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¿Es deseable un Estado laico en un pueblo religioso?

La cuestión un Estado laico en un pueblo religioso se ha planteado de manera acuciante en estos días, cuando se discute en la Unión Europea un proyecto de constitución política común a todos sus miembros. El proyecto formulado y dado a conocer a la opinión pública no contempla artículo alguno que haga referencia a las religiones que viven los pueblos europeos.
¿Podría entenderse la historia de Europa sin referencias al cristianismo al judaísmo o al Islam? La respuesta parece obvia: Europa, no obstante la diversidad de lenguas y de culturas, tiene un patrimonio ético y religioso común que es el cristianismo, y buena parte de su historia se explica por su relación, en un doble sentido de asimilación y rechazo, con el judaísmo y el Islam.
En atención a esta realidad histórica, Juan Pablo II ha solicitado reiteradamente que en la futura constitución de la Unión Europea se haga un reconocimiento expreso de las raíces cristianas de Europa, lo cual, advierte, no demerita la laicidad propia de la organización política que se propone establecer.
Como no basta la sola referencia que podía no ser más que una especie de declaración formal sin ningún efecto jurídico, se han ido formando movimientos de opinión, entre ellos el grupo Cristianos por Europa, recientemente constituido, compuesto por diputados del Parlamento Europeo, políticos, diplomáticos, académicos y profesionales laicos.
El grupo pide que los primeros tres artículos del proyecto constitucional indiquen: a) que el cristianismo es parte integrante de la historia europea y un elemento importante y vigente en la vida europea actual; b) que lo que hoy se denomina el «hecho religioso», es decir, la práctica efectiva de una fe religiosa de cualquier signo, es fundamento de los valores morales de los pueblos europeos y de la mayoría de sus habitantes; c) que al artículo tercero del proyecto que señala que se respetará la «identidad nacional» de los estados miembros de la Unión, debe añadírsele que también se respetará el estatus jurídico de las iglesias y comunidades religiosas.
Independientemente del contenido final del texto constitucional europeo, que dependerá del poder efectivo de los diversos grupos parlamentarios y grupos de interés en juego, vale la pena considerar la cuestión planteada en términos más generales, a fin de encontrar un marco de referencia para juzgar y tomar decisiones acertadas en esta materia que, no obstante el agnosticismo aparentemente generalizado entre amplios sectores de la población actual, parece reactivarse constantemente por el mismo impulso de la globalización.
A este respecto, cabría preguntar si los nuevos bloques de países que se han formado, ¿no tendrán la necesidad de acudir a una identidad religiosa para mantener su unidad, máxime cuando en el mundo islámico que aglutina a casi la tercera parte de la población mundial se vive una fuerte vinculación entre el poder político y la fe religiosa?

UN PUEBLO, DOS GOBIERNOS

Una realidad de la que no se puede prescindir en el análisis de este problema es que el pueblo que sigue a sus gobernantes y sacerdotes es uno solo. Las mismas familias y personas que asisten a los servicios religiosos los días de fiesta son las que pagan impuestos y votan en las elecciones.
Por lo tanto, no hay que plantearse, en principio, una confrontación entre la organización política y la estructura religiosa, como no se plantea en principio dicha contradicción en las conciencias de las personas creyentes. Los dos órdenes de gobierno son necesarios para la vida del pueblo: el político procura el bien común la promoción de la economía, la seguridad pública, la educación, la cultura; el religioso, el desarrollo moral y la salvación.
El hecho de que un pueblo o una persona en particular esté sujeto a dos órdenes de gobierno distintos no es algo extraño ni contradictorio, pues sucede frecuentemente en la vida humana: en la propia familia, los hijos tienen el doble gobierno del padre y de la madre; en el ámbito político, los mismos ciudadanos están sujetos a un régimen municipal o local, y a otro general o nacional; en la empresa, los mismos trabajadores subordinados a los mandos de la empresa, se rigen también por los estatutos sindicales y así en cualquier otro orden de la vida social.
Más bien, lo extraño e inhumano sería la existencia de un sólo poder o instancia de mando a la que estuvieran subordinados todos los grupos y personas, que carecerían de la posibilidad de cuestionar ese mando único ante una instancia superior. Este mando único, absolutamente soberano, es el sueño acariciado, jamás alcanzado, por todos los tiranos que ha habido en el mundo.
La existencia, a nivel de nación o pueblo, de dos órdenes de gobierno distintos el político y el religioso, en vez de ser un obstáculo para la vida pública, que es la vida del pueblo y no sólo la vida política, parece ser una condición necesaria de su existencia.
La solidaridad humana, vínculo natural de unión entre los hombres y esencia de la vida pública, se vive en una doble dimensión: en el orden político como solidaridad para el progreso y desarrollo de todos, y en el orden religioso como solidaridad de todos con Dios y para salvación de todo el género humano.
La vida pública requiere ambas dimensiones, y de hecho ambas se han dado históricamente en todos los pueblos. Cuando se rompe este dualismo en beneficio de un solo orden de gobierno, se producen regímenes opresores de la vida del pueblo, sea cuando el mando religioso asume el mando político teocracia sea cuando el mando político asume la dirección religiosa cesaropapismo.
SEPARACIÓN Y COOPERACIÓN
Es evidente que, para que la diversidad de mandos funcione, se deben evitar las órdenes contradictorias. El primer modo de evitarlas es precisar los ámbitos específicos de competencia de cada cual, de suerte que uno no se inmiscuya en lo que es competencia del otro.
Esta distinción de competencias, con el consiguiente respeto a los ámbitos específicos de cada uno, es lo que hoy suele llamarse «principio de separación de la Iglesia y el Estado». Es un principio fundamental, aunque no el único, para el arreglo de las relaciones entre estas dos entidades. No es el único, porque el pueblo al que ambas gobiernan, es decir al que ambas sirven, es el mismo.
La familia que requiere servicio de drenaje para su casa o una escuela donde enviar a sus hijos, es la misma que necesita un templo para orar o formación religiosa para sus hijos. Por eso, a partir del respecto recíproco de los ámbitos de competencia, la organización u organizaciones religiosas y la organización política han de proponerse formas de cooperación en las que ambas sirvan conjuntamente al pueblo, aunque cada una con sus propios medios y modalidades específicas.
La separación ha de dar paso a la cooperación, como sucede en otras esferas de la vida social en que hay diversidad de mandos. En un sistema federal es necesaria la distinción de competencias entre el gobierno federal y los gobiernos locales y el respeto de los respectivos ámbitos de gobierno, pero eso no excluye, sino que postula la cooperación entre el gobierno federal y los gobiernos locales para el bien del pueblo.
En la propia familia, la distinción entre las competencias que corresponde al esposo y a la esposa y el respeto consiguiente tiene como propósito y razón de ser la cooperación para el mejor servicio de los hijos.
Actualmente pocos discuten el principio de separación entre el ámbito político y el religioso. En México incluso se considera un principio fundamental de la vida política nacional. Pero no se ve con la misma claridad el principio de cooperación, pues se piensa con ligereza que si el poder político coopera con la organización religiosa se estaría contradiciendo a sí mismo y subordinándose, por la sola cooperación, al mando religioso.
Esta es la dificultad latente en el proyecto de constitución de la Unión Europea: si la nueva organización política ha de ser laica, ya que dada la multiplicad de confesiones religiosas sería contra la realidad social proclamar una unidad religiosa, no hay entonces por qué hacer alguna referencia a la vida religiosa, que parecería sólo un asunto particular y no propiamente público.
EL ESTADO NO ES EL PUEBLO
La dificultad para comprender el principio de cooperación estriba en el error muy difundido de considerar, aunque no se diga explícitamente, que el pueblo o nación y el Estado son lo mismo; de ahí viene la confusión de lo público con lo estatal; se llama públicas a las escuelas, empresas o los bienes del Estado, cuando en sentido propio lo público es lo del pueblo, de modo que son públicas las escuelas o empresas cuyo fin primordial no es el privado del lucro, sino el servicio al pueblo, aunque sean escuelas o empresas con financiamiento privado; son bienes públicos los que son del pueblo, como sus recursos naturales y también sus bienes de orden cultural como el idioma o la religión; la religión es ciertamente un bien público, del pueblo, aunque no lo sea del Estado.
Si no se supera esa confusión, entonces lo estatal, y sólo lo estatal, es lo público, de modo que la religión, aunque la practique la mayoría del pueblo, si no es una religión de Estado no es un bien público, sino solamente un asunto privado o particular ajeno al interés estatal.
En esta posición, el Estado se asume como la totalidad de la cual el pueblo es nada más una parte (o uno de sus «elementos», como enseñaba la llamada Teoría del Estado). El pueblo está para servir al Estado, y de ahí que si el pueblo tiene alguna religión esta debe servir al Estado, obedecer la legalidad imperante, pagar impuestos. Pero el Estado, colocado en un plano superior, no tendría por qué servir o colaborar, ni mucho menos obedecer las prescripciones de las organizaciones religiosas. Es el Estado «soberano» que se concibe por encima de la religión y por encima del pueblo.
La posición es muy diferente cuando se considera que el Estado o cualquier organización política es un instrumento necesario o indispensable, pero en todo caso instrumento, al servicio del progreso del pueblo.
Si el pueblo es agricultor, el Estado ha de favorecer el desarrollo de la agricultura; y si es pescador, el de la piscicultura; y si es comerciante, el del comercio y si el pueblo realiza todas estas actividades, el Estado ha de favorecerlas todas.
De la misma manera, si el pueblo es religioso, el Estado con sus propios medios, dentro de su competencia y respetando las organizaciones religiosas, ha de favorecer el desarrollo religioso. Y si en el pueblo existen varias religiones, ha de procurar el desarrollo de todas.
Esto no quiere decir que el Estado se vuelva evangelizador o «agente de pastoral», pues no se trata que supla lo que es propio y exclusivo de las organizaciones religiosas, sino simplemente, de que establezca las condiciones necesarias para que las organizaciones religiosas realicen sus actividades según las preferencias del propio pueblo.
Actuando así, el Estado no se subordina al mando religioso ni renuncia a su legítima soberanía, pues sólo cumple con su deber primordial, facilitar que existan las condiciones necesarias para que el pueblo alcance su pleno desarrollo.
UNA RESPUESTA BREVE
A la pregunta que encabeza este artículo de si es deseable un Estado laico en un pueblo religioso se puede responder en pocas palabras: es deseable un Estado que promueva el desarrollo integral del pueblo, incluido el desarrollo religioso, sin que sea por eso un Estado confesional. No es deseable un Estado, llámese laico o neutral, que aunque no obstaculice la vida religiosa del pueblo, se desentienda de ella, como si pudiera decidir que el bien religioso, que el pueblo vive y quiere, es irrelevante.

RECUADRO:

DEFENDER LA LIBERTAD RELIGIOSA
La realidad ha mostrado que tanto la identificación total entre Iglesia y Estado, como su absoluta separación, coinciden con bajos niveles de libertad religiosa. En ambos casos, el Estado ha adoptado una actitud definida hacia la religión sin dejar margen para el disenso.
Por eso, no es acertado concluir que la libertad religiosa estará más protegida cuanto mayor sea el alejamiento entre una y otro. En cierta medida, el separatismo radical conlleva un hostigamiento de la actividad religiosa. Insistir en una división a cualquier costo conduciría a una pérdida de equilibrio en el sistema que terminaría en persecuciones religiosas.
Existe una diversa gama de sistemas que siguen el lema «separación de Iglesia y Estado». Es difícil pronunciarse por uno que ofrezca mayores garantías de libertad religiosa ¾ hay que considerar las diferencias culturales e históricas de cada país¾ , pero la experiencia histórica ha demostrado que esta alcanza su máximo apogeo cuando la identificación de Iglesia y Estado se sitúa en un «sistema de separación no-hostil».
Mencionamos cuatro sistemas que se dan en la actualidad:
1.-El especulativo. Guarda una actitud de benevolente neutralidad hacia la religión. No vacila en reconocer su importancia como parte de las tradiciones de un país ni se opone al emplazamiento de símbolos religiosas en sitios públicos.
2.-El separatista. Implica una postura más rígida. No permite exhibir símbolos religiosos en lugares públicos. La exención de impuestos a una entidad religiosa es vista como un inadmisible favoritismo hacia la religión. La enseñanza o adoctrinamiento de tipo religioso se prohíbe en las escuelas públicas, pero no su enseñanza desde un punto vista «objetivo» o «histórico». La sola mención de una cuestión religiosa en un argumento público se considera una violación del principio de separación. Llevado al extremo, demanda recluir la religión a las sacristías pero, al mismo tiempo, el Estado no vacila en intervenir en asuntos religiosos. Además, puede caer en un monopolio del ámbito educativo y la prestación de algunos servicios sociales.
3.-Indiferencia aparente ¾ burocrática y legislativa¾ hacia las distintas necesidades religiosas. No se distingue la diferencia entre una conducta regulada en un entorno secular y la regulación de conductas similares en un entorno religioso, y los legisladores no siempre son conscientes de las consecuencias religiosas [positivas o negativas] de una ley.
4.-Hostilidad y persecución manifiesta. Las manifestaciones típicas están dadas por trabas burocráticas que se imponen desde el Estado y que afectan considerablemente la libertad religiosa. En su forma más extrema puede llegar a la «purificación racial».
Tomado de «Bases para un estudio comparativo sobre libertad religiosa» de W. Cole Durham, en Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado, vol. X (1994).

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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