La espalda me duele. Tengo una rodilla lastimada. Padezco del esófago. No duermo bien y acabo de caer en cuenta de que mi sueldo actual no me garantiza una pensión digna. En otras palabras, he cumplido 40 años.
Quizá por eso me preocupa cómo tratan los jóvenes a los ancianos. Por lo visto, actualmente la vejez es de mal gusto. Incluso se utiliza el eufemismo «tercera edad» para referirse a ella. Nos avergüenza la ancianidad y optamos por llamarla con nombres ambiguos. Nadie quiere envejecer. No me extraña. Nuestro sistema productivo desprecia a los viejos.
La culpa la tiene cierto espíritu de modernidad que infesta nuestras instituciones. Para algunos ilustrados, el pasado debe ser constantemente superado. Nos han enseñado a mirar al futuro en detrimento del pasado. La historia carece de utilidad. El ayer es obsoleto. Se planea el futuro sin usar la memoria. Innovar es el precepto; la tradición carece de sentido. Tales ideas imperan particularmente en la empresa.
Este afán de modernidad siempre hacia delante, siempre hacia el futuro soslaya a los ancianos y, en general, a cualquier persona madura. Las cosas no siempre fueron así. Las culturas antiguas veneraban a los viejos, pues ellos guardaban la tradición y cultivaban la prudencia. El término «senador» evoca esta consideración de antaño. Esta palabra proviene del latín, anciano. Componían el Senado hombres mayores, exentos de las vacilaciones y desplantes propios de la juventud. Hoy, ya nadie considera la acumulación de años como un timbre de gloria.
CANAS SABIAS
Para griegos, chinos, judíos, japoneses, romanos, la vejez traía aparejada la virtud de la prudencia. El rey Salomón sorprendió a sus súbditos con una sabiduría inaudita para su corta edad. Aristóteles no se quedó atrás y consideraba a los efebos demasiado pasionales como para permitirles deliberar sobre los grandes asuntos de política y ética. La juventud se concebía como un estado transitorio hacia la madurez, no como una época dorada.
La prudencia se define como la capacidad de diagnosticar en determinadas circunstancias aquí y ahora si una acción nos acerca más a la felicidad. La persona prudente determina con acierto la pertinencia de una elección concreta en orden al deseo último de ser felices. Y para adquirir esta virtud hace falta experiencia de vida, circunspección, objetividad, señorío sobre las pasiones, capacidad de pensar en largo plazo. Todas estas cualidades difícilmente se dan en los primeros años de vida. Las canas merecían respeto.
Esta capacidad de pensar linealmente y no sólo en presente va unida al respeto por la tradición. El anciano vive todavía parte del pasado y, por ello, puede ponderar mejor el instante presente. A veces, desconfían del cambio porque han experimentado el valor de la herencia recibida de sus padres. Un deje de escepticismo inunda sus mentes; recuerdan que cada generación se siente «revolucionaria», «definitiva», «transformadora del mundo». Ellos también lo fueron. De alguna manera están de vuelta de este afán de novedades tan característico de la juventud.
La borrachera ilustrada aún no se desvanece. Continuamos pensando puntualmente, olvidando la línea de la historia. Con arrogancia consideramos que nuestros negocios, nuestras investigaciones, nuestras relaciones están más allá del pasado. ¡Vaya ingenuos! Suponemos que podemos presionar la tecla delete y borrar nuestro patrimonio cultural, biológico, social y comenzar de cero. Creemos que para «emprender» es menester desconectarse de nuestras tradiciones, a las que calificamos de atavismos.
TAMBIÉN LOS HIPPIES ENVEJECEN
Los hijos del 68 crecimos en un ambiente donde se desprecia la tradición y la prudente mesura de los mayores. Nos liberamos de formalismos autoritarios y absurdos. Pero en el proceso, arrasamos con el respeto hacia la experiencia y el pasado. En el mejor de los casos, la historia terminó arrumbada en los museos arqueológicos.
Algunos estudiantes del mayo de 1968 escribieron en París un graffiti emblemático: «Esto no es una revolución, ¡es una mutación!». Los muchachos de entonces, padres en el 2003, pagan el precio de la subversión. Viejos como son, ya no caben en un mundo diseñado para el instante presente; están de más en una civilización donde la única autoridad proviene de la capacidad de innovar.
La tercera edad nos guste o no carece de la vitalidad y entusiasmo de la juventud. Ya no se le respeta como guardiana de la tradición. Tampoco se aprecia la prudencia, desplazada por el culto al constante cambio. Los mayores carecen de espacio en esta tierra. Se entiende que tantos jóvenes y ancianos coqueteen con la eutanasia, única salida para quien no posee sino la rutina acumulada del pasado.
Para colmo, la vejez se adelanta. A los 40 años no es fácil conseguir un empleo en la empresa. Ahí se es viejo a los 35, pues emprender nos advierten exige una mentalidad abierta, sin el anclaje de la tradición. Ni siquiera la Iglesia se libra de esta ideología y muchos piden la renuncia de Juan Pablo II «porque es viejo». Sólo la Universidad se resiste a esta locura. Menos mal. Los catedráticos generan conocimientos asumiendo el pasado. El día que una generación de investigadores pierda la memoria histórica, volveremos a la edad de las cavernas.
UFANOS DEL FUTURO
El panorama para la tercera edad no se pinta halagüeño, a pesar de los esfuerzos de los gobiernos. La solución depende de los empresarios. Mientras los ejecutivos jóvenes sigan despreciando a la gente mayor, no habrá nada que hacer. Los ancianos deberán resignarse a vivir de limosnas, arrinconados en una civilización que se ufana de vivir en el futuro.
Esta juventud anuncian las estadísticas terminará por convertirse en una minoría. La pirámide poblacional se invierte peligrosamente, también en México. Ellos, los jóvenes, serán cada vez más arrogantes, con ese despotismo tan propio de las élites. Los viejos serán el lumpen proletariado de la demografía, los nuevos parias, cuya única viabilidad social serán sus fondos de retiro.
Me queda un consuelo. El ejecutivo joven que hoy rechaza al cuarentón, será el ejecutivo maduro que mañana será despreciado.