Por extraños mecanismos de asociación mental, cuando acepté abordar el tema del criterio recordé a cierto autor que confiesa su inveterada afición por esos espacios abiertos y definidos llamados ventanas. Esto viene a cuento porque una ventana guarda cierta relación con el criterio, entendido como forma única de ver el mundo; norma para discernir; capacidad de enjuiciar por sí mismo, y marco intelectual que da sentido a la aventura humana de explorar y conquistar el mundo.
Una ventana supone aire, luz, color. En su cotidianeidad comunica perspectiva, claridad y placidez al sentido y a la mente. En su magia proporciona al espíritu discreta intimidad, libre apertura, firme arraigo. Es como un libro abierto a la vida, lección de realidad: deslumbrante o sórdida. Podemos verla como un diorama de historia, o un espectáculo estimulante que franquea la entrada a un sinfín de posibilidades. Abrir una ventana es descorrer el velo que oculta la verdad de las cosas.
Podemos decir que lo que llamamos criterio propio se asemeja a una ventana abierta desde la cual cada uno aprecia el mundo y toma posición personal ante la existencia. Desde esa visión, única, irrepetible en el espacio y en la historia, arranca nuestra puesta en marcha hacia las cosas (contemplación) y hacia los demás (amistad). Es mantener contacto con la vida, aprender a no separar ni confundir inteligencia e imaginación, voluntad y afectividad, libertad y espontaneidad, fines y medios. Mientras más clara sea esa visión, mejor podrá alentarnos a aspirar a lo que está más allá y por encima de nuestra situación presente.
BRÚJULA PERSONAL Y DIALOGO CON LA REALIDAD
Pero si nos dejáramos arrastrar por esta afición hasta maximizarla, de modo que en todas direcciones desaparecieran sus límites que fueran un puro vano infinito, terminaría por no haber paredes… pero ¡tampoco habría ventanas! Otro tanto ocurriría si minimizáramos la oquedad de la ventana hasta hacerla desaparecer. En este caso sólo tendríamos una pared cerrada. Nuestra realidad sería un mundo sin ventanas.
Mutatis mutandi, demasiado estrecho o demasiado abierto el criterio deja de ser la regla, la medida justa para distinguir entre dos o más alternativas, para discernir entre lo verdadero y lo falso, porque primeramente es un acto judicativo del intelecto: un problema gnoseológico. Coincide con el anhelado pensamiento crítico que estimula, regula e integra nuestra vida intelectual, cuando ésta aspira a armonizar verdad y certeza, veracidad y sinceridad.
El criterio personal se caracteriza como clave, en parte natural y en parte adquirida, de la cual se vale el intelecto para abrir, leer e interpretar la verdad impresa en la realidad. Naturalmente, dada la unidad del psiquismo humano, el criterio autognosis y cosmognosis que cada uno se forma deviene criterio de actuación y conducta, adquiriendo así su connotación ética. Se exterioriza en modales, indumentaria, palabra, en el modo de estudiar o trabajar o en el cumplimiento de los deberes. Así se explica que el buen criterio se vea como el conductor de la vida de quien aspira a conjuntar la honradez intelectual y la moral, fundidas en una unidad de vida.
Un criterio así sólo es posible si se admite:
a) la existencia de una realidad transubjetiva,
b) la capacidad humana de conocer la verdad impresa en esa realidad,
c) la continuidad natural entre conocimiento sensible e intelectual, y
d) la posibilidad de aciertos y yerros en el acto cognoscitivo.
No es fácil admitir todo esto. Siempre hay quien se siente como Adán y Eva antes de probar el fruto prohibido: sin la perplejidad de tener que discernir entre alternativas. Hay, también, quien se siente como Atenea, que nació, adulta, madura, sabia, inerrante, perfecta… y sin madre, de la cabeza de Zeus; o quien intenta esquivar el trabajo de discurrir responsable y comprometidamente, por la vía de la identificación total hombre-mono. En cualquiera de estos casos, es lógico que el criterio, como diálogo con la realidad y brújula personal en la búsqueda, adhesión y fidelidad a la verdad, salga sobrando.
NI CONFORMISTAS NI CRÍTICOS A ULTRANZA
Criterio es un término perenne, afín a norma, canon, perspectiva, buen juicio, sensatez, cordura Procede del griego krités (juez) de donde se deriva kritérion (norma, regla, guía). En cualquier caso significa medio y modo habitual de juzgar con rectitud.
Según esto, es la regla para decidir qué es verdadero o falso. Este acto judicativo, referido a la bondad o maldad de los actos humanos qué se debe hacer o evitar es lo que llamamos conciencia moral.
Etimológicamente, criterio es la norma positiva y crítica que usa la persona para no dejarse arrastrar por el ambiente, para pensar por su cuenta, midiendo su conocimiento por la realidad, la verdad. No se trata de si el criterio es estrecho o amplio, sino si es personal, recto, razonable y justo.
No es un sistema de valores impuesto para condicionar nuestra conducta. Tampoco un hábito mecánico proyectado en nosotros por el ambiente social, ni un simple reflejo condicionado, ni un mero mecanismo de introyección.
El criterio bien formado es la forma responsable de ejercer la libertad en cuanto amplía las alternativas de pensamiento y acción, y realiza la condición para deliberar y elegir. Es intentar ver el mundo tal cual es, examinar distintos sistemas de valores y captar el ritmo de la vida; es toma de conciencia que clarifica, estimula y sugiere la respuesta personal que la realidad exige. Ser libre es, así, actuar según el propio criterio.
Ejercerlo es tarea siempre positiva y necesaria. No hacerlo dice Alejandro Llano sería síntoma de inmadurez y conformismo, o manifestación de algo reprobable: dogmatismo. Por el contrario, la actitud crítica a ultranza no acepta nada como firmemente establecido y pretende que el hombre adulto debe someter todo a un examen implacable, basado exclusivamente en su propio juicio.
Tal actitud esconde una clara inconsecuencia, pues acepta sin vacilar slogans ideológicos que no han sido sometidos a la crítica propuesta como método universal. Y es que, en rigor, no es posible criticarlo todo. Si la actitud crítica fuera consecuente y radical, nunca podría detenerse: jamás habría conocimiento alguno cierto, ni normas u orientaciones para actuar. Ni siquiera sería viable la propia crítica que por radical que quiera ser se realiza siempre desde la aceptación de unos presupuestos .
CARAS VEMOS, CRITERIOS NO SABEMOS
El criterio no es una reliquia, al contrario, algunas de sus notas son su universalidad, intencionalidad y actualidad. Todo hombre, al llegar a la llamada edad de la razón o de la discreción (cuando es capaz de conocerse y conocer el mundo con pensamiento abstracto), posee un criterio propio más o menos formado y consistente… o deformado e inconsistente. En este último caso aparecen los conocidos «falsos criterios». Sin pretender un análisis exhaustivo presentamos algunos de ellos, recordando que nadie es inmune a padecer los pseudocriterios:
Absoluto. Creer que el criterio debe ser absolutamente independiente, ajeno a toda influencia para evitar la destrucción de la preciosa flor de la personalidad. Confunde libertad e independencia, olvida que las dependencias pueden ser cadenas, pero también fortalezas. Se ha acrecentado en la era moderna, era del advenimiento del yo y del frenesí del self: autoanálisis, autorrealización, autoestima… Es el prejuicio de conseguir autoconciencia absoluta de todos los estados subjetivos del yo; de autoerigirse en norma y realización única de sí mismo. Naturalmente, una cosa es recibir ayuda y usarla con inteligencia, y otra vivir con un criterio de «segunda mano».
Homeostático. Reduce el criterio a placidez orgánica. Según esto, la autorregulación del organismo æequilibrio entre necesidades y satisfactores (homeostasis)æ determina el modo de ser personal. Desde luego, este equilibrio y sus perturbaciones influyen en nuestro psiquismo y debe considerarse al formar el criterio, pero está demostrado que éste es distinto a la mera conciencia biológica.
Sombra. Jung denomina así el pseudocriterio reducido a lo negativo de la personalidad. En la medida en que el criterio se reduce a lo primitivo que hay en cada uno, es una especie de criterio instintivo o espejo, que refleja la carga genético-inconsciente del super-yo-colectivo: atavismos inculcados por los demás cuyas filias y fobias hemos introyectado y reflejamos como propias.
Sensible. Reducido a estados afectivos de gusto o disgusto. Se caracteriza por irreflexión, inmediatez e indefinición. Exagera las cualidades de lo que le agrada y los defectos de lo que le desagrada. Es el subjetivismo sentimentalista, las tendencias de la sensibilidad o sentimientos influyen más en la voluntad que la inteligencia. Muy extendido en la cultura actual para mantener y tratar al hombre a ese nivel, más manipulable por ideologías, modas o precios, y más vulnerable a la seducción publicitaria.
Heterodirigido. Corresponde al hombre bonsai al que se le dice: «Eres libre de opinar lo que quieras…» pero antes se le dijo, por medio de las corrientes de opinión, qué es lo que debe opinar. Es el criterio de la persona «que vive en una comunidad de alto nivel tecnológico y dentro de una especial estructura social y económica (basada en el consumismo), al cual se le sugiere constantemente (a través de los medios de comunicación) aquello que debe desear y cómo obtenerlo, según determinados procedimientos prefabricados que le eximen de tener que proyectar arriesgada y responsablemente» .
Afectado, cerrado o fariseísta. También llamado hipócrita, afirma principios negados por sus actos; mide con vara benigna su parecer y con rigurosa el de los demás; frecuentemente ostenta cualidades o sentimientos que en realidad no lo son o no posee. Propio de personas de buenos principios pero de malos finales.
Iconoclasta. Autollamado abierto; por huir de la hipocresía y estrechez ingenuamente se lanza en el sentido opuesto, en busca de apertura, ignorando que tras la hipocresía no siempre está la autenticidad, sino el cinismo; suele devenir en criterio cínico.
Escéptico. Niega la existencia de cualquier verdad, desconfía incluso del conocimiento sensible; sólo se fía de las apariencias inmediatas presentes en la conciencia (fenomenismo), se conforma con conocimientos de valor práctico y probable (probabilismo).
Agnóstico. Afirma la imposibilidad humana de conocer la verdad.
Subjetivista. Cree que la verdad la establece un sujeto individual (individualismo), la conciencia colectiva de una sociedad (sociologismo), o el acuerdo entre expertos (cientismo).
Relativista. Piensa en verdades camaleónicas, protéicas, cambiantes según su relación con individuos, circunstancias o épocas, sin entender que la verdad no depende del tiempo. Frecuentemente lo causa la neomanía: manía por lo novedoso, prurito de estar al día. Gilson lo expresa así: «Es verdad que existió una vez la superstición de que todo lo viejo era verdad; pero ahora sufrimos la contraria y no menos peligrosa superstición de que todo lo viejo es falso y todo lo nuevo es verdad… Fue una gran tontería que algunos medievales creyeran que todo lo que Aristóteles había dicho era verdad, simplemente porque lo había dicho él. Pero, ¿no sería igualmente o quizá más tonto aún creer que todo lo que Aristóteles dijo es falso, porque lo dijo cuatro siglos antes de Cristo?» .
Filisteísta. Acepta verdades según su utilidad o precio; propio de nuevos ricos de la cultura, que la convierten en esnobismo elitista. Una variante es el carterista del intelecto o plagiario: pronto a apoderarse de las ideas de los demás; hábil para escamotear cualquier idea brillante o valiosa que asoma de algún intelecto ajeno para luego lucirla como propia.
Maniqueísta. Incapaz de una visión completa, escinde la realidad y todo lo ve bipolar, sin tonos intermedios.
Diletante. Ostenta inoportunamente o finge saber: afirma cosas que no sabe o sabe a medias. Coincide con la pedantería que denuncia García Morente: suple el auténtico saber con oropeles intelectuales (gestos, medias palabras, frases huecas, citas rebuscadas…). Puede resultar brillante y entretenido o pesado y obtuso. Una variante es la pedantería incontinente (hablar de cosas que sabe, pero que no vienen a cuento, sólo para exhibirse). En cualquier caso, es pedantería de tontos porque se desenmascara con facilidad o por sí sola; es generalmente inofensiva, salvo para los propios pedantes y sus oyentes.
Fanático. Se cree penetrado por luces sobrehumanas e inmune al error; oráculo que habla en nombre de un principio absoluto y pretende esa misma calidad en sus palabras.
Modernista: Racionalista, no acepta verdad que no se deduzca racionalmente a partir del cogito. Empirista, surge como reacción frente al racionalista, aunque acepta el punto de partida inmanentista: limita el ámbito de la verdad a lo captado por los sentidos. Idealista, el mundo conocido por el sujeto es construcción activa de él mismo. Romántico, sólo es verdadero lo aceptado por el «corazón», en el sentido sentimental del término. Pragmatista, identifica verdad y bien con lo que sirve para la acción técnicamente exitosa.
LA TENTACIÓN DEL CRITERIO ÚNICO
Esta visión caleidoscópica tiene raíces profundas. Revisemos algunos intentos de establecer un criterio único para determinar la verdad y normar la conducta humana.
En la época posaristotélica, Epicuro establece la sensación como criterio de verdad y el placer sensible como criterio de bien. Para los estoicos, la representación comprensiva es el criterio de verdad, y vivir conforme con la naturaleza, el de conducta. En cambio, los escépticos, al negar toda verdad y validez a cualquier criterio, se deciden por la adhesión a los fenómenos y por una vida acrítica, abandonada a las costumbres, leyes e instituciones tradicionales.
Descartes retomó el problema con todo vigor al intentar edificar una filosofía con validez universal y necesaria, según el modelo matemático. El positivismo mira al escepticismo y considera que lo único real y positivo es la materia.
Recientemente, el neopositivismo reavivó el problema al pretender una filosofía semejante a las ciencias positivas de lo real, de ahí el fisicalismo de algunos, quienes basan su criterio en el principio de verificabilidad: una proposición sólo tiene sentido semántico si es verificable y verificada con comprobación experimental e intersubjetiva.
Estos intentos han sufrido censuras y alteraciones, aun entre seguidores de una misma escuela, sin llegar a un acuerdo unánime. Desde luego, el mejor criterio de verdad es la evidencia, pero no siempre es posible la certeza de estar ante lo evidente. Lo que sí es claro es que toda filosofía, ciencia y arte, incluso sin una doctrina explícita al respecto, suministran siempre una norma de verdad que dirige el pensamiento y las elecciones humanas, especialmente las más decisivas. (Por fortuna, a pesar de que en estas discusiones el criterio parece extraviado, la inmensa mayoría mantiene un mínimo de sensatez y vive contenta acertando, errando, rectificando, recomenzando de modo normal, según un criterio maduro).
CRITERIO A LA DERIVA
Este claroscuro justifica que una prioridad del trabajo científico y de la educación del siglo XXI sea la formación del criterio. A su descuido se debe «el hondo dualismo característico de la conciencia moderna en la valoración de la vida, que separa toda realidad en dos terrenos aislados: naturaleza o cultura, razón o sentimiento, individuo o colectividad, materia o espíritu, moralismo o inmoralismo, misticismo o ateísmo, vida privada o vida pública… El sujeto moderno se encuentra colocado frente a una alternativa constante, sin otra solución que la de optar por uno solo de los valores en conflicto. La generalidad de los hombres modernos acepta tal dualismo como un hecho indiscutible, y actúa en consecuencia, tratando de orientar su vida unilateralmente, siendo inevitable, pues, que cualquiera que sea la elección, uno de los aspectos de la vida resulte sacrificado» .
En el extravío del criterio concurren otras causas y efectos. La sociedad, como subjetividad comunitaria, parece moverse a sí misma por leyes propias, inconscientes y fatales. Toda decisión es impuesta de modo anónimo por una dinámica social que progresa mediante la pasionalización de la masa.
El criterio personal parece haber desaparecido. No queda sino soportar una autoridad anónima y mecánica, que impone existir en pasiva conformidad con la anodina realidad. El dilema planteado es individuo o sociedad, como si todo avance personal representara un atentado social y viceversa.
El individuo se sabe sujeto a una manipuladora «democracia», cuyo vehículo es la agresiva publicidad, comercial o ideológica, que triunfa a través del control subliminal de los impulsos emocionales de la masa. Así se explica la creciente popularidad de los métodos de evasión: tranquilizantes, terapias, alcoholismo, sensiblerías pseudorreligiosas, industria sexual, activismo…
Todo esto tiene un mismo origen: la frustración de la sociedad masificada, caldo de cultivo de irresponsabilidad, corrupción y violencia. Así, frustración, violencia y búsqueda de placer se corresponden. La violencia se asume como diversión. Resultado: una persistente sensación de vacío alternada con desconfianza y miedo. Muchos piensan que en realidad no hay nada que perder ni que ganar; que el hombre no necesita de criterio propio porque no sabe a dónde va y, si no sabes a dónde vas, no importa el camino que tomes.
Los humanismos del siglo XX tampoco ofrecen soluciones. Utópicos y genéricos, olvidan la persona individual y anteponen el progreso de la especie al individuo. Aunque hayan logrado caminatas espaciales o reproducir mamíferos genéticamente, no han podido responder satisfactoriamente a la pregunta radical: ¿Cuál es el sentido de mi de nuestra existencia?
NI IMPONER NI DEJAR AL AZAR
Formar el criterio, desarrollar del modo más pleno posible la capacidad de razonar con fundamento en la realidad y a partir de ella, no es algo que podamos realizar por nosotros mismos. Como tal, el criterio no puede ser punto de partida del proceso educativo, sino uno de sus más anhelados resultados. Por ser inherente a nuestra naturaleza se configura en cada uno de modo espontáneo, pero ¿puede «diseñarse»?
La respuesta siempre ha sido afirmativa. A este respecto dice Chesterton: «una idea digna como una mujer digna sólo se conquista por medios dignos, con su lógica consecuencia de fidelidad y congruencia». Una idea digna será aquella que conduzca a acciones dignas. Los medios dignos para conquistarla son:
1) saber escuchar, preguntar, leer, estudiar… esto pone al hombre en condiciones de apropiarse de las grandes ideas del mundo cultural;
2) saber observar, reflexionar, meditar, investigar, innovar… le permite descubrir y aportar nuevas ideas (en el entendido de que es preferible coparticipar de grandes y verdaderas ideas, a crear errores o mediocridades).
En el hombre hay ciertas disposiciones ínsitas que distinguen el psiquismo de los individuos y lo capacitan, en igualdad de educación, para establecer el criterio personal. Este fundamento innato, contra lo que creía Rousseau, no posee la fórmula exacta e infalible para llegar por sí solo a su plena realización, necesita ser ayudado por la educación.
Evidentemente, formar el criterio no es fácil, incluye desde problemas éticos, ¿qué derecho tiene la educación a intervenir en ese núcleo íntimo de la personalidad?; hasta técnicos, ¿cómo y cuándo, con qué medios?
Sin embargo, en la práctica, parece que para realizar este aspecto delicado basta hacer bien el trabajo del auténtico educador. Como toda educación, más que técnicas, requiere actitudes: respeto, confianza y… paciencia. Evitemos dejar solo al educando, imponerle un criterio, dejar esta formación al azar o improvisada.
No se trata de trabajar por el educando, sino con él. El tacto pedagógico consiste en demostrar, despertar y alentar, con palabra y ejemplo, la necesidad natural de saber; no perder de vista los objetivos; señalar (in-signare: enseñar) el camino (método) a seguir; prever estrategias para dirigir las operaciones hacia un aprendizaje eficaz, y subrayar el valor formativo de la valoración del progreso: siempre es grato saber que avanzamos y conocer el resultado del esfuerzo. De este modo, formar el criterio será ejercitar al alumno en el uso responsable de su libertad.
DESPERTAR EL YO-CRÍTICO-IDEAL
Es un proceso de movimiento perpetuo. Desde los primeros momentos de la vida, las experiencias personales (ambientes, educación, amistades…) perfilan un estilo propio de entenderse, de entender el mundo y de relacionarse con él. Se adquiere, progresivamente, una forma única de ordenar la vida y participar con otros criterios convergentes o divergentes en la administración del mundo.
Vale aquí el decir de Quintiliano: «Nunca es demasiado pronto para iniciar esta formación». Si el criterio es la impronta que deja en nosotros el vivir humanamente, su formación durará toda la vida. Pero llega un momento en que es necesario pensar por cuenta propia, ser autónomos y tomar las riendas de nuestra vida. Esto es especialmente claro cuando la persona es apta para el pensamiento abstracto; cuando no sólo quiere comprender la esencia de la realidad, sino además qué es ella misma, qué debe pensar, creer y hacer conforme a su naturaleza… y a su criterio. Es la tensión natural entre el descubrimiento del yo y su proyección hacia los demás, el futuro y la trascendencia.
Con la adolescencia aflora el apasionante y difícil problema de perfilar el yo-crítico-ideal, al cual se desea ser fiel. Se entabla entonces un combate más o menos consciente para liberarse de los lazos impuestos. Visto positivamente, es el despliegue del sentido de responsabilidad, de la justificación de sí mismo en relación con la realidad física y social de la que forma parte. No se puede conseguir un criterio propio sin este encuentro entre la tendencia natural y la realidad; donde ambas deben estar abiertas.
El criterio se muestra, entonces, como aspiración, intencionalidad, apertura y conciencia de realización.
La educación familiar, escolar debe velar por crear un ambiente adecuado para desarrollar ese yo-crítico-ideal; erradicar con firmeza las malas hierbas: suspicacias, imposiciones, rencores… Fomentar la laboriosidad y serenidad sin gritos, altercados o negligencias. Ambiente de alegre calma sin prisas o improvisaciones detenerse a hablar… o a callar, de exigencia amable y comprensiva que invite al estudio, al trabajo cooperativo que ayude a enfrentarse consigo mismo, a evaluar fuerzas y recursos actuales con miras a madurar; donde se alternen períodos de trabajo y descanso.
Conviene ejercer una discreta ayuda para que el educando aprenda a aplicar su criterio de acuerdo con las fases de todo acto racional: conocimiento del fin, deliberación, decisión y realización práctica, para disfrutar o sufrir los resultados. La autodeterminación aumentará a medida que el educando cubra sucesivas etapas de desarrollo.
Se dice que en educación como en economía deben crearse necesidades, motivos para aprender. La enseñanza consistirá en recrear situaciones problemáticas que exijan del educando enjuiciar correcta y globalmente sucesos, correr riesgos graduados de sus decisiones y ejercer su derecho a acertar o equivocarse.
SÓLO LA VERDAD SE IMPONE
Aunque el joven está llamado a dirigir su propia vida, la tarea del educador padres o maestros durante los años de formación es extremadamente importante y delicada. Si el criterio es norma de verdad, nadie puede imponerlo, sino la fuerza de la verdad misma. No valen frases hechas, lugares comunes, órdenes, demostraciones de poderío o «sermoneo»; las naturalezas débiles lo sobreestiman y las fuertes se rebelan. El ridículo, el desprecio y la ironía provocan reacciones de defensa.
El nivel y calidad del educador es lo importante. Los jóvenes reconocen su ascendiente, consienten escucharle y dejarse ayudar cuando su dirección evidencia responsabilidad por la formación de su personal criterio como educador: «¿Puede acaso un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un hoyo?» .
Por su parte, la misión de la educación escolarizada, particularmente en los niveles medio y superior, es velar por el desarrollo, cultivo y transmisión crítica del saber: la formación del criterio. Para ello, ha de orientar toda su enseñanza a integrar en el alumno las funciones del pensamiento científico y filosófico, con el uso de un lenguaje significativo ordenado a todas las fases del proceso de aprendizaje: recepción-percepción, reflexión-elaboración, resolución-memorización, expansión-creación, valorización-aplicación.
Para lograrlo, busca los recursos didácticos más adecuados para despertar en los alumnos la actitud reflexiva y filosófica que suministra principios, recoge, criba, integra y juzga los saberes particulares. Sólo así se cumplen los propósitos de la educación superior:
Formación integral. Dirigida a adquirir capacidades académicas y profesionales que doten de una cultura general, cultivo del gusto, sentido crítico y capacidad de juicio.
Formación intelectual. Dirigida a lograr la unidad interior del educando, a cultivar el intelecto como capacidad de distinguir el valor de cada área del conocimiento, de analizar el contenido e intención de los mensajes. Es aprender a descubrir, en la diversidad y hasta en la contradicción que suele haber entre los saberes y opiniones particulares, aquello que es verdadero y da unidad, sentido y coherencia al pensamiento propio. Es lo que se llama saber saber, para lo cual se requiere saber aprender, saber enseñar, saber aplicar.
De este modo, el criterio no es un resultado arbitrariamente impuesto. Cada quien elige y construye, con fundamento real, su propio criterio y, al hacerlo, elige el tipo de persona que desea ser. No ha perdido, pues, vigencia, el parecer diogeniano: «Un criterio sabio sirve de espuela a la juventud, de consuelo a los viejos, de riqueza a los pobres y de adorno a los ricos».