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¿Y por qué no hablar así?

Es sorprendente la cantidad de groserías que el héroe ¾ o antihéroe¾ de la última película de acción dijo durante los 90 minutos que lo tuvimos enfrente. Las series televisivas de moda, en su mayoría, no se quedan atrás; no digamos los programas cómicos o de «esparcimiento» que con alegre ligereza abusan del lenguaje soez, de donde se filtra con facilidad a otros sectores, a grupos juveniles y a los que no son tanto.
Hasta hace pocos años las palabras altisonantes o que hicieran referencia a conductas íntimas de la persona eran mal vistas en público. Los medios de comunicación empezaron por desmitificar muchas realidades que antes no podían tratarse abiertamente y luego contribuyeron a popularizar palabras y frases vulgares, argumentando un «realismo», reflejo del lenguaje cotidiano. Como es usual, cabe preguntarse si efectivamente la conducta del hombre común determina lo que presentan los medios o si ocurre más bien lo contrario.
Según algunos sociólogos y antropólogos, el uso cada vez más frecuente de malas palabras puede considerarse parte de la evolución natural del lenguaje. Sin embargo, otras voces opinan distinto. Prueba de ello es que decir groserías y vulgaridades aún se toma como indebido en muchos lugares públicos, en periódicos, en programas deportivos o de noticias y frente a los niños. Las políticas de la mayoría de las escuelas y muchas empresas lo prohíben Si se considera impropio, quiere decir que todavía queda un sentido de propiedad.

MI LENGUAJE PROVOCA RELAX Y BUEN HUMOR

En términos generales, OConnor presenta dos razones por las que usamos lenguaje soez:

  1. causal (incidental), cuando una emoción ¾ enojo, frustración, sorpresa¾ provoca que se «escape» una palabrota.
  2. casual, con el significado de informal, negligente o hasta deportivo que corresponde al vocablo en inglés. Así como al vestirse de jeans o de pants está primero la comodidad que la propiedad o la elegancia y se habla de ropa «casual», de igual manera en el lenguaje se adopta esa forma de expresión para el uso diario y continuo, al grado de que muchas vulgaridades se convierten en muletillas.

La práctica del psicoanálisis cree que el primer paso para controlar nuestros hábitos es entender por qué los tenemos. Lo mismo aplica para la costumbre de un lenguaje burdo; si analizamos las razones por las que hablamos así, podremos decidir si están justificadas. La mayoría de las veces no, quizá en alguna ocasión, pero seguramente no todas las personas que nos hayan escuchado estarán de acuerdo.
Neurológicamente existe un desorden muy severo tipificado como síndrome de Tourette y se caracteriza por una compulsión continua a decir obscenidades. Al escuchar el modo de hablar de muchos sectores de la población, podríamos sospechar que el síndrome se volvió epidemia.
¿De dónde surgió la moda de expresarse así? OConnor menciona algunas razones:

  1. Para muchos, este lenguaje resulta divertido. Cuántas veces una palabrota oportuna, inesperada y lo suficientemente sonora, arranca carcajadas, alivia la tensión de un momento o mejora el humor. Es cierto, pero hay que subrayar que se requieren todas esas condiciones, de modo que no es un recurso que se puede repetir, porque es muy difícil que se vuelvan a presentar esas circunstancias. Además, el humor es algo subjetivo, lo más probable es que no haga reír a todos. Si clasificáramos las razones por las que la gente dice palabrotas poniendo al inicio la intención de ofender, sin duda, la intención humorística ocuparía el último lugar.
  2. Por inmadurez e infantilismo. Los niños pequeños se divierten mucho con los chistes y expresiones sucias, y los adolescentes se sienten importantes cuando, desafiando las reglas, hablan de sexo y temas tabúes, en principio reservados para gente mayor Sin embargo, cuántos adultos no superamos esta etapa y seguimos buscando el morbo que implica ese lenguaje.
  3. El lenguaje libera. Muchos jóvenes o adultos quizá experimentamos cierta liberación emocional cuando pronunciamos en público aquella palabra prohibida. A partir de que nos sentimos «libres» para usarla, empieza a sonarnos bien para ciertas ocasiones, después la aplicamos más seguido dejando a un lado otros vocablos que usaríamos en su lugar; recurrimos a ella cada vez con más frecuencia, hasta que se convierte en hábito. Quizá estas palabras nos hagan sentir bien de vez en vez, pero también habría que considerar lo que no hacen: no nos allegan el respeto o admiración de nadie, no incrementan nuestra reputación ni dan muestra de nuestra inteligencia o madurez, no reflejan dominio de carácter, no nos conectan románticamente con nadie, no nos ayudan a solucionar desacuerdos, no sientan un buen ejemplo, ni ayudan a que nos contraten o nos promuevan.
  4. La pereza. Casi todas las groserías y obscenidades tienen innumerables aplicaciones, la pereza mental y verbal nos incita a recurrir a ellas, siempre tan a la mano. Así nos ahorramos buscar en la mente la palabra adecuada ¾ muchas veces un sustantivo o adjetivo de lo más común¾ , pero parece que no se justifica el esfuerzo si la sociedad no pide un modo de hablar inteligente.
  5. Los hombres hablan con mayor crudeza que las mujeres porque son «muy hombres». A lo largo de la historia, ellos han desempeñado los trabajos rudos y arriesgados: cazar, construir refugios, explorar nuevos sitios que requieren palabras fuertes. Se dice, incluso, que para que los niños se hagan «hombrecitos» conviene que las aprendan. Actualmente la ocupación de los varones en muchos casos ya no implica rudeza, sin embargo, siguen necesitando esas frases para dar salida a algunas frustraciones. Cuando se cansan del trabajo y las cosas serias, les parece que salpicar sus conversaciones con algunas vulgaridades los relaja, les permite hacer a un lado la formalidad por un rato y sentirse «tipos normales». Y cuando están con sus amigos viendo un partido o platicando, el lenguaje deberá ser fogoso, animado.
  6. Las mujeres usan el lenguaje burdo como ecualizador. En la lucha por la igualdad de sexos, desde hace unas décadas decidieron demostrar no sólo que son capaces de hacer todo lo que hacen los hombres, sino su derecho a ello, incluyendo la forma de expresarse. ¿Por qué el lenguaje vulgar ha de ser un privilegio sólo de hombres? También hay quienes lo consideran un elemento sexy. Hablar con ciertas palabras y de ciertos temas puede ser una forma de flirtear o más aún, de excitar a los oyentes.

«YO, A PESAR DE LA GENTE»

El principal argumento para defender la proliferación del vocabulario soez en los medios es la libertad de expresión, de la que muchos intentan hacer un principio absoluto. No está de más analizarlo para dar a esta libertad fundamental su justo lugar.
La libertad de expresión ¾ tal como fue formulada en la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano¾ surgió como una necesidad política. Originalmente significó, que los ciudadanos tenían derecho a oponerse a las políticas del gobierno, a expresar sus denuncias y a ser escuchados, con el objeto de asegurar un gobierno justo, responsable y democrático. Desafortunadamente hoy, en vez de entenderse este derecho como de «nosotros la gente», se ha transformado en «yo, a pesar de la gente».
Quienes justifican así su pobre vocabulario piensan que están en su derecho de usar malas palabras, aunque ofendan a quienes los rodean. Ciertamente todos somos libres para elegir nuestro lenguaje, pero los demás tienen derecho a no verse obligados a oírlo. Con frecuencia, argüir libertad de expresión no es más que un pretexto para ser laxos en el modo de hablar; podríamos pensar en un contrapeso de esa libertad de expresión, por ejemplo, el derecho a permanecer en silencio.
Otro pretexto común a favor de las palabras altisonantes en los medios de comunicación es afirmar que pierden su carga ofensiva en la comedia. Indudablemente hay algo de verdad en esto, pero esa carga negativa no se pierde por completo, sólo disminuye; por otro lado, el lenguaje procaz genera una laxitud social que se filtra a otras áreas del comportamiento. Además, una palabrota puede resultar graciosa siempre y cuando sea esporádica, expresiva, dicha en un contexto y tono adecuados ¾ sin duda, el tono en que se dice algo tiene mayor impacto que las palabras mismas.
En muchos programas cómicos de hoy, la saturación de malas palabras ha causado un efecto contrario, han perdido gracia y no pocas veces resultan incómodas. Es fácil constatar que los comediantes genuinamente talentosos no requieren de groserías o vulgaridades para provocar la risa; su prestigio y éxito se miden por su aceptación en amplios segmentos de audiencia sin que ninguno salga ofendido.
Finalmente, quienes intercalan dos o tres groserías en cada frase que sale de su boca, dicen, cuando alguien se lo hace notar, que sólo usan esas palabras cuando «saben» que está bien. Según ellos, conocen ante quién y en qué situaciones pueden tomarse esas libertades expresivas. Esto no deja de ser dudoso si reconocemos que, en la sociedad actual, una de las peores faltas ¾ si no es que la peor¾ es parecer «intolerante». Casi nadie se atreve a decirle a otra persona cuando su lenguaje o actitudes lo incomodan u ofenden, no sería «políticamente correcto».

DIME CÓMO HABLAS

Todos hacemos juicios, más o menos conscientes, sobre quienes nos rodean; expresamos opiniones basadas en lo que vemos o suponemos. En el primer encuentro con alguien nos fijamos inevitablemente en su apariencia física, su lenguaje corporal, incluso en cómo viste; basados en esto aventuramos una caracterización del otro. Nuestra hipótesis se confirma o derrumba cuando escuchamos hablar a esa persona, el lenguaje expresa no sólo nuestras ideas, sino nuestra completa personalidad, nuestra educación, nuestra actitud.
A pesar de las modas, el lenguaje es todavía un medio de distinción y un puente entre diversos grupos y posiciones sociales. Hablar inteligentemente puede ser el medio por el que una persona de bajo nivel socioeconómico acceda a esferas sociales más altas.
El lenguaje sigue siendo un ecualizador social, pero sucede que los más acomodados hablan el lenguaje de los menos educados y no al contrario. Las expresiones se van simplificando y vulgarizando, al mismo tiempo que las palabras fuertes pierden, por el uso indiscriminado, su carga emocional y su expresividad ¾ en ocasiones necesaria.
En un mundo que tiende al aislamiento del individuo, sonar como cualquier otro es lo que muchos jóvenes ¾ y no pocos adultos¾ quieren hacer. Sin duda hay cierta satisfacción en sentirse aceptado y quizá se logre éxito en un cuestionable intento por hacerse entender; pero eso no favorece que seamos percibidos como personas inteligentes, y retener un poco de individualidad tiene su propia recompensa. ¿Por qué no sonar un poco más educado que los demás?, ¿te odiarían por eso?, ¿se darían cuenta? Sin lugar a dudas te considerarían, simplemente, una persona prudente y bien educada.

ES CUESTIÓN DE ACTITUD

Las situaciones incómodas e imprevistas, con frecuencia nos hacen perder el control y soltar alguna palabrota. Pero también insultamos a la gente, a los objetos y a nosotros mismos. Insultar a otra persona no es sólo la forma más directa de asalto verbal, también implica un riesgo, no sabemos cómo vaya a reaccionar.
Despotricar contra algún objeto parece menos condenable, pero ello no enciende ni activa máquinas, ni facilita que fluya el tráfico de una avenida, y, en muchas ocasiones, exponemos nuestro carácter iracundo ante personas que no tienen por qué vivir con él.
Por otra parte, quizá lo más común sea insultarnos a nosotros mismos, pero es una conducta superable si nos preocupamos por ser un poco más organizados, responsables y previsores.
Estas tres situaciones comunes en las que pretendemos desahogarnos con palabras sonoras denotan, antes que otra cosa, un problema de actitud. Ampliar el vocabulario que manejamos y buscar otras maneras de desahogo son buenas medidas para insultar menos, pero la verdadera solución empieza cuando decidimos pulir nuestra conducta, aprender a controlar nuestras emociones y manejar situaciones incómodas.
Decir groserías no es lo peor que podemos hacer; incluso, dichas en el momento y situación adecuadas pueden funcionar como válvula de despresurización emocional, pero el uso recurrente e indiscriminado ya las convirtió en palabras poco significativas, hasta suaves, pero no menos incómodas que antes.
Si decir groserías frente a los niños sigue considerándose impropio dentro de la sociedad, no es precisamente porque los expongamos a las malas palabras ¾ las escuchan en todos lados: en la música, en las caricaturas, en el cine¾ , sino a nuestra carencia de control emocional, a nuestra inhabilidad para lidiar tranquilamente con los contratiempos diarios. Ellos imitarán nuestras palabras pero, lo que es peor, imitarán también nuestra actitud.

[1] James V. O’CONNOR. Cuss Control. The Complete Book on How to Curb Your Cursing. Three Rivers Press. New York, 2000. 235 págs.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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