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Escrivá de Balaguer: trazos para una pedagogía de la alegría

RECIEDUMBRE Y ALEGRÍA

Entresacar del mensaje de Josemaría Escrivá de Balaguer algunos trazos que pudieran servir para bosquejar una pedagogía de la alegría no es sencillo. Mucho menos en nuestros días, cuando la alegría no resulta novedosa ni se presta para adornarse con la parafernalia técnica de la psicopedagogía. (En los índices temáticos y vocales de muchas obras recientes sobre educación ni se menciona).
Toda educación, por serlo, tiende de algún modo a la alegría. Está implícita en los objetivos, medios y circunstancias de la educación. Al hablar de una pedagogía de la alegría proponemos que esa situación de hecho se haga más práctica: más intencional.
La alegría debe ser la nota esencial de la acción pedagógica, entendido que «no es alborozo de cascabeles o de baile popular. La verdadera alegría es algo más íntimo: algo que nos hace estar serenos, rebosantes de gozo, aunque a veces el rostro permanezca severo» (Forja, 520) [1] .
Pero sin la vehemencia del placer, el estrépito de la carcajada o la gran talla de la felicidad, la alegría no pasa de ser considerada un sentimiento elemental, discreto, íntimo. Cuando no se niega su posibilidad, se la ve como algo trivial, mera perturbación hormonal.
Difícil de definir, ignorada como concepto científico, confundida con bienestar, consumismo o delirium tremens, la alegría -al menos conceptualmente- no siempre es bien entendida porque, según Karl Jaspers, el vocabulario psicológico acerca de la vida afectiva dista mucho de poseer la claridad, precisión y fijeza deseables.
Por fortuna, el mensaje del beato Josemaría muestra que la alegría aún es posible, facilita la comprensión entre los hombres y ayuda a la construcción de una sociedad mejor.

FUNDAMENTO HUMANO DE LA ALEGRÍA

Debemos partir de dos hechos contundentes: primero, el ser humano está hecho para el amor -cuyos efectos son la alegría y la felicidad-. Segundo, el amor humano es un acto de libertad, una elección generosa por la que se procura el bien del otro. Así, educar en la alegría es educar para el amor y la libertad.
También es evidente que tendemos por naturaleza a la felicidad, de ahí que la vida humana sea, en cierto sentido, una cadena de necesidades que buscan ser satisfechas del modo más completo posible. A la satisfacción en lo orgánico le llamamos placer, y en lo espiritual alegría o gozo. Esa tendencia es ilimitada, siempre vamos a querer ser más felices que antes.
Sin embargo, parece que actualmente quisiéramos agotar la necesidad de felicidad sólo con placer. El nuestro es un mundo triste que busca diversión, pero se aburre, que incluso trata de convertir en espectáculo las grandes tragedias, naturales o provocadas por el hombre, pero se deprime.
De ahí que, con gran fe operativa en la gracia divina, y confianza comprensiva y exigente en la educabilidad -razón y conciencia- del hombre, el beato Josemaría insista en amar alegre y apasionadamente este mundo, con sus miserias y tragedias, para mejorarlo.
«En esta época de desmoronamiento general, de cesiones y desánimos, o de libertinaje y anarquía, me parece todavía más actual aquella sencilla y profunda convicción que, en los comienzos de mi labor sacerdotal, y siempre, me ha consumido en deseos de comunicar a la humanidad entera: “estas crisis mundiales son crisis de santos”» [2] .
Debe quedar claro que la felicidad y alegría no son el fin de la educación, sino su resultado armónico y consecuencia natural: preparar al educando para que consiga la mayor alegría posible. Quien trate de conseguir una felicidad absoluta en una situación relativa -la vida humana- terminará desesperado como fruto de la frustración.

«NO MAÑANA, ¡AHORA!»

Tensión, fatiga, hastío, incluso tristeza, parecen ser las notas que definen el modus vivendi de amplios sectores de la humanidad. Porque ese nudo vital formado por el trabajo, esfuerzo, deber, convivencia y fe está perdiendo su valor; no pasa de ser, en el mejor de los casos, un anestésico momentáneo del corazón que abstrae el espíritu del vacío en el que parece hallarse.
La educación debe llenar ese vacío en el hombre, estimular su vida interior, colmarlo a plenitud. «La alegría es consecuencia inmediata de cierta plenitud de vida. Y para la persona, esta plenitud consiste ante todo en la solidaridad y en el amor» [3] .
Pero para lograr que la alegría se arraigue en el alma, antes es preciso que dé forma al ambiente educativo. En este sentido es el mejor medio para educar, un modo de viajar -per aspera ad astra- paso a paso, con esfuerzo.
El itinerario que deberá recorrer arranca de un estar lleno de vacío hacia un estar lleno de contenido, o dicho en voz pasiva: estar contento, hasta alcanzar la plenitud dentro de las posibilidades de ese ideal humano, entendido como homo gaudens, «hombre contento».
En esa línea podemos interpretar la amable «llamada de atención» que se nos hace en Camino: «No caigas en esa enfermedad del carácter que tiene por síntomas la falta de fijeza para todo, la ligereza en el obrar y en el decir, el atolondramiento…: la frivolidad, en una palabra. Y la frivolidad no lo olvides- que te hace tener esos planes de cada día tan vacíos (“tan llenos de vacío”), si no reaccionas a tiempo -no mañana: ¡ahora!-, hará de tu vida un pelele muerto e inútil» (17).
Al singularizar una pedagogía de la alegría, el mensaje del beato Josemaría alumbra la esperanza de descubrir, por medio de una adecuada formación, la alegría de la vida ordinaria, construida a base de cosas pequeñas, dando a la propia existencia elementos de estabilidad, ilusión, expectativa y, por tanto, la fuerza necesaria para vivir cada día.La alegría no es algo abstracto o puramente conceptual. Exhiben una alegría íntima y viva, pequeña pero que continuamente está a nuestro alcance como vivencia, recuerdo o esperanza.
Pequeñas alegrías que justifican la insistencia de Escrivá de Balaguer en aprender -y enseñar- a apreciar el valor de toda realidad humana, por pequeña que parezca: «Hacedlo todo por Amor. Así no hay cosas pequeñas: todo es grande. La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo» (Camino, 813).
¿Y no es intención de los educadores cultivar la capacidad de realizar cualquier trabajo con madurez y perfección; fácil, pronta y deleitablemente? (Muy enfermo tendría que estar el educador -padre o maestro- si buscara hacer infelices a sus educandos -hijos o alumnos).

«¿VISTE CÓMO ALZARON AQUEL EDIFICIO…?»

Es necesario distinguir entre los modos en que se presenta la alegría. Ordinariamente, invade el alma de modo inesperado y espontáneo. La Biblia la compara con una brisa o un torrente. Irrumpe, dice el poeta, «de prisa. Atropellada, loca. Bacante disparada del arco más casual… Riente, todo lo baña de luz, todo lo inunda de música» [4] .
Sobre ella no tenemos control y su existencia poco o nada tiene que ver, al menos directamente, con la educación. Debemos recibirla cuando viene y resignarnos cuando se va. Es fruto del temperamento, clima, carácter, la situación del momento o una noticia.
Puede surgir también de la seguridad en una vida joven y sana, presente venturoso y futuro promisorio, independientemente de nuestros méritos o circunstancias. Pero no está en nuestras manos retenerla: la fortuna y el vigor se acaban. Sin una formación seria y profunda -no sólo instrucción o capacitación- se vuelve vulnerable, desaparece antes de lo que es posible prever.
Azar, circunstancias, educación ¿son esas las fuentes únicas de la alegría? La enseñanza del beato Josemaría, a partir de la realidad existencial, nos confirman que no. La auténtica fuente de la alegría se halla más honda aún, ahí donde el hombre conoce, decide, ama.
De tal modo que la alegría puede adquirirse mediante una adecuada formación personal y poseerse como hábito, adquirido a través de un aprendizaje superior al instinto, e incluso, controlarse.
De acuerdo: la educación no da la alegría, pero sí ofrece recursos para acercarse a ella. Este acercamiento se convierte en reto, gimnasia espiritual «seria» y entusiasmante: «Da muy buenos resultados emprender las cosas serias con espíritu deportivo… ¿He perdido varias jugadas? Bien, pero -si persevero- al fin ganaré» (Surco, 169).¿Cómo adquirir ese hábito? Con la práctica, haciendo una y otra vez actos positivos de alegría, actuando «como si» se estuviera alegre, hallando recursos para no sucumbir a la tristeza, descubriendo el lado optimista de las cosas…; comenzando y recomenzando, con humildad y optimismo. No hay otro modo. Requiere esfuerzo, pero sólo donde hay esfuerzo bien orientado y sostenido, hay dignidad, libertad y paz.
«¿Has visto cómo levantaron aquel edificio de grandeza imponente? Un ladrillo, y otro. Miles. Pero, uno a uno. Y sacos de cemento, uno a uno. Y sillares, que suponen poco, ante la mole del conjunto. Y trozos de hierro. Y obreros que trabajan, día a día, las mismas horas… ¿Viste cómo alzaron aquel edificio de grandeza imponente?… ¡A fuerza de cosas pequeñas!» (Camino, 823).
¿Que así pierde espontaneidad? Si el actuar espontáneo no sirve para accionar el obrar inteligente y libre, entonces sirve para poco: «Al reanudar tu tarea ordinaria, se te escapó como un grito de protesta: ¡siempre la misma cosa! Y yo te dije: sí, siempre la misma cosa. Pero esa tarea vulgar -igual que la que realizan tus compañeros de oficio- ha de ser para ti una continua oración, con las mismas palabras entrañables, pero cada día con música distinta. Es misión muy nuestra transformar la prosa de esta vida en endecasílabos, en poesía heroica» (Surco, 500).
Con esto, el tacto pedagógico del beato nos conduce a descubrir las alegrías que manan de toda ocupación profesional realizada con seriedad, competencia y espíritu de servicio: dedicación atingente a la propia formación, esfuerzo generoso en la educación de los hijos, esmero en que el hogar sea luminoso y alegre, participación responsable en la promoción del bien común e interés práctico en los problemas político-culturales.
La alegría es decisiva en la creación de un ambiente de libertad, respeto y trabajo participativo. Para el cultivo de la amistad sincera y desinteresada. Para dar cabal sentido a la caridad fraterna, que ayuda al crecimiento mutuo y hace más llevaderas las naturales dificultades de la convivencia humana. Para la construcción de una sociedad justa en la que la dignidad de la persona sea plenamente reconocida y respetada.
«No se ama la justicia, si no se ama verla cumplida con relación a los demás. Tampoco es lícito encerrarse en una religiosidad cómoda, olvidando las necesidades de los otros… Debemos vivir, con todas sus consecuencias y en los campos más variados, el respeto a toda persona: sobre todo defendiendo la vida ya concebida, a los ancianos y más débiles…» [5] .
«¡QUÉ BIEN SE LE LEE!»
Desde el punto de vista pedagógico el mensaje del beato Josemaría posee cualidades de alto valor didáctico: no es alegre porque hable mucho de alegría, sino porque es una experiencia vivida y expresada alegremente: estimula la reflexión y la práctica de los temas expuestos, invita a tomar posición responsable ante la existencia personal y la realidad; enseña a distinguir entre fines y medios, a adquirir juicio, gusto y criterio personales; a afrontar la vida con valentía y optimismo; a no conformarse sólo con lo que se halla sin esfuerzo.
Con razón escribió san Agustín que «la alegría es la nota esencial de la comunicación educativa; el gozo y la juventud del educador, se renueva por la novedad del gozo y la juventud del educando» [6] .
Es un mensaje amable, ambicioso, exigente y, al mismo tiempo, sencillo y asequible a todos, cuya meta es una cariñosa y enérgica invitación a ver con los propios ojos, pensar por cuenta propia; reflexionar con amplitud, profundidad y responsabilidad fraterna: «Fe, alegría, optimismo. Pero no la sandez de cerrar los ojos a la realidad» (Camino, 40). De estas pequeñas alegrías depende «ser buen hijo, buen hermano, buen compañero, buen amigo, buen colega». (Surco, 739).

«ESTAD ALEGRES, SIEMPRE ALEGRES»

No hablamos, por supuesto, de una alegría arrutinada. La rutina es la degeneración del hábito, «el regreso dice Janet del ser vivo a la quietud de la materia inerte». Tampoco se trata de la risa mecánica, congelada, sin alegría. Ni aludimos a lo que se llama «ingenio», a veces forzado, «de esencia tan sutil que se desvanece a la luz del sol; que termina cuando apenas comenzamos a percibirlo» [7] .
Ésta, es una alegría inteligente y voluntariamente cultivada «a golpe de libertad» [8] , con un valor educativo real. La repetición consciente de actos cuyo efecto sea alegre se puede convertir en hábito positivo, pues cada uno de ellos deja una disposición en el alma que facilita actos subsecuentes. Así crece el hábito.
Ese crecimiento, no exento de dificultades y que en ocasiones puede parecer lento, es el desarrollo de las virtudes. La forma de contemplar afirmativamente la vida puede convertirse en una verdadera y alegre aventura espiritual.
Nos referimos, entonces, a la virtud humana de la alegría, que penetra toda la existencia y proporciona un punto de apoyo más firme y eficaz en la vida. Al ser un hábito, tiene la ventaja de poseerse con independencia de los acontecimientos externos, de los momentos venturosos o aciagos, si se está lleno de vigor o abrumado por la fatiga.La alegría se adquiere, conserva, acrecienta, por la educación, por el cultivo terco de uno mismo. Pero, por falta de cultivo, puede debilitarse e incluso desaparecer.
Al sentido profundo de este cultivo se refiere el beato Josemaría: «Insisto: en la sencillez de tu labor ordinaria, en los detalles monótonos de cada día, has de descubrir el secreto -para tantos escondido- de la grandeza y de la novedad: el Amor» (Surco, 489).
La educación debe presentar motivos altos y generosos para esta formación. De otro modo el hábito puede degenerar en voluntarismo soberbio (complacencia desmedida en la propia virtud), afán de sobresalir, o en un empleo sagaz e hipócrita de la «virtud» para alcanzar fines egoístas.
Si la alegría es verdadera facilitará el desarrollo de otras virtudes -orden, laboriosidad, estudio, generosidad, servicio, sinceridad-. La experiencia escolar y laboral confirma que la persona alegre es más rápida y precisa en sus planteamientos, está mejor dispuesta para el trabajo, posee mayor iniciativa, es más sociable y colaboradora, eleva el tono moral de un grupo…
«¡Qué distinta es esta alegría de aquella que depende del bienestar material, de la salud ¡tan frágil!, de los estados de ánimo ¡tan cambiantes!, de la ausencia de dificultades, del no padecer necesidades…» [9] .
Además, siempre será difusiva: tenderá a comunicarse, a ser compartida y eficazmente solidaria en la superación de dificultades comunes. «El que tiene la felicidad, el bien, procura darlo a los demás» (Forja, 914). Como la felicidad, según Kierkegaard, la alegría es una puerta que sólo se abre hacia fuera.

HACER AMABLE Y FÁCIL EL CAMINO…

Esta forma de estimar el valor educativo de la alegría no es novedad. Al ser inherente a la naturaleza humana ha estado presente en todas las culturas. Por lo tanto, es lógico que esa tradición sea tan profunda como la práctica educativa y la reflexión pedagógica [10] .
El beato Josemaría, con su amplísima labor formativa en la que se destaca el aspecto laical y sobrenatural de la alegría, merece ser citado como testigo privilegiado de esa tradición, más directa, práctica y perentoria en su mensaje:«No eres feliz, porque le das vueltas a todo como si tú fueras siempre el centro: si te duele el estómago, si te cansas, si te ha dicho esto o aquello… ¿Has probado a pensar en Él y, por Él, en los demás?» (Surco, 74). «Propósito sincero: hacer amable y fácil el camino a los demás, que bastantes amarguras trae consigo la vida» (Surco, 63).
Desde la perspectiva psicológica, Lersch confirma que el núcleo más profundo de la alegría radica en la fuerza de la vivencia religiosa, como un sentimiento de gratitud hacia Dios, por todos sus dones. Así se explica en Camino: «La alegría que debes tener no es ésa que podríamos llamar fisiológica, de animal sano, sino otra sobrenatural, que procede de abandonar todo y abandonarte en los brazos amorosos de nuestro Padre-Dios» (659).
«Ésta es, sobre todo, la alegría que interiormente nos ensancha y torna resplandecientes; que nos hace ricos y fuertes, independientes de todos los acontecimientos de fuera» [11] . Por eso, la persona alegre guarda la relación debida respecto a todas las cosas, percibe lo bello en su verdadero resplandor, recibe lo duro y difícil como prueba de su fortaleza; se enfrenta a ello con valentía y lo supera. Puede dar pródigamente a los demás sin empobrecerse nunca.
«El que tiene la felicidad, el bien, procura darlo a los demás» (Forja, 914), «El hermano ayudado por su hermano es tan fuerte como una ciudad amurallada. Piensa un rato y decídete a vivir la fraternidad que siempre te recomiendo» (Camino, 460), «Procuro dejarme la piel, para que mis hermanos pequeños “pisen blando”, como usted nos dice. ¡Hay tantas alegrías en este “pasarlas negras”!» (Surco, 55).

LA ALEGRÍA HACE AMABLE LA VIRTUD

Esta alegría -parte integrante del caminar y norma de siempre- supone luchar deportivamente por alcanzar lo que está por encima de nuestra situación actual, mediante un esfuerzo personal serio, sonriente, con orden y perseverancia.
«Trabajar con alegría no equivale a trabajar “alegremente”, sin profundidad, como quitándose de encima un peso molesto… Procura que, por aturdimiento o por ligereza, no pierdan valor tus esfuerzos y, a fin de cuentas, te expongas a presentarte ante Dios con las manos vacías» (Surco, 519).
En suma, las consideraciones entresacadas del mensaje del beato Josemaría enseñan a ejercitar todas las virtudes -en el trabajo profesional, en el cumplimiento de los propios deberes- y por convertir todos los momentos y circunstancias de la vida en ocasión de amar y servir, con sentido social y sobrenatural.
Virtudes que, para serlo, han de estar armónicamente ordenadas al fin del hombre, integradas entre sí y dirigidas al bien [12] . Toda virtud es afirmación gozosa: que si niega, no lo hace por la negación misma, sino para hacer una afirmación mayor; que si exige renuncia, otorga mayor recompensa.
Así es la doctrina evangélica: «El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo; un hombre, habiéndolo descubierto, lo volvió a esconder, y en su gozo, fue y vendió todo lo que tenía y compró aquel campo» [13] . Por eso: «La verdadera virtud no es triste ni antipática, sino amablemente alegre» (Camino, 657). Y, de preferencia, debe ser una alegría que discretamente se note: «No me olvides que a veces hace falta tener al lado caras sonrientes» (Surco, 57).
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[1] Las referencias a Camino, Surco y Forja se harán junto a la cita con el número del «punto» en cuestión.

[2] Josemaría Escrivá DE BALAGUER. Amigos de Dios. pp. 32 y ss.
[3] Francisco FERNÁNDEZ CARVAJAL. Hablar con Dios. III. Ediciones Palabra. Madrid, 1998. p. 15.
[4] Pedro SALINAS. La voz a ti debida. Losada. Buenos Aires, 1998.
[5] Francisco FERNÁNDEZ CARVAJAL. Op. cit. p. 95.
[6] Cfr. San Agustín. De cathequisandis rudibus. De modo hilaritatis comparandae.
[7] Henri Bergson. La risa. Espasa-Calpe. Madrid, 1973. p. 90s.
[8] José Luis GONZÁLEZ SIMANCAS. Principios de la acción educativa. Apud: Lo permanente y lo cambiante en la educación. EUNSA, Pamplona, 1991. p. 51.
[9] Francisco FERNÁNDEZ CARVAJAL. Op. cit. p. 15.
[10] Confucio, los pensadores griegos, la escuela del ludi magíster son ejemplo fehaciente. En la educación cristiana la alegría es pieza clave, en especial en la obra de san Agustín. Da Feltre, Pestalozzi, Montessori, Don Bosco, Föster, Manjón, Poveda, B. Powell, B. Rusell, A.S. Neil, etc., serían sólo algunos ejemplos de cultivadores de la pedagogía que han considerado el puesto que a la alegría se le puede asignar como factor nodal en la problemática educativa.
[11] Romano GUARDINI. Cartas sobre autoformación. Dinor. San Sebastián, 1966. p. 10.
[12] Cfr. Carlos CARDONA. La ética del quehacer educativo. Rialp. Madrid, 1999. p. 16.
[13] Mateo. XIII, 44.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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