QUE PAGUEN LOS OTROS
La democracia nació en Grecia, y también en Grecia nacieron sus enemigos: la demagogia y la tiranía. A la vuelta de los siglos, estos mismos espectros acechan a las jóvenes repúblicas latinoamericanas.
El ateniense Pericles es famoso por haber construido el Partenón y por haber sido patrono de las artes. Hasta tal punto goza de buena reputación, que su época suele conocerse como el Siglo de Oro de Pericles. En el bachillerato se nos habla de él como un magnífico orador y una especie de héroe cultural.
Sin embargo, pocos profesores tienen el cuidado de explicarnos que este político llevó a Atenas a la ruina y que fue un demagogo en toda forma. En pocas palabras, se dedicó a construir obras públicas con un dinero que la ciudad no tenía. Reconstruyó la Acrópolis y nos dejó, eso sí, un patrimonio artístico extraordinario… pero lo hizo con recursos que tomó «prestados» de otras ciudades griegas. Por supuesto, los ciudadanos atenienses aplaudieron las grandes construcciones emprendidas por su estadista.
Su programa político llevó a Atenas a la guerra. Las ciudades cuyo dinero había sido sustraído reclamaron sus riquezas y Pericles no pudo devolverlo. Esta lucha la Guerra del Peloponeso arruinó a la Hélade y cobró muchas vidas.
La democracia helena era participativa. Los ciudadanos no elegían representantes sino que ellos mismos discutían las leyes y los asuntos judiciales. Este régimen funcionaba porque sólo algunos podían ser ciudadanos y resultaba fácil reunir a todos en un lugar.
A pesar de esta diferencia esencial entre nuestra democracia representativa y la participativa de los griegos, existe una gran semejanza. El eterno problema de las ciudades griegas fue la distribución de la riqueza. En la polis convivía una clase adinerada, propietaria de las tierras y de los mejores negocios, y una clase pobre de labriegos y artesanos, perennemente endeudada.
La estrategia de los demagogos era muy sencilla. Estos hombres, de ordinario buenos oradores, se ganaban los votos populares. Una vez en el poder, construían grandes templos, obras vistosas que halagaban al tipo de la calle. Paralelamente, articulaban un discurso contra los ricos y, en ocasiones, expropiaban sus tierras y abolían deudas. Tales políticas afianzaban su arraigo popular.
Una vez que el demagogo consideraba segura su posición, comenzaba a asustar al pueblo con la amenaza a veces ficticia, a veces real de que la vida del gobernante corría peligro. Los oligarcas pregonaba el caudillo querían matarlo. Si él sucumbía, los ricos recobrarían sus tierras y riquezas.
Para evitar que el programa de reformas populares se echase atrás, el demagogo solicitaba a los ciudadanos poderes extraordinarios y escoltas personales fuertemente armadas. Tales medidas, insistía el demagogo, tenían como finalidad mantener a raya las pretensiones de los ricos. Campesinos y artesanos accedían a la petición, pues temían el regreso de los oligarcas.
El demagogo, investido de tales facultades y con un pequeño ejército en sus manos, se convertía en tirano. La situación terminaba peor, pues a la pobreza se añadía la represión política.
DEMAGOGIA Y MAKE UP
Platón estudió este proceso de corrupción política. Sorprende su actualidad: describe los procesos degenerativos de la democracia con una exactitud que se antoja profética. Según este filósofo, la demagogia atrae a los ciudadanos porque se finca en la adulación. Así como el médico honesto prescribe los remedios necesarios, aunque sean amargos y dolorosos, el político íntegro gobierna con justicia, aunque en ocasiones sus acciones no sean populares.
Por el contrario, el demagogo no piensa en la justicia, sólo en conservar el poder y para ello adula a los ciudadanos, evitando que la mayoría se disguste por una ley o un impuesto. El demagogo se parece a un pastelero tramposo o a un maquillista que pretende curar al enfermo sin dolor, sin ejercicios, sin dietas.
Con tal de no disgustar al caprichoso paciente, «le dan por su lado» en lugar de cauterizar las heridas, prohibirle algunos alimentos y aconsejarle gimnasia. Platón desprecia a los demagogos y a los charlatanes de la medicina, pues carecen del valor para obrar con rectitud y eficacia. Son tipos despreciables que, por ganarse el favor de sus «clientes», terminan matándolos.
La demagogia azotó constantemente a las ciudades griegas y les trajo un sinnúmero de calamidades. La perversidad de este «régimen» radica, ni más ni menos, en su «legitimación» a través del voto. Es el harakiri de la democracia. No olvidemos que Hitler llegó al poder democráticamente y que también, amparado en los votos, se convirtió en dictador. Un buen demagogo se ufana de ser democrático.
Los demagogos brillaban por su astucia. Cuidaban su imagen con esmero. Por ello, hacían gala de ser «uno más», se hacían pasar por pobres y evitaban cautelosamente cualquier gesto que los identificase con los ricos. Se adelantaron a Maquiavelo: lo importante no es ser virtuoso, sino parecerlo, lo importante no es ser pobre, sino parecerlo.
Estos políticos explotaban el odio de las clases bajas hacia las altas. Cultivaban un estilo vulgar para poder atacar desde esa plataforma a los oligarcas. Los planes del demagogo eran a corto plazo, pseudo-resultados inmediatos, pues sabía que los pobres piensan en corto. No ejecutaba los tratamientos pertinentes, sino los «efectistas», como el charlatán que sólo administra analgésicos al enfermo y nunca receta medicinas amargas.
En última instancia, el demagogo de todos los tiempos no es un hombre de Estado, sino un publicista. «El arte de gobernar escribió Jünger va consistiendo cada vez más en producir en todas esas cosas la ilusión de la libertad; por ello es la propaganda, junto a la policía, el medio principal que se utiliza». En su fase demagógica, estos reyezuelos apuestan todo a la imagen, después, cuando su postura está afianzada, recurren a la violencia. Entonces, es demasiado tarde para reaccionar.
RECETAS PARA LA DEMAGOGIA
Las demagogias requieren de dos condiciones sociales. Una clase rica, arrogante, sin afán de justicia, y otra pobre e ignorante. El demagogo saca partido del resentimiento de los pobres y de la prepotencia de los aristócratas. A la hora de la verdad, el único ganador es el demagogo y su camarilla.
Con facilidad, el demagogo termina hermanándose con algunos aristócratas quienes intuyen que con un tirano en el poder es más fácil evadir las exigencias de la justicia social. Más vale compartir la riqueza con el gobernante que con todo el pueblo.
Cuando se estudia la historia de Grecia, se nota que la vitalidad de ese pueblo se atrofió, en muy buena medida, por obra de la demagogia. Al final, las ciudades griegas, convulsionadas por luchas internas, perdieron sus libertades frente a Alejandro Magno.
La vacuna contra la demagogia es la clase media. Ella piensa en cortos plazos, pero también es capaz de pensar en términos más largos. Sabe que las obras públicas importan, pero también sabe que el patrimonio personal y familiar es mucho más importante que un «Partenón». Como los «clasemedieros» no son pobres, no exigen dádivas, sino condiciones justas de trabajo. Como no son ricos, la arrogancia no los ataca tanto.
Desafortunadamente, estamos frente a un círculo vicioso. Cuando hay clase media no hay demagogos, y cuando gobiernan los demagogos no hay clase media. Este pseudo demócrata necesita ciudadanos pobres. La miseria e ignorancia es el terreno propicio para arraigar su semilla.
LA CAÍDA DEL DEMAGOGO
Las grandes tiranías de la historia no han sido destronadas por los votos. De ordinario, lo que sucede es que el dictador-demagogo precipita su caída, arrastrando tras de sí al pueblo que supuestamente protegía. Hitler no perdió las elecciones, perdió la guerra…
No se me ocurre sino esperar que algún día las oligarquías latinoamericanas dejen de ser irresponsables y soberbias y que, entonces, preocupadas por la distribución de la riqueza, los demagogos no tengan a quien fascinar con sus adulaciones.
Pero como el optimismo es irreal y de mal gusto, supongo que gran parte de Latinoamérica continuará decayendo entre tiranos, oligarcas y demagogos. Al fin y al cabo, siempre se puede ser un poquito más pobre. Lo peor es que, en la actualidad, ni siquiera se levantan templos ni plazas; escasa heredad dejaremos a las generaciones futuras.