¿Quién no pagaría un alto precio en esfuerzo o en dinero por incrementar su memoria? ¿A quién no aterra imaginarse cautivo del mal de Alzheimer a ese lamentable grado de no reconocer siquiera el propio rostro en un espejo? Sabemos que el recuerdo es la vida: comprender cómo es el pasado da forma al presente; sin pretérito, sin raíces, somos viento que se esfuma. ¿Cómo vivir atrapados en el presente o cómo dibujar un futuro sin líneas que lo orienten?
La memoria, entidad casi mágica, caja de Pandora, aún es un enigma. Durante siglos gozó de un estatus privilegiado, al grado que la confundían con la inteligencia. Después fue degradada y arrinconada: aprender cosas de memoria se volvió tarea para necios, «para loros». La educación moderna la satanizó: todos los maestros debían sustituir el aprendizaje de memoria por el único válido, el aprendizaje inteligente, razonado.
Pero resulta que el desarrollo informático arrojó de nuevo la evidencia: las computadoras son capaces de archivar, procesar, relacionar y sacar nuevos resultados, sí, todo eso, pero a partir de lo que guardan en su memoria, y a cada paso las dotan de mayor capacidad. Nos recordaron que, sin memoria, la inteligencia no trabaja y que quienes destacan por su intelecto se apoyan, entre otras cosas, en una prodigiosa memoria.
La memoria es la capacidad de guardar datos ordenadamente, de modo que nos permita rescatarlos del archivo cuando los necesitamos. Y, cuando no recordamos, aparece el olvido, que no es sólo carencia o negación, sino personaje tan indispensable como su contraparte. Sería angustioso vivir si recordáramos todo; además, si atiborramos la memoria, se vuelve inútil.
Como le ocurrió a Funes el memorioso, en el cuento de Borges: «había aprendido sin esfuerzo, el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos».
La tradición filosófica estudió la memoria muchos siglos; hace pocos decenios, se aproximó a ella la neuropsicología, convencida de que lo explicaría todo. Sus intentos rebotan todavía en el enigma; los mayores logros catalogan ciertos trastornos pero nadie sabe aún cómo funciona ni cómo incrementarla. Nuestros colaboradores analizan en este ejemplar algunas caras del misterio. Entretanto, aferrados a la agenda -de papel o electrónica- sólo nos queda continuar esa sana costumbre de organizarnos con las listas de los listos.