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Contra la barbarie

Vivimos en una era preocupada por fomentar la cultura del diálogo. Con frecuencia se olvida, sin embargo, que para dialogar hacen falta algunos supuestos: la honesta disposición al intercambio de ideas, los márgenes sobre los que va a llevarse a cabo la discusión, un esbozo de los acuerdos a los que puede llegarse y, sobre todo, la capacidad para conversar cortésmente.
Las democracias modernas se han conformado con la «tolerancia». Sin embargo, «tolerar» no implica reconocer: los diálogos serían más fructíferos si comenzáramos por reconocer al interlocutor como una persona libre, inteligente y con la suficiente capacidad para aportar algo relevante al mundo desde su punto de vista. Pero eso sí, también cada uno está obligado a manifestar estas características en su propia actitud.
Los ejemplos de «diálogos clausurados» son abundantes. Al menos mientras escribo estas líneas subsiste la tensión entre Estados Unidos e Irak, una guerra inútil e igualmente difícil de plantear. Tampoco haría falta mencionar conflictos de orden mundial: basta con mirar el entorno nacional para percatarnos de las colisiones que sacuden con persistencia las relaciones humanas.
En noviembre de 2002 se exhibió en México un documental titulado Promesas. Entre 1997 y 2000, los directores Carlos Bolado, Justine Shapiro y B.Z. Goldberg filmaron una serie de entrevistas con siete niños judíos y palestinos en Jerusalén. Resulta alarmante y a la vez conmovedor escuchar las opiniones de esos jóvenes personajes sobre el conflicto árabe-israelí. Se trata de un estado de violencia que cada uno percibe desde su propia situación, un conflicto heredado y una forma de vida. En algunos años, ellos serán los dirigentes y protagonistas de los enfrentamientos.
Las distintas aproximaciones a un conflicto de esta magnitud son polémicas. Independientemente de las posiciones que puedan sostenerse, las agresiones y los rechazos mutuos son dolorosos y, como en muchos otros casos, nos confrontan ante la incapacidad de los seres humanos para reconocernos, respetarnos y procurar en la medida de lo posible acercarnos con humildad entre nosotros.
Fomentar el diálogo y el reconocimiento exige, en el fondo, elevar al plano más alto la condición de persona de cada uno de los interlocutores. Para ello, hace falta aproximarse a los demás con respeto, calidez y amabilidad. Estos son los elementos de una actitud cortés.

TAN VALIOSOS COMO UNO MISMO

La convivencia entre seres humanos conlleva una dinámica de reconocimiento; es decir, un continuo ejercicio para encontrar en el otro a alguien tan valioso como uno mismo. Varias filosofías acentúan el carácter sociable de los seres racionales, que se fundamenta, por lo general, en la capacidad humana para exponer los propios puntos de vista y entender el de los otros, utilizando argumentos algunas veces más y otras menos convincentes.
No obstante, se ha perdido de vista que la argumentación y el diálogo también reclaman las «buenas actitudes». Podemos dialogar con quien sea, pero no siempre podremos «entendernos» con cualquiera.
Una opción para superar esas limitaciones de las relaciones humanas es la cortesía. Los buenos interlocutores y conversadores se abocan a la buena argumentación, pero también a la calidez en el trato. Éste es el hombre cortés. Sabe que se encuentra ante un ser humano racional, no ante un animal o un esclavo; que se dirige a una persona que merece respeto y un trato educado. Abundan quienes tienen poca sensibilidad. Una de las causas más comunes en la fractura de las relaciones humanas es, precisamente, la falta de sensibilidad para comprender las condiciones que afectan al otro.
La génesis del espíritu cortés se remonta a la Arabia preislámica. En Occidente no existe sino hasta la sociedad feudal del siglo XI. Comienza como un género literario el poema amoroso en donde la dama, distante y caprichosa, es seducida por un amante que le rinde culto a la belleza lejana de su enamorada. Esos poemas se caracterizaron por su refinamiento, por una descripción elegante y sutil, sensual, exenta de toda brutalidad descriptiva. Piénsese, por ejemplo, en El cantar de los cantares, lo más cercano a ese refinamiento árabe en la tradición occidental.
La sutileza no ha de ser exclusiva de los amantes. El refinamiento, los buenos modales, el trato amable, contribuyen a engrandecer las relaciones humanas. En alguna medida, el encanto natural favorece el trato cortés. Pero esto no niega la dimensión cultural de la cortesía. En otras palabras, ser cortés no es asunto de aristócratas: no estamos aludiendo a «los modales del rey».
La cortesía se consigue a partir de una buena labor educativa. La experiencia nos enseña que educar en la cortesía no es algo sencillo. En muchas ocasiones, el educando se resiste si el educador no consigue aproximarse de manera favorable, convincente y ejemplar. Sería poco efectivo que un libertino diera clases de moral sexual. Otro caso es el del profesor ingenuo que desconoce el ambiente en que viven sus estudiantes. Cuando uno trabaja con jóvenes, nada mejor que tener en cuenta sus gustos y costumbres. Ello va de la mano de un sincero interés por comprender su modo de pensar, en vez de descalificarlos. La comunicación es más fluida cuando intentamos entender el lenguaje del otro.
EDUCAR Y ARGUMENTAR: LOS TRAZOS DE LA CORTESÍA
La república platónica concibe dos ejes fundamentales en la formación de las personas: la educación y la argumentación. Ambas están íntimamente ligadas. Ser educado es saber comportarse a la altura de las circunstancias. Pero «saber comportarse» no es adoptar formalismos establecidos. Es un ejercicio racional, deliberativo, por el que somos responsables de contextualizar nuestras acciones en función de la propia dignidad y la de los otros.
En este sentido, la sociabilidad exige aprender a intercambiar puntos de vista con los otros: argumentar. La habilidad argumentativa no es una simple deducción lógica. Comprende elementos persuasivos entre los cuales se incluye un trato cortés: a nadie seduce un trato burdo o vulgar.
El mundo moderno, tal como lo entendieron algunos filósofos de la Escuela de Frankfurt en especial, Theodor Adorno y Max Horkheimer, nubló la cortesía al privilegiar una concepción utilitaria de las relaciones humanas. Ésta es la era de la barbarie. El escenario tecnológico y productivo se instaura como un impulso por instrumentalizarlo todo: la naturaleza, el cuerpo, la política, la economía y cualquier tipo de relación humana.
En este panorama se pierde de vista que las personas no son piezas intercambiables de una maquinaria. Son, como escribe Kant en La paz perpetua, sujetos absolutos. La cortesía es la reacción proporcionada a este valor. Apreciarla supone reivindicar lo humano: entre personas exteriorizamos el reconocimiento a través del saludo; una cosa se ignora o se quita de en medio, pero el ser humano exige deferencia.
La cortesía es imprescindible para recuperar la ética social y el sentido de liberación de los seres humanos ante las constantes agresiones del entorno. Sin cortesía las relaciones humanas se cosifican. Sucede lo contrario a la formulación del conocido imperativo kantiano, «no han de considerarse los otros solamente como medios, sino también como fines».
CORTESÍA, FUENTE DE VIRTUDES
En 1999, la Secretaría de Educación Pública editó un trabajo de apoyo para maestros de educación secundaria, un texto del filósofo francés André Comte-Sponville. El título: Pequeño tratado de las grandes virtudes. Curiosamente, la primera virtud que se estudia es la cortesía. La razón es muy simple: es la que origina todas las demás. Sin embargo, también parece la más pobre y superficial.
Hace pocos meses trabajaba con un grupo de empresarios en un proyecto de ética cívica. En el capítulo dedicado a las virtudes, el equipo de filósofos proponíamos incluir la «cortesía». Los hombres de empresa se resistían porque pensaban en algo demasiado simplista o en unos modales amanerados. Pronto descubrieron que no era así.
La cortesía puede parecer una «virtud» de etiqueta, una costumbre diplomática o un mero cuidado de las formas. Comte-Sponville acude a Diderot y su caracterización de la «insultante cortesía» del burgués. De nuevo la confusión entre cortesía y «clase privilegiada».
La cortesía a la que aquí me refiero no es ese formalismo burgués, superficial y, en muchas ocasiones, hipócrita. La cortesía con buen sentido no radica en la exterioridad protocolaria, sino en el reconocimiento de las personas y, por tanto, en un trato educado. Es lo que en castellano común llamamos «trato humano».
No son personas admirables un dictador ni un ladronzuelo corteses. Ser cortés tampoco consiste en un comportamiento ingenuo y optimista. Mucho menos es fingir actitudes amables. Es cierto que la cortesía tiene que ver con lo civilizado, lo educado, lo bien criado, lo cultivado. Nada tiene que ver con los fingimientos. Los tiranos fingen ser corteses y, como ellos, abundan personas de cortesía epidérmica.
Al hipócrita, Comte-Sponville le denomina «el cabrón cortés». Perdonará el lector estas palabras, pero es bien cierto que la hipocresía reclama un vocablo altisonante. Ya Aristóteles en el libro III de su Retórica nos habla de lo necesarias que resultan las malas palabras. No obstante, saber usarlas es un arte que requiere también una buena educación.
Es de poca cortesía, por ejemplo, expresarse con majaderías fuera de contexto. Y cuánta falta hace enseñar a los jóvenes que aun para decir malas palabras se necesita un mínimo de elegancia. La cortesía mucho tiene que ver con la elegancia y la buena educación. Pero no se reduce a esta clase de actitudes porque seguramente un ladrón de cuello blanco, por ejemplo, cuenta con estas características. Y, con todo, no se ajusta a la cortesía que aquí se plantea.
La cortesía, como virtud, ha de entenderse éticamente. Según Comte-Sponville, puede ser anterior a la moral o, mejor dicho, al principio la moral es sólo cortesía. Si la cortesía no preexiste, tampoco puede existir la moral. «Los buenos modales preceden a las buenas acciones, y llevan a ellas», dice. Se le enseña a un niño a decir gracias, sin que sepa aún qué es la gratitud.
Siguiendo el mismo razonamiento, podemos afirmar que primero se establecen las condiciones de un diálogo cortés y respetuoso, y sólo después se identifican coincidencias y resuelven los desacuerdos. La cortesía es una virtud, y una virtud argumentativa, pues no hay acercamiento entre personas sin un entorno de mínima calidez.
FRUTOS DEL DIÁLOGO CORTÉS
La fuerza que ha tomado el diálogo como opción más pertinente para solucionar los conflictos, ha potenciado el renacimiento de la retórica, la argumentación y las teorías del discurso.
Una condición del diálogo son las capacidades argumentativas, es decir, una serie de técnicas discursivas destinadas a persuadir, útiles para tomar decisiones razonables y razonadas. Nuestra disposición al diálogo y la argumentación entra en juego en el imperio de posibilidades que ofrece la vida, obligándonos a optar entre distintos cursos de nuestra acción.
La ética y la política, las discusiones científicas y cualquier actividad cotidiana en donde uno defienda un punto de vista, presuponen la elección argumentada. Incluso la deliberación interior que todos ejercitamos respecto a la conveniencia o no conveniencia de nuestras acciones, implica en cierta medida un diálogo, pues supone una ponderación de los pros y los contras; un ir y venir entre los principios que rigen nuestra acción y las circunstancias en las que ésta se lleva a cabo.
La deliberación humana exige la difícil confrontación de posturas opuestas que coexisten en el mismo agente ético. Quien se ha sometido a un régimen alimenticio sabe a qué me refiero: las razones para optar por la dieta son confrontadas por el hambre. Por ello Platón caracterizó al pensamiento como «diálogo del alma consigo misma». Razonar sobre los propios actos implica dialogar (al menos, con uno mismo) sobre ellos.
En este panorama, las personas somos agentes éticos dispuestos a razonar sobre nuestras acciones. El modelo parece idealista porque quizá solamente es posible, en cierta medida, en gente de alto nivel cultural y buena educación. Además, el diálogo tiene límites cuando versa sobre una materia particular y cambiante como los actos humanos. Precisamente éste es uno de los ámbitos de argumentación más difícil y paradójico, pues se admiten distintas conclusiones.
Aquí es donde el análisis del diálogo entra en acción. Y sobre todo la disposición cortés para intentar una conciliación fructífera. El diálogo sirve para enmendar rupturas, aparece ahí donde se han fraccionado las relaciones humanas.
Obviamente, el diálogo cortés y razonado tampoco es garantía de que puedan resolverse los problemas o llegar a los mejores acuerdos. No obstante, es la condición de posibilidad para que al menos consigamos una mejor comprensión de los problemas que nos aquejan. De ahí la necesidad de dialogar razonadamente y con una disposición respetuosa. Nos sorprenderá la efectividad de la cortesía en algunas cuestiones de difícil argumentación.
Un buen ejemplo de la utilidad argumentativa de la cortesía lo presenta Promesas, la película a la que aludíamos anteriormente. B.Z. Goldberg, uno de los directores, entrevista a niños árabes e israelíes. Atento, receptivo y cordial, Goldberg cuestiona a sus entrevistados si admitirían como amigo a un niño del bando enemigo. En un primer momento, afloran los rencores muy comprensibles, ante tanto dolor acumulado y los pequeños cierran toda posibilidad a la amistad.
Goldberg confiesa al niño palestino su origen judío. El niño, sin embargo, no rehuye el trato cortés y afable del director cinematográfico. En el transcurso de la charla, el pequeño árabe manifiesta su afición al futbol y su admiración por el seleccionado brasileño de este deporte. Goldberg aprovecha este entusiasmo para ponerlo en contacto con un niño judío, también admirador del equipo carioca. Esta coincidencia, en apariencia intrascendente, basta para facilitar el reconocimiento, la apertura y la empatía. La calidez del director consigue que ambos niños se reúnan, jueguen juntos y coman en la misma mesa.
La trama básica de la película gira alrededor de estos encuentros inocentes y amigables. Al menos por un día, los conflictos ancestrales y los rencores heredados fueron soslayados por un amigo mutuo que supo escuchar con cortesía y reunir con amabilidad.
SUPERAR LA BARBARIE
Nuestra comprensión de la vida se transforma a partir de nuestras relaciones humanas, del mundo vital constituido por los vínculos humanos. Para que tales vínculos sean importantes en nuestra vida deben deslizarse hacia lo que Heidegger denominó Sorge, el cuidado, la preocupación, la solicitud del otro.
Aspiramos a relacionarnos sana y amistosamente con los demás. Nuestra capacidad de entrega la experimentamos de manera más palpable ante las personas que amamos. El filósofo canadiense Charles Taylor observa cómo en nuestra vida las personas amadas juegan un papel relevante: nos desgarraría que ellas no intervinieran en nuestros proyectos.
Según Taylor, el verdadero diálogo se opone a formas egocéntricas y narcisistas. Para optar por el diálogo cortés hay que considerar las exigencias de nuestros lazos con los demás y con las realidades que están más allá de nuestros propios deseos.
Theodor Adorno reclamó, como la tarea más urgente de la educación, la superación de la barbarie. Esto significa la superación del formalismo vacío, del trato utilitarista, el reconocimiento del interlocutor y una actitud exterior proporcionada al valor absoluto que ostentan todos los seres humanos. Precisamente, la cortesía es la virtud que nos resguarda de la brutal embestida de un mundo cada vez más impersonal.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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