuras, cada una por separado.
Si uno se concentra en una de las figuras, en cualquiera de ellas, de inmediato reconoce con sorprendente claridad que todas las demás, la ambientación y el entorno, sólo son un pedestal para aquella figura «casual». El círculo se cierra y la voluntad contemplativa del observador sigue inconsciente y perseverante el flujo de la lógica de los sentimientos que buscaba el artista, va paseándose de un rostro a otro, rostros que se pierden en la masa.
Aunque todo arte en último término es tendencioso y aunque ya el estilo no es otra cosa que tendencia, la tendencia puede perderse en la profundidad, expresada multiformemente, de las imágenes representadas o ser patente hasta en modo chillón, como sucede con la Virgen Sixtina de Rafael. Lo bello, lo pleno en el arte, la maestría se produce, en mi opinión, cuando ni en las ideas ni en la estética se puede entresacar o destacar algo sin que sufra su totalidad. En una obra maestra es imposible preferir determinadas partes a otras. Es imposible «tomar de la mano» a su creador a la hora de formular los objetivos y las funciones que van a tener valor definitivo. En este sentido, Ovidio escribía que el arte consiste en que uno no lo perciba, y Engels decía: «Cuanto más escondidas estén las intenciones del autor, tanto mejor para el arte…».
De modo muy similar a cualquier organismo, también el arte vive y se desarrolla en la pugna entre elementos contrapuestos. En este campo, las partes contrarias se entremezclan y van perpetuando la idea casi hasta el infinito. Esta idea, que hace de una obra arte, se esconde en el equilibrio de las contradicciones que la constituyen. Por eso, una «victoria» definitiva sobre la obra de arte, la claridad inequívoca de su sentido y sus funciones, es imposible. Por este motivo decía Goethe que una obra de arte está tanto más elevada cuanto más inaccesible es a un juicio.
Hasta Marx hablaba que había que esconder la tendencia en el arte, para que no salte como el muelle de un viejo sofá.