No podemos conformarnos con una transición ordenada, hemos de buscar que este cambio catalice el despliegue de fuerzas y recursos, recoger la oportunidad que se nos brinda de pensar y actuar en un nuevo país. Este artículo ofrece puntos de reflexión, marca directrices para el cambio, evalúa el proceso de maduración política y señala posibles criterios que definan nuestras acciones en orden a hacer posible ese paso.
Para empezar me centraré en algunas consideraciones sobre el marco institucional y los retos que para América Latina, y particularmente para México, presenta la nueva situación política y económica producida por la globalización, la democratización del sistema político y las transformaciones sociales.
VARIABLES MACROECONÓMICAS
Claramente podemos observar tres ciclos de crecimiento económico en América Latina durante la década de los noventa. El primero tuvo su punto culminante en 1994, y cayó estrepitosamente a raíz de la crisis mexicana; el segundo llega a su apogeo en el trimestre mayo-julio de 1997, pero se interrumpió por los efectos de la crisis asiática y más tarde por los de la crisis rusa; el tercero inició a finales de 1999 y lleva una línea ascendente sin haber llegado todavía a los niveles anteriores.
Las lecciones aprendidas en estas crisis y ciclos de auge llevan a recomendar, de acuerdo con la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe), una política económica contracíclica apoyada en tres pilares fundamentales: política cambiaria flexible para evitar una nueva sobrevaluación; política fiscal que permita programaciones plurianuales y considere la necesidad de fondos de estabilización; y una política monetaria para que las tasas de interés apoyen la inversión productiva.
Al mismo tiempo se requiere: 1) reforzar el sector financiero doméstico mediante una supervisión y regulación prudente, 2) manejar la estructura de la deuda pública y privada tanto externa como interna de modo apropiado, y 3) coordinar las políticas macroeconómicas con los factores microeconómicos y la política social control democrático del poder.
NUEVO DISEÑO INSTITUCIONAL
Si los países de América Latina siguen el curso sugerido, es razonable esperar mejorías sustanciales con una economía que permita afrontar mejor sus desafíos, aunque al mismo tiempo se requiera una acción más decidida para elaborar modelos de desarrollo que incluyan el nuevo diseño institucional y que además promuevan un marco sistémico de desarrollo.
Después de caer el Telón de Acero y de la aparente pax estadounidense, urge revisar las condiciones competitivas, ya no sólo entre las empresas consideradas individualmente, sino entre el conjunto empresarial que forma el sistema industrial de Latinoamérica.
El estatismo y la privatización, el centralismo y la lógica de suma-cero están muriendo. Los moldes ideológicos tradicionales son insuficientes para expresar las nuevas formas que la economía social de mercado, las libertades civiles y la democracia representativa deben asumir en el siglo XXI.
El reto es formular alternativas creíbles de desarrollo, institucionalización y relación de los diversos actores sociales, ya sin la tutela omnipresente del Estado protector o depredador.
La sociedad globalizada supone un flujo de información que requiere una potente infraestructura para convertir datos en conocimientos operativos. El desarrollo de conocimientos supone, para hacer posible la innovación, la integración de dos aparentes opuestos: cooperación y competencia.
Las sociedades democráticas, nuevas y viejas, deben hacer compatibles las dos esperanzas fundamentales del progreso: aumentar el bienestar material en sus sociedades y garantizar espacios más amplios para el desarrollo y despliegue de la libertad individual. Ésta es la gran tarea democrática de los próximos años.
TUTORES NO, GOBERNANTES
Al iniciar una nueva fase de su desarrollo político, México avanza en la democracia suscitada por la alternancia, por ello debe revisar sus instituciones y convenios sociales básicos.
El nuevo régimen político es una esperanza para la vigencia efectiva de condiciones sine qua non para el desarrollo: respeto a la ley, eficaz separación de poderes, contrapesos y colaboración entre las ramas del gobierno, distinción del gobierno y de los partidos, mayor libertad para la organización social y mayores posibilidades de participación ciudadana, sobre la base de información transparente y rendición de cuentas efectiva.
Durante el siglo XX la sociedad mexicana fue tutelada por un sistema político pseudo democrático , por un gobierno-partido que, fundado en el clientelismo, instituyó el corporativismo como medio de control político con resultados sociales y económicos más que cuestionables.
A pesar de todo, en un prolongado proceso de emancipación, la sociedad mexicana creó conciencia de sus posibilidades, integró asociaciones e instituciones y logró modernizar y avanzar en el sistema productivo, la competitividad y la calidad de la mano de obra.
Bajo presión interna y externa, el gobierno autoritario emprendió una reforma abriendo espacios para la oposición, organizada cada vez más inteligentemente y cuya influencia permeó la composición social de México hasta hacer creíbles y posibles sus propuestas.
La mayor apertura económica integrar al país en la globalización imperante logró una sociedad consciente de sus limitaciones y posibilidades. En las últimas tres décadas nos hemos esforzado en construir la democracia, de manera imperfecta si se quiere, con debilidades y lagunas, pero con la confianza de que se dan las condiciones que garantizan la elección de otras opciones, sin marginar las oportunidades del progreso.
RECONQUISTAR LA AUTOESTIMA
El valor de la transición democrática en el país consistirá en su capacidad para trasformar este esfuerzo social en aprendizaje colectivo: nunca más nadie por encima de la ley ni con todo el poder; siempre, garantizar la libertad individual y el progreso material compartido.
Las metas son, pues, libertad y crecimiento. Los medios, la vigencia de la ley y el poder compartido. Para el crecimiento hace falta desarrollo económico e innovación tecnológica, porque «no podemos ser libres cuando somos débiles» tanto en el plano interno como en nuestras relaciones con el exterior.
La innovación en el mundo globalizado supone una cooperación más dilatada, desde los lugares de trabajo, en cada sector de la producción, hasta los acuerdos parlamentarios entre los partidos, pasando por la colaboración de las empresas en el desarrollo del sector social.
La libertad exige reconquistar la autoestima que, entre otras cosas, requiere autodesarrollo y aseguramiento material de los esfuerzos a través del derecho de propiedad, garantizado de la manera más plena y con un sentido de responsabilidad social.
Para ello hace falta reconocer la existencia de los otros, no sólo tolerarlos, sino aceptarlos e incluso quererlos; se trata de algo muy práctico, no de una idealización. Aceptarlos no como carga, sino reconocerlos en su dignidad, autonomía y capacidad de autodeterminación y contribución a los procesos económicos y sociales que hacen posible el crecimiento.
Por lo menos en los últimos 30 años, México no progresó al ritmo que debiera ni logró afrontar las necesidades y deseos de una población con ansias de mejora. Nuestro gran potencial espiritual y creador se desaprovechó. Sectores enteros de la industria produjeron artículos que no interesaban a nadie mientras carecíamos de lo verdaderamente necesario.
Vivimos en un ambiente social depravado, moralmente enfermo, acostumbrados a decir una cosa pensando otra. Aparentamos incredulidad, desinterés en los demás y egoísmo. Nociones como amor, amistad, misericordia, humildad o perdón han perdido su profundidad y dimensión: para la mayoría son sólo peculiaridades psicológicas o recuerdos perdidos en tiempos lejanos, un poco ridículos en esta época de computadoras y globalización.
El sistema político mexicano del siglo XX tuvo aciertos, pero falló en lo fundamental: hacer del hombre común y corriente la medida del gobierno. Pocos levantamos la voz para denunciar que la población campesina caía en la miseria, al tiempo que la falta de producción agrícola aumentó la pesada carga de la soberanía alimentaria. Hombres y mujeres en sindicatos y organizaciones corporativas fueron utilizados con gran aparato para justificar decisiones que, paradójicamente, los empobrecían. Los ancianos ven con tristeza y angustia que son una carga a pesar de años de trabajo para hijos y familiares cercanos.
Las políticas de corte socialista y liberal no ayudaron. A cambio de prebendas los poderosos exigieron aplausos a las elites económicas, mientras que los medios de comunicación perdían autonomía debido a los sistemas de concesiones y tráfico de influencias favorables para difundir la corrupción a gran escala.
Cuando hablo de la degradación del ambiente moral de nuestra patria, no me refiero exclusivamente a quienes no vieron ni oyeron la pobreza y la desventura, la caída del nivel de vida y la consumación de muchas existencias humanas en la desesperanza y el abandono. Hablo de todos, que de una manera u otra nos adaptamos al sistema, lo aceptamos como un hecho imposible de cambiar y lo mantuvimos. Nos toca ahora examinarnos y reflexionar a fondo.
MEMORIA Y CONFIANZA
Sería una gran imprudencia considerar ajeno el triste legado del siglo XX, como la herencia de un pariente lejano a quien apenas conocimos y ahora nos sorprende con un montón de deudas. Al contrario, debemos aceptarla como perpetrada por nosotros mismos. Sólo así comprenderemos que de nosotros depende lo que hagamos con ella. Si no tuvimos el valor de oponernos, esforcémonos para que su memoria no se borre. Así como los sobrevivientes del Holocausto han puesto todos los medios a su alcance en documentarlo y comprobarlo indefectiblemente para mantener en la memoria su desgracia, así hemos de recordar los errores pasados para evitarlos.
De igual modo, sería erróneo culpar únicamente a gobernantes anteriores, iría contra la verdad y debilitaría el deber que nos apela a actuar independiente, prudente y eficazmente. No nos equivoquemos: el mejor gobierno, el mejor congreso o el mejor presidente no podrán cambiar las cosas solos, y sería absolutamente injusto exigirles sólo a ellos la mejora general.
No dejemos que el progreso se duerma de nuevo. La cultura mexicana no se caracteriza por la apatía o la dejadez, el desinterés o la abulia. Es mentira que sea el obstáculo para el progreso, ansía la verdad, ama la libertad, es ingeniosa y despierta, creativa en su autonomía, tiene imaginación política y capacidad de realización; pero necesita saber que es posible la esperanza, que no todo esta definido por un autor extranjero o una camarilla de poderosos.
Para el siglo XXI los mexicanos necesitamos recobrar la fe en nosotros mismos, en nuestra vitalidad y capacidades. Necesitamos la ayuda solidaria, manifestada en el respeto a las otras personas independientemente de su condición social y económica. El gran reto es devolver la dignidad al ser humano común y corriente, al que no aparece en los periódicos o no se distingue por su especial capacidad de compra, al héroe anónimo de todas nuestras batallas.
EL RETO DE LA SOLIDARIDAD
Es evidente que la batalla democrática no termina en las urnas; debe convertirse en lucha por la democratización social y económica, por el reconocimiento de la dignidad humana encarnada en cada uno nosotros, necesita romper el autoritarismo que nos ha caracterizado en lo político, económico y social y pasar su prueba de fuego en el combate a la desigualdad, la discriminación racial y marginación de quienes no tienen medios de influencia. Nuestra lucha ya no es, no debe ser, contra un grupo político sino contra nuestras propias tendencias elitistas y antiigualitarias.
El enorme desafío para la sociedad mexicana del siglo XXI es reconocer en la persona el resultado fundamental de la capacidad del ser humano para elevarse hacia algo superior, para abrirse en un continuo crecimiento hacia la trascendencia. Por más que el mundo exterior realpolitik, como se decía en los años setenta intente aniquilar esa capacidad, los mexicanos somos conscientes de la gran reserva de energía espiritual que hay en cada uno.
Hemos recibido las más importantes tradiciones humanistas, históricamente somos capaces de infundir en nuestras comunidades, familias, escuelas y ciudades la generosidad y el altruismo, hacerlos centros de irradiación de una solidaridad que se nutre del reconocimiento de nuestro origen y destino común.
Por encima de las diferencias políticas e ideológicas que artificialmente han intentado romper la unidad de la cultura mexicana, una y otra vez ha brotado en todos la solidaridad para resolver problemas y ayudar a quien más lo necesita, aun arriesgando la propia vida. Buena prueba es la intervención de muchos compatriotas en los desastres naturales que han asolado al país en los últimos decenios. Sin distinguir entre pobres o ricos, hemos probado que podemos trabajar, conjugar esfuerzos y ayudarnos desinteresadamente.
Sin esta solidaridad, las crisis económicas hubieran roto el entramado social y hasta las familias, en las que radica nuestra fuerza como nación y sociedad. Esta fuerza única y aglutinadora, capaz de cohesionarnos y darnos rumbo, ha asustado a los poderosos dentro y fuera del país, por ello han atacado al núcleo de nuestra consistencia y unidad: la familia, cuyo espíritu unifica nuestra nación por encima de lo que, aunque distinguiéndonos, no nos divide.
Debemos luchar por una visión de país, en conjunto, que nos lleve a reconocer que la fraternidad existente entre nosotros nunca se ha podido aniquilar, a pesar de los duros golpes. No somos de derechas ni de izquierdas, no somos capitalistas ni comunistas, no propalamos la división entre los trabajadores e intelectuales, no queremos renunciar a nuestro doble origen del que estamos orgullosos. Ésa es la fuente que nutre y da sentido a todas nuestras realizaciones: el componente indígena, que nos define y caracteriza con rasgos propios y originales; y el componente hispano, que nos sintoniza con otras grandes culturas de la humanidad, de las que somos tributarios, herederos y albaceas.
El cambio hacia la democratización integral del país bajo la premisa de justicia y respeto a la ley es mayoritariamente fruto del trabajo y la capacidad de movilizar nuestras energías internas. Hay que llevarlo a un nuevo estado, más generalizado, en donde la libertad de preocuparse por los asuntos públicos no quede en las camarillas de los monopolizadores del poder. Se trata, en suma, de recuperar el espíritu de iniciativa por parte de los ciudadanos del país.
Sin embargo, no basta la iniciativa, hace falta confianza en nosotros para gobernarnos y forjar una nación incluyente y próspera, alejada de la vanidad. Muy a la vista están nuestros errores, omisiones y debilidades, como para dejarnos llevar por el espejismo de un progreso fácil e ilusorio. Al contrario, somos conscientes del gran reto que nos queda por delante.
La confianza en nosotros mismos radica en romper el aislacionismo social interno en el que vivimos; es fe, creer que en cada mexicano late un espíritu capaz de superar el miedo y luchar por el futuro. Estamos recuperando nuestro orgullo, la estimación propia que nos da seguridad, como país y personas, de escuchar la voz de los demás, aceptarlos como iguales, perdonar a los que nos hicieron daño y expiar las propias culpas.
Interioricemos esta noción de confianza como mexicanos que debemos el mejor esfuerzo a nuestro país, porque es la tierra de nuestros de padres y la herencia que dejaremos a las nuevas generaciones.
NO MÁS EL PARIENTE POBRE
Lo anterior debe llevarnos a encarar el papel que como nación estamos obligados a representar en el mundo. Somos un puente entre la cultura hispana y la anglosajona, un país de creciente importancia en Latinoamérica. Por geografía y derecho propio, encabezamos la defensa de la civilización y cultura hispanoamericana, que nos necesita decididos en la lucha por la democratización y el respeto a los derechos humanos, ejemplares en el combate a la corrupción y la impunidad, en la implantación del estado de derecho.
Debemos conservar más que nunca nuestros valores morales que darán al mercado y al comercio su dirección y sentido hacia los fines del hombre y no hacia las concentraciones de poder que sólo benefician a algunos, hacen dependientes a la mayoría y marginan a todos los que reclaman el derecho a una existencia distinta del patrón que impone el nuevo imperialismo globalizador.
No avanzaremos en la política exterior sin apoyar la autodeterminación de los pueblos sobre bases realmente democráticas, defender los derechos humanos y aumentar la calidad de vida de las personas, porque ahora estas expresiones son un compromiso interno insoslayable que debemos compartir con todos los pueblos de la tierra, pero especialmente con las naciones de nuestro continente. Sólo así seremos capaces de recuperar nuestro propio respeto, proyectarlo entre nosotros mismos y conseguir el respeto de otros países.
México no debe ser jamás el patio trasero de cualquier otro país, o un pariente pobre y desprestigiado entre otros países en desarrollo. Aprendamos de las demás naciones, especialmente de aquellas con las que nos unen fronteras, problemáticas comunes y valores compartidos.
Si debemos ser socios, los otros deben admitirnos como iguales, aunque ciertamente con diferentes posibilidades. Necesitamos de los demás, de relaciones multilaterales diferenciadas, pero al mismo tiempo podemos ofrecer al mundo nuestra contribución específica. Si nos lo proponemos, irradiaremos la fuerza de nuestra cohesión y desarrollo incluso material, de comprensión y entendimiento; la fuerza del espíritu, al que alude el lema de la Universidad Nacional: «Por mi raza hablará el espíritu», por encima de la fuerza del poder.
El éxito radica en la salvación del hondo sentido humano que hemos decantado a través de siglos. Somos un pueblo con corazón, tal vez con demasiado corazón, pero ahí está la verdadera solución a los problemas del hombre. Lo que el mundo de la globalización y el libre comercio necesita no es eliminar barreras arancelarias o firmar grandes tratados; su salvación reside en el corazón del hombre, en las consideraciones no sólo económicas, sino humanitarias, en la responsabilidad y humildad humanas.
Los intereses personales, egoístas, estatales, nacionales, de grupo, y hasta comerciales, predominan alarmantemente sobre los verdaderos intereses generales y mundiales. Necesitamos una renovación total de la conciencia, de lo contrario nada cambiará en la existencia del hombre y la marcha del mundo hacia la catástrofe ecológica, social, demográfica, será irreversible.
Si existe el futuro será el de la civilización del amor. En ella tenemos un papel singular: recordar al mundo que los hombres, antes que otra cosa, somos familia, la extensa familia de la humanidad.
Hemos empezado a acercarnos a la democracia, no debemos sorprendernos si es demasiado imperfecta o elemental, hay que comprometernos para perseverar. No cejemos en este empeño, y en él estará nuestra mejor contribución al desarrollo de los pueblos hispanos, de nuestro continente y del mundo.
EL ARTE DE LO IMPOSIBLE
La igualdad que procuramos, la vigencia de la ley y el entendimiento profundo en nuestras aspiraciones son la base para una nueva política y un nuevo sentido del mercado, que sólo pueden ser viables si se fundan en la moral. La lección ha sido costosa: sin moral, la política degenera en autoritarismo asfixiante o en despotismo envilecedor.
Debemos restaurar la política como la más noble actividad, porque de manera inherente posee un sentido moral y de desarrollo humano. Aprendamos para nosotros mismos, y las generaciones venideras, que la política es manifestación del deseo de contribuir a la felicidad de la comunidad, y no fórmula para engañarla o ultrajarla.
La política no es no tiene que ser el arte de lo posible, especialmente cuando se especula, intriga o maniobra pragmáticamente. Es un arte de lo imposible, es decir, el arte de mejorar el mundo y a nosotros mismos.
Sé que frente a los cínicos de todo género, a los pragmáticos del mejor beneficio posible para unos cuantos, mis palabras parecerán una quimera; debo decirles que jamás construiremos un México mejor si no somos capaces de soñarlo.