En 1955, me becó la Rockefeller en Nueva York,
brindándome de esa manera, no sólo la oportunidad
de ver otras tierras, sino de poder comprarme
camisas cada vez que me diera la gana.
La ley de Herodes
La obra de Jorge Ibargüengoitia (1928-1983) dice Christopher Domínguez «es un corrosivo alegato a favor del humor sarcástico y la ironía antihistórica» y por lo tanto agregamos contra la demagogia.
Su festiva inteligencia era un reflujo de ideas ácidas contra la arrogancia intelectual y la manoseada identidad mexicana. Desde el periodismo, el teatro y la novela hostigó a los defensores de las intocables realidades del México priísta. Tiempos aquellos cuando el atraso cultural y la desinformación tesoro de cualquier gobierno corrupto eran aún más lastimosos.
HISTORIA ¿SACRA?
Contra lo que pudiere pensarse, los mexicanos somos poco graciosos. Somos albureros, parranderos, desordenados, sí, pero igualmente proclives a los formalismos y la cursilería. Cualquier 10 de mayo da vergüenza: la televisión nacional se confabula y emite todo tipo de churros para demostrar que, «madre, sólo hay una».
Es mentira eso de que ni la burla perdonamos. Somos susceptibles y «séntidos», capaces de sacralizar la historia patria a niveles grotescos y convertir a «nuestros próceres» en verdaderos semidioses, frente a quienes cualquier santo medieval es poco menos que un pagano.
Nuestros héroes son inmaculados: desde niños cultivaban las virtudes y su vida no fue sino un cúmulo de proezas. En cualquier caso, sus traspiés morales fueron descuidos de infancia. (El de don Benito fue perder un borrego cuando pastoreaba los rebaños de su tío Bernardino.)
Botón de muestra son las simbólicas multas de la Secretaría de Gobernación contra el Loco Valdés por burlarse del Benemérito de las Américas («bomberito Juárez»). ¡Hombre!, si hasta la Inquisición española permitía de vez en vez alguna broma irreverente hacia canónigos y frailes. Pero no, a nosotros, con aires solemnes de soberanía nacional, se nos educó en el discurso dogmático y litúrgico de una historia patria de primer mundo.
De ahí que hoy el glosario étnico mexicano proteja de la discusión sensata palabras sacras como «expropiación petrolera» y cualquier otra que detente el apellido «nacional», haciéndolas intocables, verdaderos dogmas laicos. O ya olvidaron el grito parlamentario en la toma de poder de Fox, como si la repetición chamánica de ese nombre «¡Juárez, Juárez!» exorcizara al chamuco, infiltrado en Los Pinos por el cochino truco de unas elecciones libres.
INTELIGENCIA SIN RESPETO
Cargada de ironía, la de Ibargüengoitia es una de esas plumas ruidosas e irreverentes. Ingeniero desertor, dramaturgo y novelista, trituró en sus textos el botín histórico mexicano protegido por la aristocracia política. Se burló de todo. ¿Ejemplos? El águila azteca en cualquiera de sus versiones, el Padre de la Patria, los héroes de la Revolución, el monumento a la madre, la inteligencia izquierdosa, don Alfonso Reyes, los boys scouts…
Nada mereció un respeto absoluto para este buen hombre originario del Bajío mexicano, del que, por cierto, también se mofó de lo lindo: en varias de sus novelas, el ficticio estado de Plan de Abajo es la encarnación ridícula de su natal Guanajuato.
Sus mordaces colaboraciones en el Excélsior de Julio Scherer eran mal recibidas por la crema y nata de la burocracia intelectual. En esas animadas intervenciones periodísticas, Ibargüengotia desnudó «el alma mexicana», «el México profundo» y demás sandeces.
Esa fue una de sus principales virtudes: combatir los embates del patrioterismo promotor de la ignorancia, debilitar el brillo de la aureola de santidad que aun hoy detentan la historia y la identidad nacionales. Los relámpagos de Agosto y Los pasos de López son quizá el mejor ejemplo. En estos relatos parodia con agudeza dos pilares de la historia mexicana: la Revolución y el movimiento insurgente. Por extraño que parezca, estas novelitas enseñan más sobre nuestro pasado que la historia oficial, sembrada de santones y suavespatrias.
A TODOS PAREJO
Ibargüengoitia contribuyó decididamente a la tarea de desmitificar el panteón mexicano. Su ironía, su irreverencia, su burla, no dejaron títere con cabeza. De Sabines, por ejemplo, recuerda: «Un día subí al segundo piso de Mascarones y la encontré allí platicando con Jaime Salines [sic.], que ya desde entonces se creía Cristo Crucificado».
Eso sí, su acidez mental convivía con una vena procaz, que le permitió burlarse lo mismo de los ejercicios espirituales de san Ignacio, que del matrimonio y la confesión. Ni siquiera él mismo se salva:
«Si yo no fuera Jorge Ibargüengoitia, ¿leería las obras de Jorge Ibargüengoitia? Respuesta: definitivamente no. Leería las de Mickey Spilane, el tratado de floricultura de la señora Mondragón, las obras completas del Marqués de Santa Cruz, y quizá hasta el diccionario de la Real Academia, pero no mis obras. ¿Por qué?
»a) Porque están 1) inéditas; 2) editadas en libros carísimos junto con otras nueve que no me interesan; 3) publicadas en revistas agotadas, desaparecidas o no catalogadas. »b) Prefiero otras lecturas».
LA PIEDRITA EN EL ZAPATO
Crudo retratista de la realidad mexicana, dueño de un estilo agudo, ácido y mordaz, Ibargüengoitia exhibió las ridículas contradicciones del ethos mexicano, quizá surrealista y barroco, pero siempre tercermundista.
Por supuesto, no se va a ninguna parte con puros escritores así, pero tampoco se llega a ningún lado sin ellos. Sócrates no legó grandes teorías a la historia de la filosofía; aportó, en cambio, una actitud, la del insecto que, encima del animal, le mantiene despierto. Así se definía él mismo. «el tábano encima del caballo».
La ironía socrática descubre el fraude intelectual y ridiculiza a los supuestos sabios frente a las ingenuas víctimas. Las risas, entonces, hacen las veces de antídoto contra el maleficio de la pedante inteligencia de los sofistas.
La auténtica sabiduría reconoce sus propios límites: «sólo sé que no sé nada». Por eso, quien es consciente de su ignorancia, no puede tomarse a sí mismo demasiado en serio. Y al revés, la falta de risa la excesiva formalidad suele evidenciar un tipo de jactancia.
Salvadas todas las diferencias, Ibargüengoitia fue el aguijón sobre una sociedad temerosa de transgredir el orden establecido. A los mexicanos nos espantan los cambios y preferimos, siempre, la inmensurable comodidad de un pasado «eterno y sagrado».
En el «colmo de la irreverencia», en su columna de crítica teatral de la Revista de la Universidad advirtió que dos obras de Alfonso Reyes eran malas. Ofendidos, un séquito de incensarios del regiomontano se le lanzaron al cuello, entre ellos, Carlos Monsiváis.
Luego del incidente, Ibargüengoitia dejó la revista y comentó: «El caso es que decir que Alfonso Reyes escribió dos obras malas (una de las cuales, por cierto, él no se atrevió a publicar) sigue siendo aquí un pecado tan grande como si alguien dijera, hace 50 años, que Ángela Peralta cantaba muy feo, o hace 25 que Francisco Sarabia era mal piloto. Así que: ¡Viva México! ¡Gloria a los héroes que nos dieron libertad!».