Hace tiempo, por los años treinta, la normativa del cine parecía defenderlo como entretenimiento lo que, aparentemente, aparece como arte menor. Sin embargo, la importancia humana de la distracción, del juego, del pasar un cierto tiempo distendido sin otro fin, es algo universalmente reconocido como válido, incluso como necesario.
Ponderar y analizar el tipo de distracciones con que disfruta y a las que dedica su tiempo libre, incluso con las que sueña, facilita una visión adecuada de la personalidad de alguien.
Por estas razones, actualmente, el buen cine puede servir como un instrumento para pensar y amar a través de la imagen. Si se elige bien y hay posibilidades de hacerlo, junto a la sencillez de pasar un buen rato puede surgir también el encuentro con las personas, con uno mismo, con las cosas… en definitiva, también un encuentro con el arte, incluso con muchas artes; es ocasión de admirar, contrastar, convivir con ideales y modelos de vida que esculpe el tiempo, y con nosotros mismos al aprehender, en la complejidad de argumentos, interpretaciones, puestas en escena, tantos aspectos que reflejan la realidad viva que nos atañe.
Incluso puede ocurrir que supere la realidad que nos impregna, pues si una película posee valor estético nos atraerá mejor por las interconexiones poéticas que se salen de la realidad; si, además, entraña un modelo ético mostrará significados para que, en lo ordinario, descubramos tantos pequeños significados extraordinarios que son los que nos humanizan y hermanan: es la ética de la estética y la estética de la ética; el cine como escuela complementaria de la bondad y la belleza que anhela toda persona.
Durante mucho tiempo, el talento de guionistas, directores, intérpretes y técnicos ha logrado disimular, elegantemente, la complejidad de lo real y, a fuerza de talento, se han elaborado películas accesibles al público medio: conmovedoras, denunciadoras, divertidas, etcétera; en definitiva, han hecho del cine casi un instrumento de felicidad.
El cineasta Tarkoswki explica que en el buen cine se conjugan el arte y la ciencia. En realidad, son dos de las formas de apropiarse del mundo, en tanto que formas del conocimiento absoluto del hombre en camino hacia la verdad absoluta; el arte es símbolo de este mundo, y se presenta unido a la verdad, la ética y la estética. De modo pragmático y práctico, coloca a la altura del hombre su misterio: su grandeza y su real indigencia, y eso es lo que magistralmente ha logrado en su buen hacer.
Sirva este preámbulo para trabajar un poco más este sentido que plasma la belleza y la bondad a través de la imagen, para seguir llegando, para avanzar… porque en los seres humanos siempre hay más, no existe el momento de no llegar.
El tiempo como alternativa
Ver cine requiere cierto tiempo, menos que leer un libro (probablemente también influye mucho menos;pero vale la pena sacar tiempo para hacerlo. Nuestra civilización, casi entitativamente, se puede clasificar por la prisa. En realidad, el tiempo es el bien más democráticamente repartido: todo el mundo dispone de él en su totalidad.
Aprovechar bien el tiempo, «ganarle tiempo al tiempo», es asunto muy relacionado con la ética, y hacerlo con elegancia, está a su vez relacionado con la estética. La libertad humana se juega esta partida: el tiempo como oportunidad, generosidad, alternativa, un tiempo que inexorablemente pasa, que mide los crecimientos finitos de todo… menos de ser hombre que es, a su vez, la forma más noble de crecer y que, curiosamente, no es lineal: se crece se puede crecer en la alegría y la adversidad, en lo trivial y lo grandioso, como también se puede menguar en esas circunstancias. Se ha dicho, con mucho sentido común, que un hombre nace en nueve meses y para destruirlo basta un segundo.
Al encararnos libremente a la temporalidad existe esa preciosa posibilidad de configurar la vida cultural, también a través de imperfecciones que pueden, que deben ser compensadas y trabajadas entre todos. Y cuando se hace desde nuestros parámetros éticos y estéticos, el resultado parece que no lleva nada detrás, precisamente porque lleva la fuerza contenida de lo humano, que despliega el espíritu.
Pero esto exige mucho esfuerzo. Desde Hegel se formula que, aunque la configuración de nuestros actos conforma la historia, todos advertimos que es como si esa historia en algunos aspectos nos hubiera burlado, porque los resultados que nos ofrece no son los que queríamos ni buscábamos. Si nos quedamos con ese resultado como único referente, aun la persona más cuerda, incluso por serlo, ante ese sarcasmo que nos juega la historia, reaccionará desdeñando necesariamente el futuro, y buscará sólo en el presente la justificación de su existencia en una ética del instante que es, a su vez, una especie de esteticismo que nos guía a ser y valorar sólo las acciones en que aparecemos como magníficos, y a las obras de arte que son grandiosas. Algunos autores ven en esta actitud el dandismo; hoy, con la desilusión de la modernidad, en su lugar encontramos la indiferencia total; en lugar del esteticismo, el movimiento estético pendular es el feísmo.
Auténtica luz
La verdadera ética y estética de algo, y más, de alguien, no es medible exclusivamente por resultados… La auténtica belleza es algo mucho más serio, la belleza va de dentro a fuera, expresión de lo auténtico y esencial: no es ya cuestión de mucho, ni de grande, sino de lo mejor, lo coherente, lo teleológico que encierra todo lo creado.
Ante las cantidades, al buscar el equilibrio, aparece el contrapeso. Ante las calidades, lo que resurge es la armonía: la profundidad hacia fuera.
Santo Tomás (I-II, q.27, a.1) señala que la belleza añade al bien (en nuestras palabras, la estética a la ética) cierto orden de potencia cognoscitiva, de tal modo, que «se llama bien a todo lo que agrada en absoluto al apetito, y bello a aquello cuya aprehensión nos complace». Nos confirma una experiencia común: existen aspectos de la realidad que sólo se captan a través de su forma bella; formoso viene de forma y de ahí deriva hermoso… el arte, dirá Borobio, es aquello que de una manera inefable nos dice algo.
A veces, puede parecer que es tan sublime que no se sabe cómo alcanzarlo; sin embargo no es así. Ya desde Platón se acepta universalmente que todo lo creado, tiene algo de esa luz; todo lo que es, irradia bien, belleza, verdad… aunque la limitación humana nos dé una cierta ceguera que, como un fruto amargo, nos impide esa visión.
Desde la fe, el pecado es la causa de esta miopía espiritual; y también, consoladoramente, desde la fe se acepta que Dios no es sólo Belleza; Dios es sobre todo Amor; la vía estética no es la única para acceder a Él, ni la única para una vida ética.
Mas si en todo existe esa luz, cuánto más puede recibirse esa claridad por el camino del arte. Gómez Pérez aplica este paradigma a una obra maestra del siglo XVI, La divina comedia, en la que encuentra la espléndida conjunción del bien y la belleza, e incluso concluye que así surge esa obra maestra; mas, en la cima de estas cuestiones, puede incluso dar lugar a algo paradójico que podríamos llamar la belleza del mal que aparece de alguna manera al referirse al bien que se niega. Las relaciones entre el bien y la belleza no pueden ser simplistas cuando rozan la condición ética del hombre. Desde el punto de vista estético, si una obra maestra camina entre los senderos del mal, deja traslucir como una desesperada nostalgia del bien: ¡no existe el momento de no llegar!
Esto puede aplicarse, aunque sea someramente, en la música. Casi seguro que coincidimos en que a la salida de un espléndido concierto de música clásica parece que nos vuelve a acompañar cierta nostalgia… como el paso de lo sublime a la vida rutinaria, que no siempre responde a la armonía anhelada y sentida.
Es que la música, al ser arte en el tiempo (¡otra vez lo temporal!), traza itinerarios que modelan la intimidad y su despliegue comunicador de lo mejor, nos adentra en hondones de misterios más esenciales del ser que necesariamente acaban en la verdad, en la trascendencia que compromete y libera. ¡Qué distinto a la ética del instante! Aunque, externamente, parezca lo mismo. Es el gusto de la belleza por la belleza y así, afirma el profesor Tomás Melendo, se construye uno de los caminos más eficaces para sacar a nuestra civilización del egoísmo, y yo añadiría, de la soledad.
Es claro: la limitación de la naturaleza humana, de la que deriva su característica hambre de infinito, puede alcanzarse por la estética-ética: música grande y ajustada, con espíritu, con intuición, con sonido…
Tocar fondo: el mejor ejercicio vital
La finalidad del arte, ya decía Aristóteles, es dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas; es decir, algo distinto a copiar su apariencia. Es lo que expresa el escultor Julio López cuando afirma que para él, las manos, y más las del artista, son como antenas; a través de ellas se captan los sentimientos profundos los reales y son emitidos quizás a través de la piedra, de las notas, del verso…
Esos mensajes que tan asequiblemente descubren los que tienen el don de la ingenuidad de espíritu, como los niños. ¿Quién no ha descubierto la belleza de un niño y con un niño? Junto a la limpia inocencia, todos detectamos que ellos suelen estar en cuclillas, juegan en el suelo, miran mucho y les sorprende cualquier brizna o insecto, como hábitat o reducto del espíritu. Pero después nos hacemos grandes, nos alejamos de la tierra, y no sabemos jugar así, como los niños, que hacen de su juego el mejor ejercicio para la vida: tocar fondo.
Estas cosas, con menos explicaciones, con cierto impacto, pueden aprehenderse en el buen cine. Apuntemos dos películas: El festín de Babette y La edad de la inocencia.
Donación, el lado alegre de la vida
El festín de Babette es una fina lección de espiritualidad. Dos hermanas huérfanas viven en un pueblecito al norte de Dinamarca; su padre era un pastor protestante fundador de una confesión puritana, estricta y austera, reducida a una docena de congregantes. A esa casa llega Babette, huyendo de la guerra franco-prusiana, en la que murió toda su familia; va allí, a trabajar sin sueldo, sólo para ser acogida. Así transcurren catorce años: Babette administra, las ancianas ahorran.
Babette tiene contacto con París: un billete de lotería que compra cada año. Un año gana una cantidad considerable. Las ancianas piensan que se irá. No ocurre así: Babette gasta todo su dinero en preparar una maravillosa cena para esas ancianas y los fieles y huraños seguidores del pastor y, milagro de su esplendidez, de su señorío, de su finura, todos descubren el lado precioso y alegre de la vida. Ella no tomará nada de esa comida, en la que no sólo ha invertido su dinero, sino también su esfuerzo, su imaginación y su personal impronta. No toma nada porque ya ha tomado todo: es lo que pasa en lo espiritual, que cuando más se da más se tiene. Sólo el amor compone, algo que Babette logra al abrazar libremente la obra creada: cariño a las ancianas, categoría en el trabajo, y toda una serie de símbolos que no hace falta decir sino hacer… Babette les ha dado todo lo que tiene, y lo ha dado de la única manera que Dios lo acepta: con un espíritu libre y generoso, en una donación que es celebración y vida, amor y esperanza. Es un homenaje a la belleza del arte, a la auténtica tradición de una espiritualidad que ve en todas las criaturas, sin excepción, la luz ya citada. A través de Babette se intuye a un Dios Padre de toda la belleza que no pide a los seres humanos que le amen sin ella, sino por encima de ella, y aún mejor, a través de ella.
Escuela de educación sentimental
En La edad de la inocencia, Archer, joven de la alta burguesía norteamericana del último tercio del siglo pasado está comprometido con May. Una condesa, prima de su prometida, que ha vivido largo tiempo en Europa, acaba de divorciarse y vuelve a Nueva York, pero no logra adaptarse a los convencionalismos de esta sociedad.
Archer siente una especial atracción por la condesa y, a su vez, quiere ser leal a su prometida, fruto de esa sociedad que cada vez le aburre más. Estos tres personajes crean un juego de amor y de inteligencia. Las dos mujeres poseen personalidades maduras, prudentes, atractivas y decididas. Archer representa la duda, la melancolía… Se elabora, así, una radiografía crítica de esta sociedad. El director se adentra sin miedo en los lujosos salones de la alta burguesía norteamericana puritana, cerrada a los de fuera, pero prisionera de sus propias normas sociales. Todo embellecido por el esmero de la decoración, el color, los planos, el vestuario… Lo que hubiera sido sólo una pertinaz crítica a la hipocresía, emerge con una segunda lectura ante la estética de los gestos humanos, de los silencios, de las miradas. Estamos ante una película que es pura metáfora visual de las paradojas del amor. En esta cinta, el cine se nos muestra como escuela de la educación sentimental, desde la referencia humanizadora. Después de asistir a estas escenas, se afirma la convicción de que el razonamiento lógico, frío, esquemático, es incompleto e injusto en el trato entre las personas. Aquí, la belleza estética de las actitudes y sentimientos ética se entrecruza y complementa de tal manera que descubre la intimidad de los protagonistas, no la describe, ni siquiera la narra: queda esculpida.
Así podríamos decir, que no existe el momento de no llegar cuando en la vida misma nos adentramos por los caminos de la ética y de la estética. Con el cine, se nos ofrece la oportunidad de hacerlo en compañía. Sencillamente.