Suscríbete a la revista  |  Suscríbete a nuestro newsletter

Los «derechos» del artista

Si se entiende por estética la experiencia íntima de cada uno frente a una obra de arte, la probabilidad de que ésta pudiera relacionarse con el derecho sería más bien poca. Cuando el arte se experimenta como simple promesa de felicidad, como lo hizo Stendhal; o cuando consiste, como pensó Matisse, en el goce exquisito que suscita la sensualidad de una línea o una composición de colores; si tal experiencia es tan subjetiva, el derecho no sabría encontrar dónde aplicar su objetividad. Cuando el arte se experimenta, a la inversa, como la presentación de ideas estéticas o como «una representación del absoluto», de manera que atraviesa entonces la esfera de la objetividad, escapa una vez más al dominio del derecho.
La experiencia estética no es entonces la que puede concernir al derecho, sino sus diversas formas de relación con los demás, donde puede presentarse la intervención del derecho. Es en este sentido, creo, en el que los jueces de la sexta sala de lo correccional, en 1857, inculparon a Flaubert y condenaron a Baudelaire. Pero, ¿afectaría esto a la estética? Es la escena del coche de Madame Bovary la que condenó al primero y, al otro, seis poemas donde no había debido «en las cosas del amor mezclar la honestidad».
¿El arte tiene «derechos»?
Está claro que el derecho no se ocuparía ni del arte del novelista o del poeta, sino del objeto mismo que su obra escribe o evoca. Supongamos que Delfina e Hipólita, estas Mujeres condenadas, en vez de ser simplemente evocadas por el poeta, hubieran sido condenadas por atentar contra las buenas costumbres, gracias al exhibicionismo de dejar las ventanas abiertas para no ocultar sus retozos a la curiosidad de un eventual transeúnte. Lo que el derecho condenaría no sería, pues, el arte, sino que éste sirviera de coartada, pretexto e instrumento, a las escenas que la ley prohibe como espectáculo.
La cuestión que el aficionado al arte propone al filósofo del derecho es la del privilegio del arte. Por tener más talento, ¿tiene un artista menos obligaciones o más derechos? ¿Hay derechos del artista por encima de los del ciudadano común? Al afirmar que todos tienen derecho al arte, ¿no se postula subrepticiamente que el derecho no tiene competencia alguna en lo que concierne al arte, porque el arte no puede obtener ningún beneficio del derecho?
Hoy consideramos que no puede haber límites al derecho de libre expresión, y en tanto que el asesinato no sea reivindicado como una de las bellas artes, estamos muy cerca de reconocerle todos los derechos.
Algún « artista» estrella su cabeza contra los muros para simbolizar el «aplastamiento definitivo del arte contra lo real»; otro se corta la boca para mezclar su sangre con leche y hacer gárgaras con ella; uno más, firma los cuerpos de jóvenes desnudas debajo de la cintura en una exposición escultórica (nadie parece tener el derecho a obstaculizar estas expresiones originales de una nueva forma de arte: el body art). Finalmente, nadie está obligado a asistir a estas exhibiciones: todo el que va tiene derecho a entrar y cada uno tiene el derecho a salir. Nadie es entonces ofendido: el derecho está a salvo.
¿De dónde procede entonces que me parezca que no se tiene del todo el derecho a «reconocer» como «verdaderas obras de arte» a estas pobres chicas pintarrajeadas y entregadas al fotógrafo?
Un ejemplo permitirá, sin duda, al filósofo del derecho, comprender y caracterizar mejor este abuso del derecho que quiero someter a su apreciación. En 1972, se organiza en el Grand Palais, «según la voluntad del mismo Presidente de la República, una gran exposición retrospectiva: “72, doce años de arte contemporáneo en Francia”.
Un pequeño objeto muy particular figura en esta exposición. Se trata de un frasco que contiene algunos centímetros cúbicos de orina de uno de los discípulos más incondicionales de Duchamp: Ben Vautier». Espontáneamente osaré invocar aquí un derecho que no se reconocería: el derecho al lenguaje. Es el empleo de la palabra «arte» el que me parece un abuso del derecho.
Uno no reconoce el «derecho» de un camionero a hacerse llamar cirujano dentista, ni el del curandero a ejercer la medicina. Algunos filósofos pensaron que no hay arte si no hay genio, que no hay genio sin talento, talento sin oficio, ni oficio sin aprendizaje; pero yo no soy tan exigente ni tan restrictivo. Pido sólo que no se tenga derecho a usar la palabra «arte» cuando no haya obra y ni siquiera objeto.

El arte ha muerto: ¡viva el arte!

Se me dirá que, después de que el arte ha muerto, cada uno de sus enterradores tiene derecho a creerse artista. ¿Qué dirá, de cualquier modo, el jurista acerca del derecho de alguno a hacerse pasar por duque bajo el pretexto de que ya no hay ducados, o por emperador porque ya no hay imperio? Es verdad, se me objetará, que aquí el uso hace el derecho. Todo lo que no es general y públicamente rechazado es considerado general y públicamente reconocido. Estas diversas exhibiciones han encontrado defensores entre críticos reconocidos, filósofos, expertos. Los responsables de los museos los acogen en sus instituciones. ¿Qué reconocimiento más objetivo, qué derecho mejor fundado que el que les otorga el Estado?
De 1958 a 1972, Ben tuvo en Niza «una minúscula tienda de discos de ocasión». «Sobre toda la fachada, sobre los muros, sobres los aparadores, sobre los peldaños de la pequeña escalera, todo estaba “enteramente recubierto de su escritura… La tienda ha sido vendida, desmontada y reconstruida en el Museo Nacional de Arte Moderno”» .
¿Cómo puede un artista así de «oficial» ser oficialmente un artista? En una entrevista efectuada en marzo de 1968 en Lettres Français, Buren afirmó que «el arte ya no puede justificarse». Aunque Duchamp ya se había percatado de ello, explicaba: «se interpretó como si estuviera contra el arte, cuando había sido dentro del arte». Después, se produjo la confusión. «Para terminar, Buren, Parmentier, Mosset, Toroni (el grupo BMPT) se impusieron un sistema formal que les impedía toda evolución. Así, Buren utiliza un lienzo rayado verticalmente; líneas alternas blancas y de colores tienen siempre el mismo largo: 8.7 centímetros» . En octubre de 1968, en Milán, «recubre con franjas blancas y verticales la puerta de entrada de la galería Apollinaire, para poder cerrar la galería durante todo el tiempo de la exposición.
En 1969, en la Kunsthalle de Berna, el artista pega carteles con franjas blancas y rosas sobre los muros del edificio…». En 1983, el Estado francés abre a su fantasía uniforme uno de los sitios más prestigiados de París: la Cour dhonneur du Palais Royal. ¿Transgresión? ¿Perversión? ¿Burla? Lo que no pudo ser más que una forma obstinada de mistificación se convierte, con el mismo golpe, en el emblema más oficial del arte contemporáneo. Del modo insoluble que Velázquez está asociado a Felipe IV, Le Vau a la fortuna de Fouquet, o Lebrun al reino de Luis XIV, Buren emblematiza para la posteridad los septenios republicanos. Creo, por ello, que las tribulaciones de la estética desatan algunas cuestiones que sólo un filósofo del derecho podría tener la capacidad de dilucidar.
Que el Jefe de Estado se rodee, en el palacio nacional, de las obras, decoración o desechos que le vengan en gana, es su gusto y está en su derecho. Mas las compras de los museos nacionales, las formas de estética privilegiadas por sus exposiciones, los espacios públicos abiertos a sus exhibiciones en tanto que ello ayuda a construir a las celebridades, contribuyen a orientar y determinar el gusto. ¿Basta que una persona esté a cargo de una Secretaría o departamento para que tenga el derecho de imponer sus gustos a sus contemporáneos, si él mismo no quiere determinar los suyos?
Tres preguntas importantes
La objeción: en su palacio de Luciennes, la Condesa de Barry se hacía servir de un pequeño negrito al que vestía de personaje de ópera-bufa, llamado Zamora (Alejandro Dumas describe con picardía el hecho en una novela). «Erijamos Luciennes como castillo real sugiere la astuta condesa y nombremos a Zamora gobernador.
Será una burla trata de objetar Luis XV; esto hará aullar a los otros gobernadores»; y he aquí a Zamora nombrado gobernador. Pregunta a un filósofo del derecho: ¿debemos pensar que un rey de Francia tenía el derecho de hacer todo lo que no le prohibían las leyes del reino? Pregunta derivada: ¿debe pensarse que, por el honor de la República, el primero de sus magistrados no puede tener sino los mismos derechos que los que se recuerdan de un rey?
Este ejemplo nos permite plantear al filósofo del derecho tres problemas. Comparable al proceso que se le hizo a Flaubert o a Baudelaire a propósito del orden moral, el primero se refiere al derecho penal. Por introducir en el caso el uso de la propiedad pública, el segundo compete al derecho administrativo. En cuanto al tercero, de orden igualmente administrativo, se refiere a los medios que hacen uso del comercio del arte para promover artistas cuyo solo talento no los dejaría jamás ser conocidos.
El orden moral tiene una mala reputación. En consecuencia se ejercita con mucha vigilancia. ¿Con qué derecho se prohibe la apología del nazismo, de algún tipo de racismo o alguna forma de antisemitismo en nombre del orden moral? ¿Con qué derecho se prohibe la publicidad de la droga? De nuevo en nombre del orden moral. ¿Con qué derecho se prohibe, a cualquiera, la elección de destruirse con tal sustancia tóxica en vez de aquella otra? Siempre en nombre del orden moral. Ahora bien, toda obra de arte tiene un sentido. La elección misma de su insignificancia no es insignificante. Ridiculizando y teorizando las manifestaciones dadaístas, Aragón apeló al juicio de la masacre de 1920: «Se hacen las leyes, las morales, las estéticas, para dar respeto a las cosas frágiles. Lo que es frágil puede romperse… romped las ideas sagradas.
Todo lo que hace brotar las lágrimas de los ojos, rompedlo, rompedlo; yo no los libero sino de este opio, más fuerte que todas las drogas: rompedlo». No sé si la plaza del Palais Royal hacía brotar las lágrimas de los ojos. Sin duda, se ignoraba hace tiempo que también era frágil. Por poco que evoque, que simbolice o que signifique, la decoración ahí instalada es la de un mundo roto, el hundimiento, las ruinas y la destrucción de los cuales fijan los estigmas. Como lo describe Georges Ribemont-Dessaignes: «Destruir un mundo para poner otro en su lugar, donde no existe más, tal es, en suma, la consigna de Dada».
«Lo esencial de la fuerza de Dada es un principio de destrucción y de negación totales». Ahora bien, las formas políticas de este nihilismo están prohibidas. Sus formas más privadas son perseguidas por la justicia. Entonces, ¿con qué derecho puede el Estado defender, promover, ilustrar, publicar, difundir lo que condena en tantas otras ocasiones? En verdad, esto ya se ha visto. Pero fue en el teatro. Era Bacchus. Y el final era sangriento.
El segundo problema que quiero proponer al filósofo del derecho concierne a esta especie de usurpación de la propiedad pública. No se trata sólo de un lugar público, de uso público, sino de monumentos históricos y de un sitio apreciado.
En el caso de la exhibición de muñones pintados a rayas, ¿lo encuentra satisfactorio el gusto general? ¿Es para el peatón de París para quien estos muñones han sido pintados? ¿Fue elección del algún Instituto? ¿Con qué derecho se impone esta exhibición dadaísta a todos los parisinos? Se me objetará que es responsabilidad del Estado presentar a todo el pueblo el arte más contemporáneo. A esto, es la misma historia del arte la que responde.
Para ser contemporáneo, no basta que un lienzo apenas se haya terminado de secar esta mañana. El 29 de mayo de 1913, la aldeana de Asturias que mantenía su fuego de carbón no era contemporánea de Misia Sert, que se vomitaba en la Premier de Sacre. Por la misma razón, las provocaciones que en Nueva York podían escandalizar en 1911, o en 1916 en Zurich, no podían pasar en 1980 como la expresión de una estética contemporánea.
Esa vanguardia de la que hablamos se convirtió en un ejército, y sus peligrosos dinamiteros son ahora respetables caballeros que promueven sus souvenirs y sus conferencias en universidades norteamericanas.
En cuanto al público, parece bien revelarle el arte de su tiempo para que se reconozca en él; más que para imponérselo, por el contrario, para persuadirle de que es suyo. Este arcaísmo, esta arrogancia, esta ostentación ideológica, que parecerían propias de un Estado totalitario, me parecen paradójicas en uno democrático. Y me pregunto: ¿con qué derecho?
Queda un tercer problema que concierne al ejercicio y desarrollo del arte en los países occidentales. Parece lo más común en las exposiciones, tanto en Europa como en América, hacer colgar un tubo de gas, exhibir el durmiente de una vía férrea, colocar un centenar de tenedores de hierro al lado de una maleta de cartón, etcétera. Entonces, ¿con qué derecho aquel que no hace más que franjas verticales es un artista de importancia internacional, mientras que quien elabora adornos de relleno sólo es bueno para la kermesse parroquial? La cuestión que propongo aquí al jurista es de importancia, puesto que todos tienen este sentimiento, que procede de la justicia y del derecho de gentes.
El jardinero que, aquejado de una fiebre cultural, llena sus macetas de flores de hormigón, no es más que un pobre diablo hasta el día que la Kunsthalle de Düsseldorf, el Museo de Arte Moderno de París, Basilea o Amsterdam, le proponen exponerlas. Se ofrece a sus cacharros algún lugar de una gran ciudad y sus fotografías se difunden.
He aquí a un consagrado artista internacional: invitado, festejado, cuestionado, comentado y enriquecido. Pues bien, ¿por qué otros, sin más ni menos originalidad, no tienen derecho a la misma fama? ¿Falta la oportunidad? ¿No se me objetará que nada es tan ingenuo ni trivial como semejante recriminación, y que no hay concurso en el que algún desdichado candidato no acuse al jurado de no haber hecho justicia a sus méritos? Comprendo entonces muy bien que me opongan la necesaria soberanía de los jurados y, por consiguiente, el derecho de los artistas mencionados y hace poco expuestos en el Salón por contraste con la amargura de quienes han sido rechazados. Que un jurado haya preferido, en un momento dado, a Henry Rignault sobre Manet, Barrias sobre Pisarro, Alfred Roll sobre Cézanne y Jules Breton sobre Renoir, estaba en su derecho.
La cuestión no está ahí. Influye la promoción comercial de un artista, independientemente del gusto del público, del juicio de sus colegas, y de la ley en vigor.
El arte como subasta
En 1886, Zolá denunció en L´Oeuvre a este tipo de mercader mundano que « trastornaba» la evolución del arte « segregando al viejo aficionado dotado de gusto, no tratando más que con el aficionado rico que no sabía nada de arte, que compra un lienzo como un valor en la bolsa, por vanidad o con la esperanza de que subirá» .
Jacques-Emile Blanche presentía la inminencia de una revolución estética en esta nueva actitud que hacía del arte un objeto de comercio, que trataba las obras como mercancía, del mismo modo que los objetos de culto o de piedad se venden hoy con los anticuarios para decorar nuestros pasillos. « El viejo comerciante los aprovechaba, podía tener sus gustos, no los colgaba.
Decía: soy comerciante, vendo lo que me gusta mucho comprar. Hoy ha encontrado lo mejor: él mismo crea la opinión» . Breton afirmaba: « La especulación ha entrado en juego, y se empieza a llevar al día el registro de los cambios artísticos con el mismo rigor que el de los cambios monetarios.
El arte se está liquidando, al igual que las naciones. Y en esto tampoco la crítica está a la altura de las circunstancias. Celosa durante largo tiempo de esta apariencia de sanción que confería a sus juicios, el anuncio a bombo y platillo de ciertos precios de venta, ya no aparece más que como el turbio agente de esas combinaciones que no tienen nada que ver con el arte y que amenazan con desacreditarlo. En cualquier plano que se sitúen las manifestaciones artísticas a las que nos es dado asistir y aun cuando no se tratase más que de una de cada diez o cien, no veo la manera de conjurar un peligro de este orden. El arte está actualmente bajo el dominio de los comerciantes» .
Lo extraño es que esta misma constatación e indignación se encuentre en boca del más célebre de estos comerciantes, el de Picasso, de Juan Gris, de Derain y de Masson. Khanweiler, en efecto, estigmatiza a estos « fabricantes de falsa gloria» que proveen a un joven pintor « de una cuota, de una subasta en Drouot, de aficionados y de catálogos aduladores antes, incluso, de que haya tenido tiempo de esbozar su arte» . Pero el problema es mucho menos el de los efectos de la publicidad que el de sus medios.
« Llegué a París, durante el otoño de 1925, recuerda De Chirico. En la capital francesa, la gran bacanal de la pintura moderna estaba en pleno auge. Los comerciantes de cuadros habían instituido una dictadura pura y simple.
Eran ellos, y sus críticos de arte mercenarios, los que hacían y deshacían a los pintores, independientemente de su valor en cuanto artistas. Así, un comerciante ¾ o un grupo de comerciantes¾ podían muy bien dotar de valor comercial un lienzo de un pintor desprovisto del menor talento, hacer su nombre célebre en los cinco continentes; o bien, podían boicotear, estrangular y reducir a la miseria a un artista de gran valor… Un truco formidable producía las ventas adulteradas en las subastas del Hotel Drouot.
Si un comerciante quería hacer creer que los lienzos de cierto pintor que él patrocinaba eran muy valiosos, metía uno de sus cuadros en una subasta en la sala de ventas; de ordinario, el cuadro en cuestión pertenecía a un coleccionista con quien el comerciante se había arreglado; después, el día en que tenían lugar las subastas, el mismo comerciante enviaba algunos hombres de confianza que hacían poner el precio del cuadro y, por supuesto, sacrificaba una cierta suma para pagar el porcentaje que representaba la comisión habitual de la galería; así, el lienzo parecía ostentar un precio muy elevado, aunque no hubiera sido vendido…» . Pueden imaginarse, de nuevo, procedimientos más rápidos, menos o­nerosos e igualmente eficaces.
La multiplicación de instituciones culturales, cuyo fin es tanto menos lucrativo cuanto que sus fondos son públicos, vuelven fácil la organización de exposiciones, la publicación de catálogos, la solicitud de presentaciones y prefacios, la recolección de comentarios. Desde entonces, la suerte está echada. El gran taumaturgo, que ha transformado la nada en algo, es el administrador cultural. Él es el artista.
Para aquellos indignados por mi postura, responderé que nadie le impide llenar sus trastos de flores de concreto o de pintar franjas verticales de 8.7 centímetros de largo. Nadie le impide acudir a las instancias culturales de su ciudad, de su Estado, de su región, de todos los distintos museos. En cuanto al arte de hacerse de amigos, de ganar simpatías, de obtener mecenas, es también un talento, tan mal distribuido como los otros, y que merece su recompensa. Conviene precisar, además, que si este «arte» se presentara, según el derecho no procedería hacer nada.
Un resto de duda, sin embargo, me hace preguntar al filósofo del derecho: ¿es precisamente un derecho esta operación mágica por la cual, en vez de convertir las ratas en lacayos y una calabaza en carroza, un agente del Estado puede convertir un mazo de naipes viejos en un acontecimiento cultural y una hilera de macetas de flores fraguadas en obras de arte?

(Traducción: Luis Xavier López Farjeat y José Luis Rivera).

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

Newsletter

Suscríbete a nuestro Newsletter