Uno de los retos más importantes de los estudios modernos sobre las relaciones entre el Estado y la Iglesia o las iglesias y diferentes comunidades y confesiones religiosas es adaptar sus presupuestos básicos a la cambiante realidad social, sin perder de vista que la Iglesia y el Estado son dos ámbitos autónomos e independientes entre sí, aunque unidos en un solo protagonista: la persona humana.
Son muchos los modelos históricos de relación, desde los que, aun distinguiendo Iglesia y Estado, reconocían también la fuerte intromisión de uno sobre otra [1] , hasta aquellos en los que el poder político encontró en la Iglesia y el Papa la fuente última de su dignidad [2] .
En estos cambios ha transcurrido un largo periodo; sin embargo, hay una tesis constante, Iglesia y Estado se conforman en su actuación social como ámbitos de autonomía diferentes, en los que se reconocen «dos dimensiones sociales del hombre que implican dos posiciones jurídicas fundamentales de la persona, dos órdenes de autoridad, dos ámbitos de organización social a diversos niveles» [3] , y que exigen su justa y necesaria vinculación para salvaguardar los derechos de la persona.
LUGARES COMUNES, PUNTOS APARTE
A lo largo de su historia, las relaciones entre Iglesia y Estado han permitido construir el Derecho Eclesiástico del Estado, disciplina autónoma cuyo objetivo es lograr una mejor comprensión de la naturaleza y funciones del Estado en sus relaciones con la Iglesia y viceversa.
Algunos expertos reconocían que lo religioso no sólo constituye un fenómeno inmanente a la humanidad de la persona, sino que por sus manifestaciones y realizaciones exteriores mantiene un carácter eminentemente social, en el sentido de que se exterioriza y presenta como una necesidad colectiva. El hecho religioso, individual o colectivo, exige que el poder político lo considere y promueva, independientemente de que el Estado sea o no confesional.
Esto encierra dos dimensiones importantes. Primero, la finalidad del Estado como entidad política de conservar y respetar los derechos de cada ciudadano, que forman parte esencial del bien común. El Estado no se constituye, por tanto, como simple unidad orgánica «neutra» frente a los ciudadanos y sus derechos, sino que asume una posición necesariamente activa. Segundo, la Iglesia reconoce en la persona una unidad a la que se deben también una serie de derechos. Ahora bien, mientras que el Estado vela por los fines terrenos o políticos de las personas, la Iglesia se ocupa de facilitarles el logro de sus fines espirituales.
Ambas instituciones se complementan para servir a la persona en el ejercicio de sus respectivos derechos temporales y espirituales. En el Concilio Vaticano II, la Iglesia habla de esta división: «La comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres. Este servicio lo realizarán tanto más eficazmente en bien de todos cuanto procuren mejor una sana cooperación entre ambas, teniendo en cuenta también las circunstancias de lugar y de tiempo. Pues el hombre no está limitado al mero orden temporal, sino que, viviendo en la historia humana, conserva íntegra su vocación eterna». [4]
De ambos poderes se derivan dos exigencias fundamentales: la diferenciación mutua y la unión en el servicio a la persona y sus derechos. Esta clara distinción y sana separación ha llevado a la doctrina católica a reconocer los derechos de la persona como fiel y como ciudadano: libertad religiosa en el orden civil y libertad temporal en el orden religioso.
Javier Hervada afirma que la base sobre la que debe constituirse el sistema jurídico de relaciones entre la Iglesia y el Estado debería estructurarse por tres principios: «el de incompetencia recíproca, el de independencia soberana y el de cooperación» [5] , que precisarían un sistema de relaciones de institución a institución y delimitarían sus contornos reales. Estos tres principios expresan con especial claridad la libertad religiosa y la libertad temporal como dos caras de una misma moneda.
Libertad religiosa
Se refiere a una esfera de autonomía personal y a una inmunidad de coacción que impide al Estado interferir en ella y en sus manifestaciones. La Iglesia defiende esta idea central desde el Vaticano II, al señalar que tal derecho consiste «en que todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como por parte de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en lo religioso, ni se obligue a nadie a actuar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos». [6]
La libertad religiosa, entonces, se constituye como un derecho de la persona en el orden civil, que impide al poder público interferir en la relación del hombre con Dios y en las particulares maneras de manifestarla, incluso la colectiva.
Libertad en lo temporal
También se entiende como un ámbito de autonomía personal sobre asuntos temporales (materias que no son estrictamente religiosas) y, a la vez, de una inmunidad de coacción por parte de la jerarquía eclesiástica. Sin embargo, habría que aclarar que esto no supone para el fiel independencia absoluta en su actuación civil como tampoco es absoluta la libertad religiosa ante el Estado, pues su comportamiento, incluso cuando se refiere a materias temporales, debe estar guiado por un espíritu cristiano.
Ambas libertades reflejan como idea central «el reconocimiento común de la dignidad de la persona humana y del empeño compartido de promover y tutelar sus derechos». [7]
Antes de explicar los principios que orientan las relaciones jurídicas entre Iglesia y Estado conviene tratar, en forma general, la problemática que encierra para la primera su efectivo reconocimiento y diferenciación respecto del segundo.
ENTIDAD SUI GENERIS
La Iglesia católica rebasa cualquier forma de ordenación o agrupación terrena. Considerarla una simple asociación humana desnaturaliza su propio contenido y también los fines para los que existe.
Desde el punto de vista de su ordenamiento, la Iglesia puede considerarse bajo tres aspectos: a) pueblo de Dios, b) comunidad y c) sociedad. Estos conceptos explican a la vez, según Hervada, características diferentes y complementarias. [8]
Pueblo de Dios
Significa que se considera a la Iglesia la congregación de quienes pertenecen a un mismo linaje y han asumido con el bautismo la misión redentora y salvífica que recibió Jesucristo ¾ Cabeza de esa estirpe¾ del Padre. [9]
Por el bautismo cuyo carácter es eminentemente sobrenatural se participa en la Iglesia como pueblo: los bautizados se encuentran unidos y ligados a Cristo por la gracia y su misión redentora.
Así, los vínculos procedentes de él «poseen una dimensión jurídica que está en la base de las más radicales situaciones de libertad, de sujeción y de autonomía de los derechos y deberes, por eso llamados fundamentales» [10] . Dichos vínculos se emplean de la misma manera que en el resto de las agrupaciones humanas y contribuyen, junto con los elementos sobrenaturales, a la estructuración de la Iglesia como sociedad.
A partir de aquí se comprende entonces cómo el Estado y la Iglesia se relacionan con las personas bajo aspectos diferentes: frente a uno son ciudadanos; ante la otra, fieles. En la sociedad política bajo un régimen democrático los ciudadanos eligen, de manera voluntaria, quiénes serán sus cabezas y dirigentes; en el Pueblo de Dios, jerárquicamente estructurado, quienes presiden ya están constituidos.
Comunidad
La idea central es que «sus componentes poseen y participan de unos mismos “bienes” típicamente característicos de este pueblo». [11]
La constitución Lumen gentium (§ 76) reconoce que el pueblo de Dios, como comunidad, participa por Cristo y mediante el bautismo de una común-unión en la vida, caridad y verdad, siendo un sólo cuerpo, unido por un vínculo ontológico y partícipe de una comunión de bienes propios.
El Estado es una comunión de ciudadanos con vínculos de raza, nacimiento, cultura, lenguaje, etcétera; la Iglesia es una común-unión cuyos lazos son la fe, los sacramentos y el régimen pastoral. El Estado es un poder; la Iglesia no, aunque goza de ciertas potestades no políticas recibidas de Cristo.
Sociedad
La estructura de la Iglesia como sociedad «no depende de la iniciativa libre de sus componentes como sucede con las sociedades democráticas, sino que está institucionalizada y sus elementos fundamentales son causados por la voluntad de Cristo, que mantiene en la Iglesia una permanente y actualizada eficacia en el tiempo por medio de los Sacramentos y de la Palabra» [12] . En esto se diferencia del resto de las organizaciones sociales: su organización se inspira en la voluntad fundacional de Cristo, vivencia y organización que no se desarrollan en un territorio específico sino en dimensiones universales.
El poder estatal y el ámbito espiritual mantienen una naturaleza propia y distinta. Por eso no se puede aceptar que la Iglesia sea una organización igual a la estatal. La construcción del Estado es humana; la de la Iglesia no. Esto no significa una total independencia entre ellas, sino lo contrario. Se han de establecer puntos de encuentro o de unión, que respeten su independencia y autonomía.
PRINCIPIOS RECTORES DE LAS RELACIONES JURÍDICAS
Principio de incompetencia recíproca
Iglesia y Estado poseen cada uno en su respectivo ámbito ordenamientos jurídicos distintos, según los cuales se estructuran y funcionan interna y externamente, reconociéndose incompetentes uno respecto del otro en el cumplimiento de sus fines específicos. Por una parte, la Iglesia vela por alcanzar la meta final en la vida sobrenatural del hombre; por otra, el Estado vela por la protección y fomento de los derechos y libertades de los ciudadanos en la consecución del bien común y el orden público.
Sus ordenamientos jurídicos quedan expresados por diversos documentos en los que, además de establecer su estructura y régimen interno, expresan sus respectivas competencias y atribuciones. En el caso de la Iglesia, el Código de Derecho canónico es el documento más importante. Sus elementos esenciales se fundan en la revelación contenida en la Biblia y en la tradición de la Iglesia, que rige la vida individual y colectiva de los fieles.
Principio de independencia soberana
Está unido al principio anterior. La Iglesia lo expresa en la constitución pastoral Gaudium et spes: «La Iglesia, que en razón de su función y de su competencia no se confunde de ningún modo con la comunidad política y no está ligada a ningún sistema político, es al mismo tiempo signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana. [] La comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo». [13]
Esta declaración no significa que la Iglesia quiera conformar una sociedad antagónica al Estado. Busca, sí, establecer una sociedad que cumpla sus deberes civiles y vea respetadas la libertad y dignidad de la persona en la consecución de sus fines.
Principio de cooperación
La cooperación entre Iglesia y Estado no significa unión, esto es, que el segundo haga suya la identificación religiosa o que la finalidad político-social sea asumida por la primera. Distinguir sus fines tampoco implica alejarse radicalmente; antes bien, ambos inciden en la forma de ayudar a unos mismos hombres, creyentes y ciudadanos.
En un contexto más general, el principio de cooperación no se contrapone a otros, como los de laicidad, igualdad religiosa o el de la misma libertad. Es perfectamente compatible con ellos y no sólo demuestra la clara y perfecta concurrencia con otros principios en el respeto de los derechos de las personas, sino que también evidencia la necesaria participación del poder público en dicha protección, y su corresponsabilidad en la realización de la persona como miembro de la sociedad.
EL CASO MEXICANO
La idea de independencia y autonomía entre ambos poderes ha sido suficientemente clara para la Iglesia católica. No es el caso de algunos Estados que argumentan razones históricas para no reconocer cabalmente dicha autonomía e independencia y, en consecuencia, para no tutelar plenamente los derechos humanos, particularmente el de libertad religiosa.
Un ejemplo es el caso mexicano. Después de un sistema que se puede calificar como «regalista», hoy comienza a entender que su función no es intervenir en la vocación salvífica del hombre, sino reconocer, proteger y fomentar los derechos y libertades de las personas.
La legislación mexicana da diferentes muestras del modo en que el Estado interviene en la vida interna de la Iglesia católica, de una manera que lleva a pensar que la separación y la distinción explicadas no son, ni con mucho, respetadas ni comprendidas.
La Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público (LARCP), de 1992, establece: «Las Iglesias y las agrupaciones religiosas tendrán personalidad jurídica como asociaciones religiosas una vez que obtengan su correspondiente registro constitutivo ante la Secretaría de Gobernación en los términos de esta ley». [14]
En su segundo párrafo señala: «Las asociaciones religiosas se regirán internamente por sus propios estatutos, los que contendrán las bases fundamentales de su doctrina o cuerpo de creencias religiosas y determinarán tanto a sus representantes como, en su caso, a los de las entidades y divisiones internas que a ellas pertenezcan. Dichas entidades y divisiones pueden corresponder a ámbitos regionales o a otras formas de organización autónoma dentro de las propias asociaciones, según convenga a su estructura y finalidades, y poder gozar igualmente de personalidad jurídica en los términos de esta ley».
Finalmente, dispone: «Las asociaciones religiosas son iguales ante la ley en derechos y obligaciones».
En este y otros artículos se aprecia que la existencia jurídica de la Iglesia y su funcionamiento interno dependen sólo de la personalidad jurídica eventualmente otorgada por la autoridad política, en este caso, el Poder Ejecutivo Federal a través de la Secretaría de Gobernación.
Si la personalidad es la «cualidad jurídica de ser titular y perteneciente a la comunidad jurídica» [15] , y ello sirve para que se reconozcan los derechos y se establezcan las obligaciones de las iglesias, se comprende que la actuación de las iglesias se somete a la autoridad estatal, porque es quien otorga dicha personalidad.
Así se establece una relación de subordinación de la Iglesia respecto de la potestad política en aquellos temas que serían competencia de ambos y que el Estado, excediendo sus atribuciones, reconoce exclusivamente de su competencia.
La laicidad impuesta a la educación pública es, quizá, el más claro ejemplo de esta desigualdad en la legislación mexicana y, además, constituye una violación al derecho de libertad religiosa.
En este caso, la legislación internacional en materia de derechos humanos reconoce el derecho de los padres a que sus hijos reciban educación religiosa acorde a sus convicciones y el de los propios educandos a recibirla.
Por otra parte, calificar a la Iglesia como «asociación» no corresponde, según se dijo, con su naturaleza ni con su fin. Otra cosa es el derecho de asociación que como tal se reconoce al fiel en el interior de su propia Iglesia, análogo al que gozan como ciudadanos al interior de la comunidad política. Se trata de un derecho natural que tienen los miembros de las dos comunidades para formar grupos al interior de ellas. Pero no es una figura jurídica creada por el Estado ni por la Iglesia. El derecho de asociación del fiel es diferente del derecho de asociación civil, pero, en los dos casos, se trata de manifestaciones de un único derecho natural.
La existencia del fenómeno asociativo dentro de la Iglesia no significa que esta, en cuanto tal, sea parte del fenómeno asociativo dentro del Estado.
TENDER PUENTES
La Iglesia y el Estado mantienen sus respectivas competencias y atribuciones. Esto implica el establecimiento de justas relaciones entre ellos, sin subsumir nunca uno en el otro sino estableciendo puentes de relación que consideren finalmente a la persona como su único sujeto y exclusivo protagonista.
Y aunque ambas entidades son diversas y no tienen por qué interferir una con la otra, por razón de sus destinatarios las personas: ciudadanos y fieles no pueden vivir desconociéndose, sino colaborando adecuadamente.
(Versión resumida del original publicado en La cuestión social, año 9, n. 4, 2001.)
[1] Por ejemplo, el cesaropapismo en Oriente.Cfr. P. Lombardía en AA.VV. Derecho eclesiástico del Estado español. EUNSA. Pamplona, 1980.
[2] Como el hierocratismo en Occidente. Cfr. A. de la Hera y C. Soler en AA.VV. Tratado de derecho eclesiástico del Estado. EUNSA. Pamplona, 1994.
[3] M. Errázuriz. «Riflessioni circa il diritto canonico dellottica del dualismo cristiano» en Ius Ecclesiae. Rivista internazionale di diritto canonico n. 1. vol. IX. Milán, 1997. pág. 304.
[4] Concilio Vaticano II. Constitución pastoral Gaudium et spes § 76.
[5] J. Hervada. «Diálogo en torno a las relaciones Iglesia-Estado en clave moderna» en Vetera et Nova II. Cuestiones de Derecho canónico y afines (1958-1991). EUNSA. Pamplona, 1991. pág. 1161.
[6] Concilio Vaticano II. Dignitatis humanae § 2.
[7] J.T. Martín de Agar. Op. cit. pág. 52.
[8] Cfr. J. Hervada. Diritto constituzionale canonico. Giuffrè. Milán, 1989. pág. 42.
[9] Cfr. J.I. Arrieta. «El Pueblo de Dios» en Manual de Derecho canónico. EUNSA. Pamplona, 1988. pág. 114.
[10] Ibid. pág. 52.
[11] Ibid. pág. 115.
[12] Ibid. pág. 116.
[13] Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes § 76.
[14] Título segundo, capítulo primero, artículo 6.
[15] F. de Castro. Derecho civil en España. Instituto de Estudios Políticos. Madrid, 1952. pág. 31.