Las enormes diferencias entre la política exterior de Estados Unidos y la de la Unión Europea (o de algunos de sus principales promotores) se han agravado con la crisis y la guerra en Iraq, aunque ya actuaban en líneas muy distintas desde la caída del bloque soviético. Al menos esto sostiene Robert Kagan, reconocido columnista y analista de The New York Times.
La preparación de la guerra, la historia interminable de las inspecciones del armamento en Iraq y los forcejeos en el Consejo de Seguridad de la onU pusieron de relieve muchas divergencias. Tales discrepancias implican una valoración muy distinta del gobierno mundial, del papel de las instituciones y del derecho internacional y del equilibrio entre poder y diplomacia como medios para mantener la paz y el desarrollo.
Estados Unidos quiere orden con medios directos, mientras que Europa quiere ensayar en otras partes lo que la ha llevado a superar sus violentos métodos pluriseculares: evitar la mano dura, promover el diálogo y los incentivos comerciales.
EL «COWBOY» ILUSTRADO Y EL NEGOCIADOR DIPLOMÁTICO
A partir del 11 de septiembre del 2001 cobró auge la idea de Huntington sobre la colisión de civilizaciones: el traumático golpe terrorista no fue sino una muestra del recrudecimiento de la oposición entre el Occidente desarrollado (Europa y Estados Unidos, fundamentalmente) y el mundo musulmán.
Para Kagan que cita en un par de ocasiones a Huntington sin afán polémico tal unidad debe ser considerada en paralelo a las diferencias antes señaladas. Las oposiciones en la comprensión del orden internacional, según él, tienen raíces muy profundas.
A los franceses les encanta repetir que «Estados Unidos es la única realidad histórica que ha pasado de la barbarie a la decadencia sin pasar por la civilización». En varios lugares de Europa, recordando la imagen de los soldados estadounidenses al final de la Segunda Guerra Mundial, se dice que la diferencia entre una vaca rumiante y un soldado estadounidense mascando chicle es la mirada inteligente de aquella.
Estas caricaturas que desde luego no aparecen en el libro de Kagan muestran parte del estereotipo con el que muchos europeos juzgan la actitud de los políticos estadounidenses: como carecen de una cultura multisecular y no han vivido la guerra en su propio suelo, el trauma del 11 de septiembre los lleva a reaccionar como vaqueros en busca del enemigo. De ahí su escasa comprensión de las cuestiones de orden internacional, sus «malos modales» y la escasa percepción del valor del diálogo como método de pacificación.
Kagan recuerda que, durante más de tres siglos, y hasta hace muy poco tiempo, los gobiernos europeos usaban la lógica de la fuerza con una soltura impresionante: poniendo las consecuencias en la cuenta de la razón de Estado se justificaban las acciones bélicas sin plantearse mayores escrúpulos. Desde una perspectiva histórica, es mínimo el tiempo que ha pasado desde la Revolución Francesa que predicaba los ideales de igualdad y fraternidad con la voz de los cañones, hasta la Segunda Guerra Mundial. Sólo después de esta y de aniquilar el poder alemán, fue posible plantear las cosas de otro modo.
Por otra parte, Estados Unidos se fundó con los fermentos que llevarían al triunfo los ideales de la Ilustración, y los teóricos europeos del Siglo de las Luces vieron su independencia con gran ilusión. Además, el desarrollo inicial se dio en una situación de debilidad, mientras las potencias europeas mantenían sus intereses expansionistas.
LA PSICOLOGÍA DEL MARTILLO
Uno de los pilares de la exposición de Kagan está ilustrada con el proverbio «cuando tienes un martillo, todos los problemas empiezan a parecer clavos». En resumen: los europeos usaron la fuerza mientras se sintieron fuertes, y Estados Unidos usa la fuerza desde que es más fuerte. Cuando ya no puedes actuar en virtud de un poder bélico, empiezas a considerar mejor las posibilidades de diálogo la amenaza de una bestia salvaje se ve de distinta manera si el medio de defensa es una navaja o un rifle.
Además, las posibilidades de actuar militarmente están sostenidas por ideales tan fuertes y convincentes como podrían ser los de la Ilustración. Estados Unidos es, de hecho, el abanderado de la promoción del orden liberal, a costa de la fuerza. Como el mundo es violento, el orden y la libertad solamente se pueden asegurar con intervenciones decididas y, en su caso, violentas. A esta actitud, Kagan le da atinadamente el calificativo de hobbesiana.
A la idea de que Europa ha progresado naturalmente en la comprensión de los conflictos, y que eso ha hecho realidad el sueño de la unidad del continente (la «paz perpetua» descrita por Kant), Kagan opone una explicación bastante descarnada a la que ya me referí: el Viejo Continente fue obligado por su propia historia a buscar otra salida que fue posible sólo gracias a la intervención de un árbitro nada imparcial. Primero intervino decisivamente para eliminar el último poder hegemónico y después impuso buena parte de las reglas del orden posterior.
Además, ese proyecto de nueva Europa fue vigilado y patrocinado de forma directa por Estados Unidos. La permanencia de tropas estadounidenses durante bastantes años y su posterior asentamiento en bases estables fue uno de los soportes fundamentales del nuevo orden, marcado en parte por la creación de la OTAN: «el poder de Estados Unidos hizo posible que los europeos creyeran que el poder ya no era importante» (p. 73).
El catalizador de esa combinación fue la existencia de un enemigo común, la Unión Soviética. Con un rival imponente a las puertas, era más que tolerable la intervención estadounidense.
Al poder militar se unió el apoyo económico. Con una política no exenta de interés, Estados Unidos promovió con generosidad la recuperación de Europa. La mejor garantía del mantenimiento del orden era, junto a una nivelación de los poderes, un esfuerzo serio para poner a las antiguas potencias de nuevo en pie.
De esta manera podía funcionar establemente en Europa una política civilizada, que aplicara, como Estados Unidos, los principios democráticos de convivencia dentro de sus fronteras. En lo que nunca se consiguió un acuerdo fue en la práctica de una «doble legislación»: la ley «legal» dentro de casa y la ley de la selva fuera de ella.
ARROGANTES FUERTES Y ARROGANTES DÉBILES
Los creadores de la Unión Americana, según Kagan, tenían muy clara la idea de que su país estaba llamado a la grandeza y que era un «Hércules en la cuna», que llegaría muy lejos si conseguía sobrevivir a la infancia. En su marcha hacia la grandeza, Estados Unidos se vio casi obligado a ejercer un papel de responsable en los sentidos moral y «administrativo» del término del orden mundial tras la segunda gran guerra. Sólo Estados Unidos había sido capaz de doblegar completamente a sus enemigos y después ayudarlos a salir adelante por el camino de la democracia para que pudieran reintregrarse al panorama internacional. Cuando estas realidades salen de la boca de un estadounidense como H.S. Truman es difícil que no suene excesivamente arrogante y se comprende que irrite a los oídos europeos.
Por otra parte, el nostálgico deseo de grandeur ha hecho que los franceses defiendan continuamente su papel de protagonistas en el panorama internacional. Las invocaciones a la necesidad de contar con ellos han debido cambiar de tono desde De Gaulle a Chirac, pero no siempre es claro si ese llamamiento es para favorecer la colaboración o para no dejar todo el escenario al protagonista absoluto.
En este sentido, y aunque Kagan no lo expresa en estos términos, el Cercano y el Medio Oriente han servido a Europa como Cuba a México: es la palestra donde apelan al respeto de la soberanía de terceros, con un desinterés mayor o menor, en un intento por obstaculizar la labor lineal y unilateral de Estados Unidos. Es la cuña que permite frenar, sin tener que medirse directamente con el más poderoso. Una diferencia importante en esta comparación es que México nunca ha tenido en Cuba el dominio y los intereses que Francia o Inglaterra en la Media Luna fértil, muchos de ellos legítimos y con profundas raíces culturales.
Algunas de esas reivindicaciones han llevado a situaciones embarazosas, que nadie se atreve a negar, como la mezquindad demostrada en el tratamiento del conflicto de los Balcanes durante los años noventa. Quizá nunca se sabrá hasta qué punto las tradicionales alianzas entre serbios y franceses, entre rusos y serbios o entre croatas y alemanes no sólo hicieron que la diplomacia se moviera inútilmente en los foros internacionales, sino que cubrieron o propiciaron acciones violentas que se podrían haber evitado. Kagan no se ensaña en sus observaciones en este sentido y se vale de ese marco para destacar cómo, de nueva cuenta, la decisión prácticamente unilateral de Estados Unidos, a pesar de la división de opiniones sobre la necesidad de actuar para resolver un problema ajeno, desatascó los mecanismos obstruidos por los intereses cruzados de los europeos.
El tono en el que muchos políticos presentan la unidad de Europa es casi de desafío ante Estados Unidos, tanto en el nivel político como en el económico y militar. Algunos perciben la Unión como la oportunidad de la revancha. Kagan no discute si esa posición es mejor o peor que una actitud cordial o de colaboración. Lo que sostiene es que Europa dista mucho de tener la cohesión necesaria para afrontar con eficacia los retos que se ha impuesto a sí misma. Para algunos políticos y analistas europeos, la cuestión importante no es una oposición ideológica a Estados Unidos, sino la necesidad de concentrarse en los abundantes problemas internos de la Unión, que no hacen sino multiplicarse con el proyecto de ampliación a 25 miembros.
¿CONTAR CON LOS OTROS?
En muchos aspectos, la política exterior europea es inoperante. Por convicción o por oportunidad política, las diferencias hacen muy difícil adoptar medidas drásticas incluso en situaciones críticas. En esta situación se comprende, aunque sea muy discutible, la «prisa» de los estadounidenses para resolver con la fuerza los problemas internacionales que les afectan. Recurrir a la onU como exigencia para la legalidad, o como última instancia para decir que no se puede actuar sin el patrocinio de los países más experimentados (Francia en primer lugar), queda reducido a una pantomima en la que no creen ni unos ni otros.
Además, en los últimos 50 años los gastos para desarrollar y mantener los sistemas y cuerpos militares han sido muy superiores en Estados Unidos. Esto dificulta negociar en condiciones de igualdad. Aun sin considerar los problemas prácticos de coordinación de ejércitos tan distintos en preparación y dotación de materiales, es utópico pensar que la Unión Europea se pueda plantear una colaboración o una oposición seria ante el poderío estadounidense.
Kagan prevé que los europeos no estarán dispuestos a recortar sus gastos en seguridad social y planes para el retiro para dedicarlos a la inversión militar. Por otra parte, la Unión tiene ya bastantes problemas para mantener sus propios criterios de equilibrio económico. Estados Unidos, en cambio, puede mantener o aumentar ligeramente su presupuesto en este renglón sin excesivos esfuerzos, sobre todo porque el electorado no parece descontento de los resultados del uso racional de la fuerza para mantener o recuperar la propia tranquilidad.
Son llamativas las cifras que da el autor, basado en The Economist, para hacer ver que, con las tendencias actuales en la evolución de la población económicamente activa, Europa tendrá problemas mucho más serios que Estados Unidos para mantener su nivel material de vida.
PEARL HARBOR Y LAS TORRES GEMELAS
El previsible ataque japonés a Pearl Harbor fue la ocasión para que Estados Unidos se empeñase decididamente en la guerra del Pacífico y se hiciese con el control de la zona. Kagan piensa que el 11 de septiembre fue también la ocasión para plantearse sin muchos escrúpulos un proyecto definitivo de vasto alcance para «poner orden», le pese a quien le pese, en una de las áreas más conflictivas del planeta en los últimos 40 años.
Desde la perspectiva de la política exterior estadounidense, había llegado la hora de imponer el orden tras cuatro décadas de buenos modales con países cuyo único mérito es que, debido al petróleo, disponen de efectivo para invertir en armamento. Los países árabes han tenido oportunidad de gestionar sus recursos y han demostrado incapacidad para promover el bienestar y el progreso entre sus ciudadanos, proclamando por otra parte el odio hacia Estados Unidos e incubando con el fundamentalismo los gérmenes del terrorismo contemporáneo. La política civilizada y la «benevolencia» hicieron resurgir a Europa Occidental, Japón y Corea del Sur, pero se ha mostrado ineficaz con los primitivos sistemas árabes [2] .
¿QUIÉN ES EL PRÓXIMO CANALLA?
Kagan no señala cuál podrá ser la próxima nación «canalla» en la lista del gobierno estadounidense. Con los primeros resultados de la guerra, uno puede pensar que los países de la zona árabe recapacitarán antes de ignorar las amenazas de la administración Bush, como es el caso de Siria.
El autor tampoco aventura hipótesis sobre el papel de Arabia Saudita, que reúne dos condiciones contradictorias: aliado de Estados Unidos y nido de fundamentalismo. Huntington y Fukuyama pensaban que la amenaza del mundo musulmán sería el catalizador de la cohesión de Occidente. La política real, sin embargo, ha desmentido las previsiones de la confrontación de culturas y muestra mucho menos unido tanto a Occidente como al mundo árabe.
Kagan mira a Oriente: desde el punto de vista económico, China será el gran rival no sólo en el campo económico. La evolución económica del coloso asiático y su actitud agresiva en política internacional pueden estar en la base del desarrollo del nuevo plan de defensa misilística del Pentágono. China es un país con menos contactos e influencias directas de Europa que el Medio Oriente. Quizá esta lejanía y un cierto interés común por evitar la hegemonía de una nación tan apartada en tradiciones culturales y políticas pudiera ser punto de encuentro entre Estados Unidos y Europa. Kagan no parece favorable a una política de «echar leña al fuego» para encontrar de nuevo un enemigo común, pero sostiene que un alejamiento continuo de las posiciones será peligroso para ambos en el futuro. Está convencido, además, de que «Estados Unidos y Europa comparten una serie de creencias Occidentales. Sus aspiraciones humanitarias coinciden sustancialmente, aunque las actuales condiciones de disparidad de fuerza los hayan colocado en posiciones tan alejadas. Tal vez no es fruto de un optimismo ingenuo creer que una mínima comprensión mutua pueda ser duradera» (p. 103).
Es muy probable que Kagan sea partidario de las actividades unilaterales por parte de su país, con o sin la fuerza, aunque en su libro se limita a describir el panorama político y sus problemas, sin apostar por alguna de las dos posiciones principales.
¿CRIANDO CUERVOS?
Las reflexiones del autor son una llamada a poner los pies en la tierra en un periodo de conflictos muy serios y cuyo alcance sólo se puede prever en líneas muy generales.
La retórica y el apasionamiento de los más distintos colores y sectores hacen muy difícil el diálogo y la comprensión de los problemas. Es necesario romper con una mentalidad maniquea, si se quiere entender que los problemas reales no se reducen a arengas, críticas superficiales e insultos. Los equilibrios políticos que llevan a la inmovilidad pueden ser tan nefastos como las acciones violentas desmedidas, según lo demostraron los últimos conflictos en los Balcanes.
Si el pacifismo se alimenta únicamente del antiamericanismo, corre el riesgo de quedarse en manifestaciones histriónico-folclóricas de corto alcance, como un remedo de la predicación irenista de la antigua Unión Soviética y sin propuestas consistentes.
La Tormenta del desierto fue el caldo de cultivo para la «conversión» de Osama bin Laden. Arabia Saudita, hasta ahora aliada de Estados Unidos, es un foco de irradiación del fundamentalismo ¿será necesaria una labor policial de largo alcance en el espacio y en el tiempo para asegurar la libertad duradera o la política de Bush llevará a una sustancial reducción de los recursos del terrorismo islámico?
Son muy serias las interrogantes que se plantean al derecho internacional. ¿Hasta qué punto son conciliables los ideales de amistad y colaboración entre los pueblos cuando las concepciones en política, religión, cultura son tan distantes? Ante tales diferencias, ¿es posible encontrar un juez imparcial?
¿Qué sentido tienen los discursos sobre la igualdad de derechos, cuando las diferencias económicas, higiénicas y de alfabetización son tan grandes entre unos y otros?
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[1] Robert Kagan. Of Paradise and Power. America and Europe in the new World Order. Alfred A. Knopf. Nueva York, 2003. Agradezco a Terrance H. Storms, diplomático canadiense, el haberme sugerido y facilitado la lectura de la obra.
[2] Kagan usa los datos de The Economist del 22 de agosto de 2002. En este momento, la edad media de la población europea y la estadounidense giran en torno a los 36 años. En el 2050, Estados Unidos apenas habrá superado ese promedio, mientras que Europa estará muy cerca de los 53. Al margen de la precisión de los datos de esa fuente, para todos los países de la Europa desarrollada este es uno de los problemas cruciales para el futuro de la economía.