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Se me hace agua la boca

COMER ES VIVIR

Los niños comen con los ojos; los jóvenes, con el estómago; y los adultos, con el cerebro. Por eso, los pequeños gustan de pasteles profusamente coloreados y refrescos azules. Los adolescentes particularmente los varones parecen barriles sin fondo. Sus festivas hormonas les provocan un apetito insaciable. Trogloditas para quienes la calidad es cantidad, siempre andan a la caza de «megapizzas» y «superhamburguesas».
Pasados los 40, comenzamos a comer racionalmente. Medimos calorías, nos afanamos por reducir triglicéridos. Nos agobian las biometrías y químicas sanguíneas, pues su dictamen puede condenarnos a la más inmisericorde de las dietas. Descubrimos entonces el sabor del pescado a la plancha y el encanto de una buena menestra de verduras.
El gourmet, individuo maduro, come con el alma. Y como somos animales racionales, cuando da cuenta de un foie, todas sus facultades y sentidos intervienen: el olfato, el tacto, la inteligencia El hombre es unidad de alma y cuerpo, de razón y voluntad, de intelecto y pasiones, de naturaleza y cultura. A la mesa se sienta la persona completa, con sus recuerdos y obsesiones, con sus ojos y su lengua, con su estómago y su espíritu.
Alimentarse no es cargar de combustible el tracto digestivo. Comer no es nutrirse; es amar, disfrutar, alegrarse, llorar. La comida es una función biológica, pero también cultural. Es manifestación del espíritu, pero también del cuerpo. La culinaria expresa la condición humana. En la mesa se dan cita sociabilidad e individualidad. Todos los sentidos se reúnen con la inteligencia frente a los platos. Anunciada la comida, a los perros de Pávlov se les hacía agua la boca; a las personas, se les desatan las emociones.

LOS FANTASMAS DE LA IMAGINACIÓN

La imaginación es la portera de la gastronomía. Ella nos hace agua la boca. Imaginamos qué comeremos antes de sentarnos a la mesa. Si es nuestro cumpleaños, ¿nos encontraremos en casa con unos chiles en nogada? Cuando volamos a Yucatán, comenzamos a saborear los papadzules nada más subir al avión. Si viajamos a Marsella, nos deleitamos con la bullabesa sin tan siquiera haber aterrizado en Orly.
La imaginación decía santa Teresa es la loca de la casa. Ella puede arruinar nuestro apetito. Durante años no gocé de la comida china, pues imaginaba que los restaurantes orientales estaban poblados de ratas. En mi infancia, tampoco disfruté de los tamales, porque imaginaba que se rellenaban con carne de niño.
El hambre, el mejor de los condimentos, atonta la imaginación. Cuando el apetito nos devora no estamos para paladear la lozanía de unas quesadillas de huitlacoche fresco. Sencillamente engullimos el alimento. El hambriento quiere saciar su necesidad y poco más.
Por ello, el bon vivant cumple con el ritual del aperitivo. Una flûte de champán o una copita de fino incentivan el apetito. Para picar: embutidos, aceitunas, almendras, caviar con sus blinis o unas chalupitas poblanas. No hay nada como charlar en la sala, copa en mano, mientras el aroma de lo que nos espera invade paulatinamente la estancia. El aperitivo es el rito social para excitar las glándulas salivales.

LOS SENTIDOS A LA MESA

De ordinario, el aroma precede a la vista. El olor a leña de sarmientos es anterior a las chuletillas de cordero asadas. Un toque de chocolate anuncia el mole hirviendo en la cazuela.
En el restaurante con personalidad, el olor nos ayuda a decidir nuestra orden. En casa, los aromas son aún más significativos. Antaño, los caballeros aguzaban instintivamente la nariz al pisar el hogar. Por el olor se predecía el sazón del «manchamanteles» o del filete al oporto. Por el perfume de la cocina se intuía el humor de nuestra madre: mal augurio si olía a frijoles quemados.
El olfato es uno de los sentidos más asociativos. Chicago huele a papas fritas y Madrid a Ducados. Por el olor reconocemos a las personas queridas. A los acontecimientos tristes suelen asociarse los aromas del momento. Una amiga aborrecía la columba italiana, tan parecida a nuestro pan de muerto. Motivo: el ataúd de su hijo estuvo adornado con azahares y la columba se perfuma, precisamente, con agua de azahar.
La vista es traicionera. Nos engaña con facilidad. La langosta no es modelo de belleza. Y, ¿qué tal sabe? En otras ocasiones, la vista promete mucho. Las manzanas rojas de Washington son particularmente atractivas, pero las descoloridas de Zacatlán son infinitamente más sabrosas. No todo lo que brilla es oro.
Por su parte, ni la cocina mexicana ni la española son cuidadosas en su presentación. Un chuletón de buey o un plato de pipián rojo no compiten visualmente frente al sashimi de un auténtico establecimiento japonés. El chef experto procura reconciliar vista y gusto en la mesa. La cocina imperial china sí que lo intentó: hacer que lo bello sea bueno y lo bueno, bello.
El tacto interviene modestamente en la mesa. Sin embargo, no imaginamos una hogaza rústica con textura de scone. La urbanidad actual permite muy pocas libertades al tacto. Casi ningún alimento se puede palpar. Chinos y japoneses, prácticamente tienen vedado el uso de los dedos en la mesa. Los mexicanos gozamos de un privilegio: la tortilla. Esta es a la vez alimento e instrumento. La tortilla de trigo o maíz se siente con la mano. Al enrollarla sabemos si es sabrosa; su suavidad nos habla de su calidad.
«Si no compra no malluge» (sic). Y cómo no, de los frutos nos habla también el tacto. En los modernos supermercados, las frutas se venden en su punto o congeladas. Ya no es menester tocar para adivinar el sabor. Magullar es la prueba por antonomasia para descubrir la calidad de papayas y melones. ¿Cómo no asociar el terciopelo con los duraznos y las espinas con las tunas?
A la mesa, el oído es aún más discreto que el tacto. En las ciudades ya no escuchamos los alaridos de marranos, preludio de chicharrones. No obstante, los sonidos todavía conservan alguna elocuencia. ¿No pensamos en flautas cuando escuchamos el aceite salpicando? ¿Y el crujir del carbón? Parrillada segura. El sonido del cristal anuncia copas. El inconfundible macheteo sobre la madera pregona carnitas y cueritos.

EVOCAR EL PASADO

Si algo tiene el arte culinario es que deleita, es decir, emociona. Producir este placer es, acaso, su razón de existir. Pero no sólo deleita, también suscita una serie de emociones diversas: alegría, llanto, euforia, nostalgia. El arte culinario se dirige a la integridad de la persona, no sólo al estómago.
Cuando comemos nos enfrentamos a conceptos, no a platillos. La mesa es síntesis de imágenes y pensamientos, por ello, hay platillos kosher y cuaresmales. Comer es mucho más que engullir. Comer es vivir y revivir. De aquí que los viejos comamos con la memoria… Comemos recuerdos. Cada bocado evoca el pasado.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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