La destrucción cultural de Iraq. Un testimonio de posguerra
Fernando Báez
Octaedro. Barcelona, 2004. 158 págs.
Fernando Báez
Octaedro. Barcelona, 2004. 158 págs.
El profesor de filosofía griega Fernando Báez abandonó la biblioteca de Venezuela donde trabaja y cambió su apacible oficina por los polvosos y malhadados caminos de Iraq.
Financiado por la UNESCO, el investigador, experto en destrucción de bibliotecas, pasó varias semanas entre las ruinas de universidades, bibliotecas, museos y zonas arqueológicas iraquíes. Ahora nos entrega un testimonio apasionante de lo que vio allí. No es novela, ni ensayo, ni entrevista, ni siquiera un reporte, pero, con ese encanto posmoderno, es todo ello a la vez. Comienza la narración con un disparo a quemarropa del cual fue testigo, y la violencia no se detiene en ninguna de las páginas.
Báez acusa tanto a Husein como al gobierno estadounidense de haber facilitado la destrucción cultural de Iraq. Husein, por un lado, convirtió la cultura en algo odioso, al imponerla, e identificó lo académico con su partido Baaz. Por otro lado, Bush no se preocupó en absoluto cumplir los preceptos de la Convención de La Haya de 1954, y no deja de causar escalofríos enterarse que, en cambio, ni un solo lápiz del Ministerio del Petróleo se perdió.
Financiado por la UNESCO, el investigador, experto en destrucción de bibliotecas, pasó varias semanas entre las ruinas de universidades, bibliotecas, museos y zonas arqueológicas iraquíes. Ahora nos entrega un testimonio apasionante de lo que vio allí. No es novela, ni ensayo, ni entrevista, ni siquiera un reporte, pero, con ese encanto posmoderno, es todo ello a la vez. Comienza la narración con un disparo a quemarropa del cual fue testigo, y la violencia no se detiene en ninguna de las páginas.
Báez acusa tanto a Husein como al gobierno estadounidense de haber facilitado la destrucción cultural de Iraq. Husein, por un lado, convirtió la cultura en algo odioso, al imponerla, e identificó lo académico con su partido Baaz. Por otro lado, Bush no se preocupó en absoluto cumplir los preceptos de la Convención de La Haya de 1954, y no deja de causar escalofríos enterarse que, en cambio, ni un solo lápiz del Ministerio del Petróleo se perdió.