Ya había vivido la experiencia de ir por Roma con una exclusiva sobre Octavio Paz en el pecho. Fue en 1990. Si mal no recuerdo, el 13 de octubre. Acababa de estar con Valentina Alazraki, que me anticipó lo que esa noche habrían de anunciar los noticieros: el premio Nobel.
Qué diversa experiencia la de esta vez, de nuevo con un adelanto. Por la hora, la noticia no alcanzaba a salir en los periódicos, pero varios amigos que oyen la radio en horario mañanero me llamaron para comunicarme sus condolencias. No hacía falta ser mañanero para adelantarse a la mayor parte de los mexicanos, que se despertaron con la noticia ya difundida.
Octavio Paz ya no estaba entre nosotros. Y así anduve por una Roma un poco vacía aunque rebosante de turismo primaveril, a exactamente dos años del poema que Paz dedicó de modo tan especial a la muerte: «Respuesta y reconciliación».
Las estrellas escriben
En efecto, aunque escrito en diciembre de 1995, él mismo declara haberlo «revisado sin cesar» hasta que lo firmó: México, a 20 de abril de 1996. ¿No es una hermosa coincidencia?
Desde hacía años era difícil encontrar un ensayo de Paz que no aludiera de algún modo al más allá. En la conferencia que se cerraba con este poema volvió a recordar su interés por el origen del universo, el de la vida y el de la conciencia, que lo llevaban a una «lectura lenta pero apasionante» de libros científicos.
Claro que no buscaba la respuesta en la ciencia. Lo que pasa es que en la ciencia encontraba la pregunta «que la filosofía ha dejado de hacerse».
Sería materia de muchas páginas determinar cuál es la filosofía que ha dejado de preguntarse por el origen.
Hace algunas décadas, justamente mientras se declaraba la muerte de Aristóteles y muchas facultades de filosofía lo pasaban por alto, Heidegger no hacía otra cosa en sus seminarios que comentar a Aristóteles. (Tales facultades tenían a gala haber superado a Aristóteles y estudiar, por ejemplo, a Heidegger.)
De modo análogo, el mito del conocimiento científico ha llevado a muchos filósofos a omitir o disimular esas preguntas, cuando precisamente los científicos más por hombres que por científicos se las formulan. Paz no adolecía de ese afectado pavor a parecer ingenuo y preguntaba: «¿qué hubo antes del big bang?».
Conversar es divino./
(…)/
Conversar es humano
Me vienen a la memoria otras muestras de sencillez que quizá contrastan con una cierta imagen de arrogancia que algunos tienen de Paz. La última vez que lo visité, en esa bellísima biblioteca que tan adversa suerte corrió, al llegar creí que me iba a dar un abrazo y se lo di, sólo que enseguida me di cuenta de que había interpretado mal su ademán y el gesto resultó desconcertante para ambos. Desconcertante, aunque con la ventaja de desterrarme todo posible nerviosismo.
Sí, el maestro no exigía especiales protocolos. Se estaba a gusto con él y naturalmente se podía disentir. Casi me atrevería a decir que era un placer disentir. En esa ocasión le llevé unos números de istmo con artículos míos.
Por supuesto conocía la revista, aunque no estoy seguro de haberle quitado la idea de que se trataba de una “revista sólo empresarial” (comoquiera, debo a esa visión parcial su invitación a escribir en Vuelta). Le hice notar que uno de los artículos, sobre Nezahualcóyotl, partía de la negación de una tesis suya. Mostró interés y me animó a seguir, con un gesto que buscaba eliminar todo posible embarazo.
Lo consiguió. Él había escrito en más de un lugar que en la religión náhuatl imperaba una escatología cósmica: lo que importa es mantener en vida el mundo, no salvar a los hombres individualmente.
Yo consideraba necesario limitar esa afirmación a la religión oficial, ya que a los nahuas en persona ciertamente les interesaba su supervivencia individual después de la muerte, cosa bien visible en la poesía. Aceptó la precisión, aunque me hizo notar que algunos historiadores postulan una ficción en el uso de los nombres propios con que los poetas nahuas se autodenominan en sus poemas.
Él no compartía esa hipótesis y concluimos que, aunque fuera cierta, no invalidaría mi propuesta, pues lo que importa es que alguien, llamárase como se llamara, haya manifestado poéticamente su conciencia personal y su anhelo de supervivencia.
Otra encantadora muestra de sencillez, no en lo que cuenta sino en el hecho de contarlo, se lee en Vislumbres de la India. En Delhi recibió, en 1963, el anuncio de que le había sido otorgado un premio internacional de poesía. Sintió que la distinción no solicitada iba a profanar el carácter íntimo de sus poemas y que aceptarla sería traicionarse a sí mismo.
Un amigo le propuso visitar a la madre Ananda Mai en un ashram, un lugar de retiro y meditación. Acudían a consultarla muchas personas de diversas nacionalidades y en la reunión jugaba con unas naranjas que a veces lanzaba a los oyentes. «Antes de que pudiese hablar, Ananda me interrumpió: “Ya Raja Rao me contó su pequeño problema.” “¿Y qué piensa usted?”, le dije. Se echó a reír: “¡Qué vanidad! Sea humilde y acepte ese premio.
Pero acéptelo sabiendo que vale poco o nada, como todos los premios. No aceptarlo es sobrevalorarlo, darle una importancia que tal vez no tiene.
Sería un gesto presuntuoso. Falsa pureza, disfraz del orgullo… El verdadero desinterés es aceptarlo con una sonrisa, como recibió la naranja que le lancé. El premio no hace mejores a sus poemas ni a usted mismo. Pero no ofenda a los que se lo han concedido. Usted escribió esos poemas sin ánimo de ganancia. Haga lo mismo ahora. Lo que cuenta no son los premios sino la forma en que se reciben. El desinterés es lo único que vale…”». Es un consejo lleno de sabiduría y, por parte de Paz, el habérnoslo transmitido es igualmente sabio y nos ilumina con una esperanza: la falta de sencillez no tiene por qué ser definitiva.
Para que pueda ser he de ser de otro,
salir de mí, buscarme entre los otros
Nada más ajeno a Paz que un determinismo de la persona. Fijarla en un estado, aunque sea positivo y aun sublime, es declarar su muerte. “Fijo en la virtud” sería una expresión desafortunada, pues la virtud es de suyo dinámica, proyectada siempre hacia adelante.
Ni siquiera la bienaventuranza eterna es un estado definitivo, ya que de estado tiene poco y ¿cómo va a ser “definitiva” si es la total inmersión en la otredad, la de las tres Personas? No por nada Paz intuía que el amor es «lo más cercano, en esta tierra, a la beatitud de los bienaventurados». Tampoco le era ajena la dinamicidad de la vida virtuosa como vida plena, por lo que escribió que «la virtud, cualquiera que sea el sentido que demos a esa palabra, es ante todo y sobre todo un acto libre».
La vocación humana a la comunión encuentra numerosas formulaciones en Octavio Paz. Una de las últimas viene del pasado mes de diciembre. «El fin del hombre no es el hombre sino algo que está más allá y que no acertamos nunca a llamar con un nombre propio sino con otro que, aunque sea vago, nos define y define a nuestros semejantes: los otros.
Estamos aquí sobre esta tierra con los otros y por los otros». De ahí la índole exquisitamente humana del gesto de «acercarnos a nosotros mismos y saber así que el hombre no termina en su yo. Siempre hay un nosotros en cada uno de nosotros». No es éste el momento adecuado para mostrar cómo nuestra apertura constitutiva viene de la Otredad que nos da origen y no al revés. Explicar la Otredad como proyección de nuestra estructura abierta es un malabarismo análogo al que Paz denunciaba en quienes explicaban el origen de la vida haciéndola venir de otros planetas.
¿Y cómo surgió allá? ¿Y qué hubo antes del big bang? La idea de un mundo que existe por sí mismo, dice, «a mí me parece más insatisfactoria que la idea de un Dios creador: nos enfrenta a un misterio aún más denso».
Mas lo desconocido es entrañable…
En el otro lado de la analogía está nuestro diario vivir una nostalgia. Desolante sin la Otredad la Trinidad que revela lo anhelado como alcanzable, esa nostalgia es índice de nuestra vocación y, en quien reconoce en su propio rostro la imagen de la divinidad, su índole ardua es una natural garantía de que la cosa va en serio. Al sacarnos de nosotros mismos, nos hace ser nosotros mismos, «es la extrañeza total y la vuelta a algo que no admite más calificativo que el de entrañable».
Recientemente comenté estas ideas y, sobre la noción de entrañable, que Paz ilustra con la figura de Coatlicue y con teofanías como la de Krishna en el Bhagavad Gita (casos ambos en que lo interior aparece de fuera), olvidé señalar su presencia en la iconografía cristiana.
En la devoción popular y en la literatura, sobre todo católicas, son abundantísimas las figuras de extrema carga corporal, fisiológica, sangrientas o sensuales, casi siempre refractarias a una traducción plástica que se mantenga dentro del buen gusto (Santa Catalina de Siena es capaz de revolver el estómago). Lo que no abunda es, precisamente, la iconografía. Sin embargo, aparte de casos excepcionales de presencia limitada, hay una imagen que responde plenamente a esa metafísica de la interioridad que se muestra de fuera: el Sagrado Corazón.
Es una pena que a imagen tan tremenda haya tocado en suerte un culto popular abandonado al gusto por lo dulzón. Nada menos tremendum que los Sagrados Corazones de nuestros pueblos.
Y que conste que no es un fenómeno mexicano sino universal. Sin embargo, la idea está ahí y no es superfluo preguntarse por qué ha perdido su fuerza. Tal vez se deba a que la Pasión de Cristo contiene tal carga de tremendum que exime de toda ulterior insistencia. Me atrevo a decir que opaca la imagen del Sagrado Corazón porque, encima, no se trata de una metáfora sino de algo real.
Así como el enamorado no se distrae con los regalitos de la amada cuando tiene a la amada entre sus brazos, el cristiano se puede dar el lujo de explotar a medias una alegoría altísima porque la realidad le basta y le sobra. Sí, la Pasión es entrañable. Con una terminología legítima en boca suya, Octavio Paz reconoce en ella «el mito más poderoso y entrañable que imaginación alguna pudiera soñar: el del Crucificado».
Ya se puede ver cuáles son las asociaciones que suscitaba en Paz el término “entrañable”. Es significativo que hace unos años, después de someterse a una intervención quirúrgica de gravedad, haya declarado: «otros asuntos, menos inmediatos pero más entrañables, me reclamaban». Ciertamente entrañable debe de ser el momento de descubrir cómo estaba uno siendo deletreado, el momento de cruzar el umbral «más allá de la infancia, más allá del comienzo, más allá de las aguas del bautismo». No es inconsistencia hablar de bautismo.
Paz nunca pensó que hubiera pasado por su vida como el agua sobre las piedras. A pocos años de su alejamiento de la Iglesia, cuando con frecuencia es más encendido el rechazo de la fe y de sus implicaciones, confesaba lo siguiente: «acudo a mi razón por una fatalidad de mi apetito, por una condición de mi naturaleza que, puesto que vivo en el cristianismo y he sido bautizado, se siente mal y necesita de la redención… aunque ha perdido la certidumbre de la gracia redentora. Mas si ha dejado de creer en lo que redime, no deja de presentir que busca una redención».
Este convencimiento de “vivir en el cristianismo”, que era mucho más que vivir en un país mayoritariamente cristiano, se manifestaba también al final de su vida en gestos concretos, como el de hacer poner en la página final de un libro: «se imprimió el lunes primero de noviembre de mil novecientos noventa y tres, día de todos los santos». Nada lo obligaba a hacerlo, ya que es una costumbre en vías de extinción. Además, el volumen Reflejos: réplicas, de la misma editorial e idéntico formato, fechado el 12 de noviembre, no menciona efeméride alguna, cuando no costaba nada hacer una profesión de laicismo y añadir: “día del cartero”.
De los años de juventud de Paz vienen unas palabras de raro optimismo, algo así como un optimismo desgarrador: «Dios hizo al mundo del caos. Es decir, dotó al hombre y a la naturaleza de esperanzas; hizo de las ciegas leyes y de los ciegos apetitos algo armónico, relacionando a cada ser con el todo y al todo con una esperanza de redención, de más allá». «Toda América está llorando», me dijo un colega a quien la noticia sorprendió mientras pasaba por Uruguay. Ojalá el llanto no esté disociado de esa esperanza. La esperanza de que
Más allá de nosotros,
en las fronteras del ser y el estar,
una vida más vida nos reclama.