«Nací el año de 1918 escribe Juan José Arreola, en el estrago de la gripa española, día de san Mateo Evangelista y santa Ifigenia Virgen, entre pollos, puercos, chivos, guajolotes, vacas, burros y caballos. (…) Soy autodidacto, es cierto. Pero a los 12 años y en Zapotlán el Grande leí a Baudelaire, a Walt Whitman y a los principales fundadores de mi estilo: Papini y Marcel Schwob, junto con medio centenar de otros nombres más y menos ilustres Y oía las canciones y los dichos populares y me gustaba mucho la conversación de la gente de campo».
En un texto irreal y de lo más improbable, Arreola pudo escribir: «morí el 3 de diciembre de 2001, día de san Francisco Javier, en la ciudad de Guadalajara, rodeado de mi familia, y dejo a la literatura unos tres centenares de apretadas páginas de varia invención».
En los días posteriores a su muerte, los periódicos publicaron muchos testimonios de sus admiradores y alumnos. Había fallecido no sólo el último de los grandes de la literatura mexicana del siglo XX, sino una personalidad artística como pocas, de las más animadas y animadoras. «En vivo, como por escrito dice Felipe Garrido en el prólogo a su narrativa completa Arreola es el triunfo del verbo, de lo preciso sobre lo confuso, de la forma sobre la materia».
Yo hubiera querido contar, entre las carretadas de historias sobre Arreola, una tan sabrosa como baladí, originalísima, jamás publicada anteriormente, pero cuando murió mi abuelo paisano de Arreola y de alguna manera su benefactor cuando, a fines de los años treinta, el incipiente escritor llegó a la ciudad de México mi curiosidad literaria no existía aún.
Voy a tener que hurtar dos jugosas anécdotas. Lamento pensar que entre ellas pudo estar la mía. Tendrá que conformarse el lector con las ajenas, que extraigo de aquí y allá por el puro gusto de repetirlas. Afortunadamente hay muchos testimonios, pues Arreola, personaje único de nuestras letras por su temperamento histriónico, su paladar exquisito, su singular ingenio, supo contagiar entusiasmo y pastorear vocaciones: fue escritor y maestro de escritores.
ORIGEN DEL BESTIARIO
Cuenta José Emilio Pacheco que en 1958, habiendo publicado ya Varia invención (1949) y Confabulario (1952), Arreola vivía de escasos 500 pesos que Alfonso Reyes conseguía, a través de El Colegio de México, como beca para unos cuantos escritores. Con dificultades se las arreglaba para mantener a su esposa, sus tres hijos y pagar su departamento en Río Elba 32.
En agosto de ese año, Daniel Cosío Villegas sustituyó a Reyes en la dirección del Colegio y, para sanear las finanzas, suspendió las becas. La familia Arreola se quedó sin dinero. Pero Henrique González Casanova, director de publicaciones de la UNAM, le echó la mano con un pago por adelantado, a cuenta de un libro aún por escribirse.
Por aquel entonces, la despensa de los Arreola surtía también a los jóvenes escritores que acudían a un taller informal en casa del maestro. Eran los comienzos de gente como Pacheco, Del Paso y Pitol, cuyos textos editaba Arreola en sus «Cuadernos del Unicornio». Para colmo, el maestro no escatimaba en vinos y quesos franceses, ni en elegantes ediciones que luego se empeñaba en obsequiar. El dinero del adelanto se agotó en poco tiempo, lo mismo que el plazo para entregar el libro. Arreola estaba bloqueado. A pesar de los buenos oficios de González Casanova, se acercaba el momento en que la administración de la universidad exigiría la devolución del dinero.
«La tienda de ultramarinos no fió más», recuerda Pacheco. «Se acabaron el Beaujolais y el camambert y hasta la mantequilla, los bolillos y las teleras. La alimentación se ciñó a tostadas de camarón seco. Eso sí: las mejores tostadas de camarón que se han hecho en el mundo, obras maestras de Sara, la esposa de Arreola. Con los elementos más sencillos, y entonces más baratos, Sara lograba prodigios estilísticos que encantaban también a Juan Rulfo».
Pacheco enumera algunas de las causas que se han propuesto como hipótesis del bloqueo del escritor (no de Arreola en particular, sino de los escritores en general, que muchos llegan a padecer tarde o temprano): temor al rechazo, deseo de perfección, ansiedad de no estar a la altura de lo que se hizo antes El caso es que Arreola era incapaz de sentarse a escribir en aquel momento.
Hasta que un día de diciembre, el joven aprendiz José Emilio Pacheco llegó hasta el departamento de Río Elba, hizo que Arreola se tumbara en un catre y le dijo: «No hay más remedio: me dicta o me dicta». Así fue como Arreola dictó en una semana, «como si estuviera leyendo un texto invisible», esta joya de nuestra literatura.
El Bestiario de Arreola no es un catálogo de animales fantásticos, como los que gustaban a Borges, ni una obra de taxonomía mitológica, sino una colección de objetos literarios de lujo. Es un derroche calculado, construido a partir de afinidades entre el reino animal y el mundo psíquico, científico, mecánico, militar, moral Dice por ejemplo del avestruz:
A grito pelado, como un tubo de órgano profano, el cuello del avestruz proclama a los cuatro vientos la desnudez radical de la carne ataviada. (Carente de espíritu a más no poder, emprende luego con todo su cuerpo una serie de variaciones procaces sobre el tema del pudor y la desvergüenza.)[…]Destartalado, sensual y arrogante, el avestruz representa el mejor fracaso del garbo, moviéndose siempre con descaro, en una apetitosa danza macabra. No puede extrañarnos entonces que los expertos jueces del Santo Oficio idearan el pasatiempo o vejamen de emplumar mujeres indecentes para sacarlas desnudas a la plaza.
A este tipo de miniaturas se refiere el crítico argentino Saúl Yurkiévich cuando dice que «la prosa breve de Arreola está troquelada hasta resultar definitiva». Fue un artesano de la palabra, oral y escrita. ¡Y es que hay que imaginarse a este individuo de 40 años, menudo, el cabello ondulado y crespo, los ojos chispeantes, el rostro hendido por elocuentes arrugas, fruto de la abundante gesticulación, que se dispone a darle forma verbal a un hipopótamo, así como así, improvisando!
“Jubilado por la naturaleza y a falta de pantano a su medida, el hipopótamo se sumerge en el hastío. Potentado biológico, ya no tiene qué hacer junto al pájaro, la flor y la gacela. Se aburre enormemente y se queda dormido a la orilla de su charco, como un borracho junto a la copa vacía, envuelto en su capote colosal. Buey neumático, sueña que pace otra vez las praderas sumergidas en el remanso, o que sus toneladas flotan plácidas entre nenúfares. De vez en cuando se remueve y resopla, pero vuelve a caer en la catatonia de su estupor. Y si bosteza, las mandíbulas disformes añoran y devoran largas etapas de tiempo abolido”.
Lamentaba Borges que la palabra poeta haya venido a reducirse hasta designar sólo al que compone versos, cuando en su origen comprendía al «hacedor» en su totalidad. Sin estar en verso, el equilibrio con que Arreola compone el párrafo es admirablemente musical: la extensión de las frases, la pulcritud de la sintaxis, la elección del vocabulario, el genio de unir la opulencia prosódica con la metafórica («potentado biológico», «buey neumático») y el fino sentido de la desmesura («sus toneladas flotan plácidas entre nenúfares»).
Imaginemos ahora el prolongado bostezo de un hipopótamo, sus labios descomunales, la oscura cavidad de su boca, y admiremos el hallazgo combinación asombrosa de lo material y lo conceptual de una oquedad viviente que devora «largas etapas de tiempo abolido». Está bastante más allá de mi comprensión, pero es aplastante.
En cuanto a lo material, es una frase voluptuosamente moldeada y sorprendentemente adecuada a su objeto: es notable la densidad y duración de aes y de oes, combinada con las consonantes labiales p y b («añora y devora largas etapas de tiempo abolido»), y todo ello ¡dentro de la boca de un hipopótamo! ¿Qué otra cosa podría ocurrir, prosódicamente, gástricamente, en el bostezo de un hipopótamo, que no fuera la precipitación de éstas, precisamente estas letras y sonidos?
En cuanto al concepto, esta manera de devorar tiempo abolido ¿no suena a los agujeros negros de los astrónomos? ¿Y no absorbemos todos, según la capacidad bucal de cada uno, un trozo de tiempo abolido en cada bostezo? El tiempo abolido ¿es la negación de la vida condensada en el acto de bostezar? ¿O es la eternidad y por eso se añora?Pacheco remata su anécdota diciendo que esos días finales de 1958 bastarían para justificar su paso por el mundo. «Cuando entre en el infierno y los demonios me pregunten: Y usted, ¿qué fue en la vida?,podré responderles con orgullo: Amanuense de Arreola» [1] .
RECITANDO EN ZAPOTLÁN
Una de las devociones literarias que Arreola cultivó durante toda su vida fue la poesía de López Velarde. De ello dejó constancia en el libro Ramón López Velarde: el poeta, el revolucionario, en cuya parte final nos conduce de la mano por el fabuloso poema «Suave Patria». Glosando estrofas, comentando metáforas, explicando circunstancias, el escritor jalisciense regala al lector las herramientas que permiten disfrutar a fondo una pieza literaria notabilísima.
Buena parte del encanto de este medio centenar de páginas dedicado al poema consiste en la narración de una mañana de 1930 en Zapotlán, cuando Arreola, antes de cumplir 12 años, lo recitó en la inauguración del monumento a don Gordiano Guzmán.
Arreola comienza contando en qué ambiente memorizó el poema, como queriendo primero desentumir los sentidos del olfato y el gusto para alertar nuestra sensibilidad. Y no hace falta ser un Héctor Zagal para afirmar, a la luz de esta descripción, que hay veces que la gastronomía precede y se confunde con la estética:
“Mientras en la cocina ardían hornillas y fogones dispuestos alrededor de un gran brasero central, y mientras se torteaban las tortillas en ese aplauso de manos enjuagadas en machihuis de barro colorido, y mientras palpitaban todos los hervores de los caldos y las sopas, y mientras chirriaban las carnes asadas y fritas, y en los cazos de cobre, lenta y acompasadamente meneados, se iba solidificando la leche de los jamoncillos y chiclosos, y se espesaba la pasta de duraznos y membrillos y guayabas, y se redondeaban en miel los tejocotes, y se ovalaban los higos y las peras, y rezumaban sus aromas y sabores distintos los membrillos, las manzanas y los camotes y las calabazas, yo repasaba las estrofas de la Suave Patria en compañía de mi hermana mayor, Elena, la que me enseñó a saborear cada palabra de Ramón como si fuera la cada vez mejor de todas las golosinas de este mundo”.
Esta fascinación por los elementos terrestres es característica de Arreola, porque también son terrestres y palpables y apetecibles, si bien obra de artífice, las telas y las modas, el papel y las tintas y la tipografía, el ajedrez y el ping pong, el vino y la poesía francesa, que tanto gustaron a este enamorado del mundo. La suntuosidad de su lenguaje es el correlato de una percepción privilegiada y un afán reordenador, mezcla de armonía y jolgorio.
El artista como Arreola añade comprensión a la realidad porque sabe expresar diferencias y correspondencias, tanto del mundo como del alma humana, que de otro modo habrían permanecido ocultas.
Para poner un ejemplo volvamos a la anécdota que nos ocupa. Traten de recordar, los que la hayan tenido, la experiencia de una recitación. Hacer memoria es revivir un presente que ya no está, y la excelencia de la memoria radica (junto con la capacidad de olvido) en la riqueza de matiz y emoción. Arreola hace memoria y dice:
“Lo cierto es que recité la Suave Patria a voz en cuello a la mitad de una plaza pueblerina. Pero es más cierto todavía que mi hermana Elena estaba escondida detrás del monumento, no mayor que su estatura, pero invisible entre guirnaldas de papel de china, ramos de laureles silvestres y palapas tropicales en lugar de palmas de victoria. Con el texto en la mano, mi hermana me siguió palabra por palabra a lo largo del poema, como la red que protege en el circo la caída del alambrista. Pero no me caí. Elena me iba diciendo, como se lo dice a la orquesta un gran director, lo que verdaderamente hacía falta decir: «Haz una pausa, despacio, más aprisa, más alto, no grites, dilo como si estuvieras diciendo lo que más te gustaría decir. Ahora viene lo de Cuauhtémoc. Quédate callado, como si se te olvidara lo que sigue. O más bien, porque no tienes fuerzas para decirlo. Pero ahora dilo, no te queda más remedio, pero muy lento, muy despacio, muy profundamente, como si estuvieras hablando desde el fondo de un pozo, esto es, más allá de ti mismo». Yo me quedé callado, oyendo a mi hermana, pero de pronto comencé a decir con una voz que ahora me parece sobrenatural porque la estaban oyendo, en esa mañana única en mi vida, las señoras y los señores de mi pueblo, las autoridades civiles y militares, y todos mis compañeros de escuela, y todas, toditas las niñas y las muchachas y las señoritas del Zapotlán de nuestro entonces [2]”.
Con esa intensidad de recuerdo vivió Arreola, el oral y el escrito, el actor y el literato. Lo mismo en textos que son amalgama de cuento, ensayo y poema en prosa, que en su obra propiamente narrativa, Arreola tuvo la sutileza y la energía creadora para dar forma, tanto a paradojas intelectuales y morales (tal en Prosodia y Palindroma), como a los reinos de la política, las costumbres y la fantasía (tal en Varia invención, Confabulario y La feria). Y lo intentó todo a veces con mayor, a veces con menor fortuna con miras a la misteriosa perfección del arte.
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[1] José Emilio PACHECO «Amanuense de Arreola» en Tierra Adentro. México, agosto-septiembre,1998.
[2] Juan José ARREOLA. Ramón López Velarde: el poeta, el revolucionario. Alfaguara. México, 1997.