A pocos escapa hoy la conveniencia, e incluso la necesidad, de aplicar valores y modos que podríamos llamar «familiares» al mundo de la empresa. Un antagonismo artificioso, alimentado durante varias décadas, llevó a construir un muro falso que no sólo separaba ambas instituciones sino que consideraba que la familia obstaculizaba en muchos casos los objetivos de la empresa.
Familia y empresa se corresponden. Sin la primera, la segunda no hubiese existido nunca, y sin la segunda, la primera difícilmente existiría ahora.
El impacto social de la familia es contundente. Incluso la empresa, su supuesta antagonista, surgió en medio del núcleo familiar; al principio con el simple intercambio de bienes entre las distintas comunidades y luego en los talleres artesanales anteriores a la revolución industrial.
Ramón Ibarra ofrece un profundo análisis acerca de ambas instituciones, recurriendo a un discurso que gira alrededor de un eje fundamental: la antropología. Esta perspectiva le permite ir de la empresa a la familia sin dificultad alguna, sin que haya contraposición entre ellas, basándose en el principio de que ambas son instituciones al servicio del hombre; la familia como institución natural, y la empresa como fruto de su ingenio y del deseo de vivir mejor.
Las referencias a Aristóteles, Platón, Kant y Hegel, entre otros pensadores, no son una presunción erudita. Al contrario, el libro queda muy lejos de ser una elucubración meramente especulativa y sin función práctica.
UNA MIRADA A LOS ORÍGENES DE LA EMPRESA
Desde el inicio del libro, Ibarra adopta una postura que será constante: el humanismo. Sirva de ejemplo su definición de empresa: «aquella organización humana cuya esencia radica en el esfuerzo cooperativo que se estructura con unos fines estables, que se pretenden lograr durante un tiempo razonablemente largo y que se esfuerza por incorporar valores en su proceso de institucionalización» (p.17).
La definición no sólo no se contrapone a la de familia, sino que también podría definirla muy bien. Ambas son organizaciones humanas, cuya esencia es la cooperación hacia unos fines estables, y que incorpora valores en su proceso de institucionalización. Como se verá luego, la diferencia fundamental es el amor que anima el origen de la familia y que la hace natural y esencial al hombre, en oposición a los intereses sociales y económicos en los que se funda la empresa.
La lógica de la primera parte se centra en devolver a la empresa su sentido humano, por encima de cualquier otro interés: «Antes que como fuente de riqueza, las corporaciones deben considerarse como el crisol vivo que ofrece a multitud de seres humanos, a todos cuantos trabajan en ellas, la posibilidad de un acendrado perfeccionamiento personal» (p. 36).
Si no contribuye a la plenificación de la persona y en este sentido la familia es el sitio idóneo para ello la empresa atentaría en contra de su propia esencia como herramienta creada por el hombre para su beneficio.
Ubicar los objetivos de la organización dentro del marco antropológico facilitará en su momento establecer ese nexo implícito en su origen con la familia. No se trata de una moda de la administración; tampoco el autor se ha «inventado» una serie de artilugios para encontrarle un sentido antropológico a la empresa; simplemente revela su sello humano, del que se han olvidado no pocos hombres de negocios.
Así, quedan sentadas las bases para resaltar su importancia social como generadora de servicios y desarrollo personal, en el que se ven involucrados quienes la forman: directivos y empleados.
El autor insiste en la preeminencia de la dimensión humana en los objetivos de la empresa, para evitar el desequilibrio que el factor económico produce en las firmas de hoy en día. El libro insiste en la función social de la empresa al señalar que «tiene una responsabilidad educativa con todas las personas con las que tiene relación» (p. 36), y que a ella «le corresponde dar pasos más decisivos en el proceso educativo de la sociedad» (p.47). Es lógico: al contar con mayor presencia, poder y liderazgo en la sociedad, los compromisos son mayores.
El sentido humano la empapa desde su constitución, junto a un carácter institucional, de modo que pueda ser una organización en la que persona y familia sean lo más importante y en esa medida resulte más valiosa para la comunidad. Bajo esta perspectiva, los fines de la empresa estarán sostenidos por un fundamento antropológico desde su definición y naturaleza.
REDESCUBRIR UN NUEVO HÁBITAT PARA LA FAMILIA
El hombre no puede realizarse como tal fuera de su familia pues es su necesidad primaria en todos los aspectos: ahí se provee de alimento, refugio y compañía.
Ibarra encuentra cuatro fines primordiales de la familia, en aras de la formación de la persona dentro de la sociedad:
1. Educadora preeminente de la persona en su niñez
2. Estabilizadora de las disposiciones anímicas del adulto
3. Proveedora del factor más radical de la empresa y de la sociedad
4. Consumidora fundamental en el ciclo económico de la empresa (sin el que la empresa no subsistiría)
Al comparar los objetivos de las dos organizaciones, se justifica la relación constructiva sugerida por el autor en el título. Una y otra se necesitan. La familia resulta ser el educador más poderoso del ser humano, tanto para hacer viable al hombre en sociedad, y a la empresa en particular; y ésta proporciona los medios económicos y la cultura adecuada para que el humano se perfeccione al trabajar.
El problema surge cuando la empresa absorbe casi en su totalidad a quienes la conforman, empujándolos a sacrificar su función educadora en la familia que forman, y con ello impidiendo el cumplimiento de su función humana. Ha perdido así su naturaleza como medio al servicio del hombre para pretender ser un fin en sí misma, enrareciendo consigo a la familia.
La familia, siendo una institución notoriamente débil, tiene en sus manos la llave del caudal más poderoso de la sociedad: la educación de sus miembros. Cuando la empresa utiliza su poderío y lo lanza sólo visualizando sus objetivos económicos, corre el riesgo de cortar las alas de su futuro, depredando a quien en último término es su proveedor más importante de empleados: la familia.
Se trata de que la empresa facilite y ponga las condiciones que permitan «un ambiente sano para el desarrollo de las capacidades de la familia, llamada a generar el potencial más caudaloso de riqueza humana» (p. 123).
«No es posible ocultar la crisis generalizada que atraviesa la familia occidental» afirma Ibarra, argumentando «la pérdida de la intimidad familiar particularmente expuesta a la agresividad comercial de la propia empresa () y la correspondiente falta de preparación pedagógica en los padres para afrontar con cualificación el complicado y difícil reto de la educación, especialmente en una sociedad expuesta» (p. 119).
Ibarra atribuye esta crisis a que la empresa «ha sacrificado el mejoramiento de las personas en favor de la generación de riqueza» (p. 121). Si los padres se han visto obligados a descuidar el hogar es porque el trabajo les demanda el tiempo que debieran dedicar a sus hijos.
Es un círculo vicioso: la empresa exige demasiado tiempo, los empleados descuidan la familia, la empresa sólo contrata personal que pueda dedicarle todo su tiempo, la familia entra en crisis y descuida su actividad educadora y con ello la empresa pierde su mejor departamento de reclutamiento y formación de personal.
Pero la empresa no se ha percatado de que en la organización familiar se forja su propia subsistencia. Dicho en palabras del autor «ha depredado su célula fundamental, la que le da vida» (p. 121).
La recomendación de Ibarra es contundente: «abogar por descubrir un medio ambiente más sano no sólo para la vida física de los peces, de los mamíferos, sino un hábitat más adecuado para el desarrollo armónico y equilibrado de la personalidad humana. Y ese lugar es la familia» (p. 123).
PENSAR A LARGO PLAZO
La solución podría consistir en un pacto de mutua conveniencia: «son las familias las que aportan los factores de producción y las que reciben los bienes y servicios que producen las empresas; a cambio, las familias reciben rentas, sueldos, etcétera» (p. 105). Pero sobre todo, en la necesidad de que la familia eduque a los hombres durante el tiempo en el que mejor se asimilan los conocimientos y los patrones de conducta, requisitos para el crecimiento como persona de los que trabajan en la empresa.
El error es suponer que «ambas realidades han progresado independientemente en la sociedad, apenas sin tocarse y sin influirse» (p. 130), o que la unión depende sólo de lo económico. Lo que hace el autor es mostrar la sólida unión que en el surgimiento y desarrollo de ambas instituciones existió, y que con el paso del tiempo se ha ido desgastando.
Pero no bastan las buenas intenciones. Para que familia y empresa sobrevivan es urgente replantear lo que las dos instituciones persiguen: el perfeccionamiento de la persona y la sociedad. Por eso se propone que la empresa custodie y ayude a preservar y potenciar a la familia como núcleo educativo privilegiado y con ello habrá cuidado la célula doméstica donde radica gran parte de su futuro.
Algunas corporaciones de Estados Unidos ya han dado los primeros pasos para el rescate de la familia y de la empresa misma. El objetivo central es que la empresa haga una apuesta a favor de la familia ponderando su aportación y proponga, entre otras cosas, reorganizar los horarios de trabajo de sus empleados, de tal modo que puedan dedicarle más tiempo a sus familias sin poner en riesgo su puesto, a través de cuatro puntos concretos:
* Cuidado de hijos
* Cuidado de ancianos o personas discapacitadas
* Permisos de abandono temporal y recontrataciones
* Trabajo flexible
Lo único que se le pide a la empresa es que «piense a más largo plazo no sólo en función del factor más exigente, sino también del más radical, aunque sea más débil. Y es el más radical por la trascendencia de la persona y de su trabajo, y porque resulta ser el motor que hace funcionar el resto» (p.133).