México sigue inmerso en un debate sobre una reforma fiscal. No es tema fácil, ni cómodo y lleva a argumentos radicales que tienen que ver con la concepción misma de sociedad, Estado y democracia. Su tratamiento no está exento del peligro de dejarse llevar por pasiones y emociones no siempre gobernables. Sin embargo, por la dificultad técnica, política y ética del tema, necesitamos promover un diálogo sereno, sin urgencias, orientado a un cambio profundo, accesible a la mayoría de la población y que trate la cuestión fiscal en el marco de la reforma del Estado y de la sociedad. Una madura responsabilidad social y política y un valeroso «tomarse a pecho» la historia y sus problemas exigen reflexionar sobre estos temas e identificar iniciativas en las que el ciudadano debe ser protagonista.
El problema fiscal es grave en nuestro país, condiciona la vida en el plano político y social, de él depende la renovación del Estado social, decisiva para la convivencia, pero también derivan implicaciones graves y, con frecuencia, subvaloradas para la conciencia individual y la moralidad pública. Frente a esta realidad cada quien debe enfrentar cotidianamente comportamientos que con frecuencia contribuyen a agravar aún más la situación.
En el sentido de pertenencia a una comunidad está la raíz de la posición que asume todo ciudadano ante la contribución fiscal; a su vez, las instituciones que gobiernan no pueden ser percibidas como justas sin una adecuada política fiscal. La equidad y sustentabilidad del sistema fiscal es, en suma, un factor basilar del reconocimiento de la legitimidad material de la organización social y política.
Es necesario favorecer una nueva cultura cívica sobre la relación entre ciudadano y fisco, de acuerdo a varias directrices fundamentales.
1) Ir más allá de la imagen hostil del sistema fiscal respecto de los intereses del ciudadano. Se trata de crear la conciencia del fisco como caja común sin caer en la idealización ingenua, a la cual contribuir según las diversas posibilidades y de la que se saca para las necesidades de todos, en una lógica de reciprocidad y solidaridad. De esta visión puede derivar una representación más adulta del sistema fiscal como instrumento esencial para promover una convivencia más rica y participativa de los recursos disponibles.
2) Buscar que madure una responsabilidad cívica robusta y coherente, consciente de que es inaceptable separar intenciones individuales y comportamientos públicos.
3) Transitar a una nueva y más adecuada conciencia fiscal implica reposicionar a las instituciones fiscales en el contexto de una reforma en sentido autónomo y federal, para que la relación entre las políticas de ingresos y gastos sea transparente y controlable, además de orientada a las necesidades del territorio.
NI EVASIÓN NI ELUSIÓN ANTE UN BIEN COMÚN
El buen fisco es condición necesaria en una sociedad adulta y solidaria. En todas las formas históricas de convivencia social y civil, un buen sistema fiscal es indispensable no sólo para que haya una política ordenada, sino también para que se persiga el bien público de manera realista y correcta, desde el punto de vista de la justicia y de un desarrollo equilibrado.
En los actuales sistemas políticos, un buen fisco es tanto más esencial, cuanto más se multiplican y aceleran las transformaciones sociales, económicas y políticas, internas e internacionales.
Un buen fisco produce consecuencias directas y positivas en la economía. De hecho, exige y promueve la empresarialidad, incentiva la formación del ahorro individual y familiar, es crucial para el crecimiento estable del ingreso y la ocupación en el largo plazo. Y genera un clima favorable para que se desarrolle una economía libre en la democracia, según los principios de subsidiaridad, responsabilidad y solidaridad.
Los efectos virtuosos de un buen fisco, impactan a la economía y a la organización político-institucional. Es el equivalente necesario de la pertenencia económica, social y política a una ciudadanía. En toda convivencia civil representa un puente entre el presente y el futuro, entre las generaciones de hoy y de mañana. Por ser el fisco un verdadero bien público no son admisibles o justificables ni la evasión ni la elusión.
EL FISCO, PUNTO VULNERABLE DEL ESTADO SOCIAL
La crisis fiscal coloca en riesgo creciente no sólo las finalidades del Estado social, sino también muchos de los resultados positivos ya obtenidos. Por un lado, acelera el paso de la edad histórica de las estatizaciones a la reprivatización; por otro, acentúa las incoherencias y fracturas entre Estado y sociedad.
Desde el surgimiento del Estado y su progresiva consolidación, el fisco ha representado el centro neurálgico de la moderna organización del poder. Con él conectan los elementos fundamentales del Estado: la centralización y la tendencial unidad del poder político, la definición del territorio y afirmación de la soberanía, el ejercicio monopólico del mando a través de los aparatos burocráticos, la extensión de los procedimientos representativo-electorales como instrumentos de control y participación política.
Con la crisis del Estado social el fisco se convierte en el punto más vulnerable y delicado para que funcionen la organización político-administrativa y las relaciones entre ciudadanía y poder político. Las ineficiencias y distorsiones fiscales multiplican la lentitud y dificultad para prestar los servicios que hoy en día la ciudadanía considera indispensables, gracias a las dinámicas del Estado social y a la idea de bienestar que propició.
Los mayores obstáculos que enfrenta la acción general del gobierno se reflejan en la escasa equidad del fisco y en las crecientes dificultades de la clase política para recoger el consenso de los ciudadanos. Un fisco inequitativo e ineficiente, reduce credibilidad y legitimidad a la idea misma del Estado cuya función esencial es promover el bienestar y la tranquilidad de sus ciudadanos.
BENEFICIO EGOÍSTA VERSUS BIEN COLECTIVO
Nuestra era se caracteriza sobre todo por la progresiva petición de beneficios y el rechazo insistente de todo sacrificio. Dos tendencias que se asumen como costumbres sociales desafían continuamente al sistema fiscal: el deseo creciente, de cada individuo y círculo de interés de disponer y obtener más de los poderes públicos que el resto y el rechazo a recibir en medida menor que los demás.
La difusión de este tipo de ética individualista se amplía cada vez más. Por una parte, lleva a considerar casi exclusivamente el momento del beneficio egoísta; por la otra, impide darse cuenta de la ventaja social que posibilitan algunas formas de sacrificio individual. Una condición esencial para poder conciliar beneficio y sacrificio es que el fisco busque ser equitativo y eficiente. Para que funcione es indispensable que los individuos y la colectividad hagan propios los principios del beneficio y del sacrificio.
La crisis fiscal de los países de Occidente no se comprende sin considerar, además de los aspectos técnicos y económicos, la relación entre ciudadanía y poder político. No es realista aspirar a un fisco mejor sin un sentido de ciudadanía entendido como pertenencia y ejercicio efectivo de derechos y deberes, que expresa una sana «moralidad pública».
SE VALORA A LOS «OTROS» POR LO QUE APORTAN
No se debe entender la moralidad pública como figura retórica. Indica una meta a alcanzar, pero requiere que se señalen los medios y tiempos idóneos para conseguirla. En la convivencia política bien ordenada, la moralidad pública es una costumbre difundida y practicada, y nunca será la excusa para cubrir errores, omisiones o negligencias de los comportamientos privados. Dicha moralidad, con el sentimiento de pertenencia dan sustancia a la ciudadanía.
Un fisco ineficiente además de reducir el nivel de moralidad pública fomenta también una escasa moralidad personal. Un fisco inicuo induce a la evasión y elusión, que siempre reflejan el hecho de que en la conciencia de los ciudadanos es más fuerte la llamada de la ética individualista que la de la social.
Cuando el sistema fiscal se percibe como poco equitativo aumentan críticas y protestas y los ciudadanos se vuelven indulgentes, tolerantes y justifican comportamientos contrarios a las obligaciones de ciudadanía.
La ética individualista favorece y refuerza esta costumbre de autojustificarse y corre el riesgo de convertirse en una actitud de permanente hostilidad entre sujetos y grupos sociales. Cada uno mira a sus conciudadanos no ya para compartir necesidades, valores y expectativas, sino para recibir más o no recibir menos que los «otros».
Se valora a los «otros» en cuanto a su deber de contribuir fiscalmente, ya sea con un rigor moralista que los considera como irremediablemente inclinados a sustraerse al deber fiscal, que recae entonces sobre los más honestos o bien, con un falso realismo, casi se les admira por sus dotes de raposería y su capacidad de transgresión.
En todo caso, evadir y eludir al fisco son acciones generalmente vistas como independientes del perfil integral del ciudadano y aun de la persona. Prevalece la idea pesimista de que la plena transparencia e imparcialidad no pueden darse nunca en materia fiscal y se difunde la convicción de que es un asunto de arbitrio político.
Ante esa visión, el ciudadano carece de los medios adecuados para conocer, valorar y controlar el instrumento fiscal y surge un riesgo mayor, que los llamados a pagar contribuciones aparezcan sólo como una exhortación retórica o, peor todavía, como admisión de impotencia frente a las iniquidades e ineficiencias del sistema.
EL PRINCIPIO DE IMPARCIALIDAD
El sistema fiscal de toda democracia tiene su perno en la relación entre el ciudadano individual, las instituciones políticas y los otros ciudadanos. Será más eficiente y equitativo si cada elemento de esta relación triangular tiene una imagen de sí mismo y de los demás inspirada en un principio de imparcialidad que guíe sus respectivos comportamientos.
En un sistema así, la única «parcialidad» permitida es a favor de los ciudadanos en las condiciones más desaventajadas. A los círculos sociales e individuos más dotados de recursos, se les pide una capacidad adicional de sacrificio para superar esas situaciones negativas y lograr la plena dignidad de todos los ciudadanos.
Esto responde a una razón de índole «universal»: concierne a todos para el hoy y el mañana. Así todo ciudadano goza de una garantía de reciprocidad, en el caso de que surgieran para él mismo dificultades para satisfacer sus necesidades fundamentales. Al sacrificio inmediato corresponde un potencial beneficio futuro, consentir esta «parcialidad» no contradice el principio de imparcialidad, sino lo vuelve concreto y sustancial, al insertarlo en un contexto más conveniente y confiable.
Para lograr este fin es necesario aunque no suficiente que el sistema fiscal sea cpaaz de obtener y redistribuir parte del ingreso producido, para favorecer y garantizar el disfrute de los bienes y servicios esenciales a la dignidad de la persona.
La contribución fundamental del ciudadano al «bien estar» común es la de «productor» más que de «tributario». No debe considerarse como titular de recursos sometido al retiro fiscal, sino como participante activo en la producción y crecimiento de recursos comunes, referidos a la ciudadanía en su totalidad y a cada miembro individual.
El ciudadano se convierte así en protagonista eficaz y responsable que favorece las condiciones para una verdadera pertenencia a la ciudadanía, relación que se corresponde con la de otros ciudadanos en cuanto contribuyentes fiscales.
De la buena relación triangular (entre cada ciudadano, las instituciones políticas y los otros ciudadanos) depende que un sistema fiscal sea percibido como legítimo lo que está en relación directa con su equidad y eficiencia. De ello deriva una lealtad no contingente ni condicionada de parte de los ciudadanos.
Hoy la lealtad de los ciudadanos es cada vez más crucial, representa el valor imprescindible para que una sociedad reconozca la propia identidad y la afirme como puntal de toda forma de organización política. La lealtad desplegará completamente sus efectos cuando la ética pública no sea ya un eslogan de esta o aquella parte política, sino una profunda costumbre social.
PARA QUE EL FISCO NO SEA ARBITRARIO NI VEJATORIO
Frente a la frecuente desconfianza y hastío en el terreno fiscal, nos preguntamos si es posible un consentimiento activo a la contribución, y si resultan compatibles entre sí la lógica del pago fiscal y de la pertenencia solidaria. La suerte de esta ética será positiva si se superan, tanto la actual visión del contribuyente como sujeto aislado y en actitud de sospecha u hostilidad hacia los demás, como la percepción de que las instituciones fiscales funcionan como instrumento de exacción predatoria. La contribución fiscal debe entenderse como concurso activo del proceso de formación y redistribución de los recursos que promueven los bienes y servicios de la convivencia civil. Esto se cimienta sobre la experiencia de una convivencia ligada a conseguir ventajas mayores y más duraderas que las que podrían derivar de comportamientos cerrados en el interés individualista.
El fisco se debe legitimar como el instrumento útil para recolectar recursos, con miras a emplearlos lo más posible en lo que desean los ciudadanos y orientado al reparto según las necesidades reales de la gente. Al mismo tiempo, los ciudadanos deben asumir la contribución como gesto fundamental para crear las condiciones de un bienestar compartido y dejar de considerarla como elemento separado del ejercicio general de la ciudadanía.
La lealtad en el pago de impuestos, fuera de retóricos acentos de hostigamiento o de aceptar con complacencia las transgresiones, debe mirarse como ingrediente esencial del tejido de confianza recíproca, sin la cual no se logra ni se refuerza el sentido de pertenencia, ni se constituye una clara conciencia de los derechos y deberes.
Pero el fisco no es una obligación a la que nos conformamos fácilmente y sin reservas, aunque se legitime como puntal de la producción de bienes y servicios indispensables a la ciudadanía. La opinión de que puede ser fácil satisfacer el deber fiscal es ingenua.
Sólo la conciencia de que el fisco no es ni debe ser imposición arbitraria o vejatoria, sino una positiva contribución a las condiciones del bienestar propio y de los demás, puede hacer que aparezca como un costo razonable y conveniente a favor de la convivencia presente y futura.
Si el fisco asume la calidad de instrumento de producción del bien común a cargo de un poder público, también el la mediación administrativa puede entrar en la lógica de una acción participativa y transparente en el ámbito de organización institucional.
Se puede decir que estas son las premisas de una democracia fiscal, cuya articulación estaría constituida por un federalismo fiscal y la aplicación del principio de subsidiaridad, condición esencial para conseguir un fisco equitativo y eficiente.
UN SISTEMA SUBSIDIARIO Y SOLIDARIO
La condición fundamental para una mejoría real y un desarrollo adecuado de la sociedad civil es que se reconozcan y promuevan los principios de autonomía, responsabilidad y solidaridad que concurren a realizar un auténtico federalismo solidario. El federalismo fiscal buscará garantizar la máxima correspondencia entre las contribuciones recibidas y las responsabilidades sobre el gasto.
Los países que persiguen hoy el federalismo fiscal enfrentan la siguiente cuestión: ¿es más equitativo y eficiente un federalismo de tipo exclusivamente cooperativo o, para poder ser auténticamente solidario, el federalismo fiscal requiere ser también, en parte, competitivo? Más que quedarnos prisioneros en este dilema teórico, lo oportuno será considerar la situación de cada país para proponer soluciones concretas, innovadoras y correctas. Tomando en cuenta lo siguiente:
1) Debe considerarse al fisco parte integrante del sistema del welfare nacional y regional, en cuanto tal, debe obedecer en cualquier circunstancia al criterio de la equidad interpersonal, tanto nacional como regional.
2) El principio de equidad debe tomar en cuenta las diversidades regionales en el impuesto a los ciudadanos de igual condición.
3) El federalismo fiscal no debe permanecer miope frente a las posibles distorsiones, excesos o consecuencias negativas de políticas que favorecen a franjas y grupos privilegiados de determinadas zonas.
El Estado social no ha logrado identificar medios válidos para enfrentar los perfiles de la indigencia y la pobreza o captar las necesidades de nueva naturaleza que derivan del cambio de condiciones de la existencia individual y colectiva. Al mismo tiempo, no se ha logrado una reforma coherente de las estructuras y servicios que responda al incremento de las demandas, lo que provoca el rechazo de lo «público» incluso por parte de los sujetos sociales más protegidos y cuidados.
El que se atasquen las demandas de necesidades a satisfacer porque faltan criterios rigurosos para seleccionarlas según su prioridad, ocasiona que prevalezcan las demandas de los sujetos o grupos sociales con mayor poder de presión, especialmente por las conveniencias electorales o clientelas políticas, fuente de transgresión de la regla de igualdad y de corrupción de la misma representatividad democrática.
Tampoco se puede callar el hecho de que los sujetos económicamente más fuertes o mejor organizados muchas veces no han sabido conjugar de manera adecuada sus intereses inmediatos con las perspectivas de bien común más general y con las exigencias de largo plazo.
Hay que subrayar que el empleo inarmónico y mal gobernado del gasto social se ha apoyado además con medidas de endeudamiento público o con aumentos acelerados de la tasa impositiva lo que ha derivado en una crisis de legitimidad fiscal del Estado social.
Esta crisis se condensa en la interrogante: ¿vale la pena continuar aportándole a un Estado que no logra restituir esa aportación en proporción adecuada?
Cuando estas consideraciones críticas no estén dictadas por prejuicios o simplificaciones sumarias, pueden contribuir a descubrir carencias que se han manifestado en la vida del Estado social. Estas carencias se determinan cuando la lógica de solidaridad no se conecta con la lógica de subsidiaridad.
El principio de solidaridad expresa la regla de una convivencia en la que la condición del otro se asume tan digna como la propia y el principio de subsidiaridad indica la exigencia de que ninguno sustituya a otro en la facultad de proyectar libremente los fines de su acción y de dotarse de los medios para conseguirlos. La subsidiaridad es, ante todo, valorar la justa autonomía y reconocer la iniciativa de los ciudadanos y las formas asociadas con que se organizan.
Abriéndose a esta perspectiva de revisión en las relaciones con contribuyentes considerados ante todo como ciudadanos, el sistema fiscal podría aspirar a presentarse como instrumento de promoción de la riqueza para lo cohesión y la calidad social.
10 puntos de reflexión acerca del problema fiscal
En torno a la cuestión fiscal siempre hay quejas, sea por la mala administración tributaria, el exceso de impuestos y altas tasas, o la evasión que los ciudadanos buscan por cualquier medio. La falta de ética en torno a este tema suscita inconformidades e injusticias. Urge replantear la relación fisco-ciudadanía-Estado, ya que un fisco equitativo y eficiente es clave para una sociedad madura y democrática.
1) Un buen fisco genera un clima favorable para el desarrollo de una economía libre en la democracia, según los principios de subsidiaridad, responsabilidad y solidaridad.
2) La existencia de un sistema fiscal es el equivalente necesario de la pertenencia económica, social y política a una ciudadanía. Por ello no son admisibles ni justificables la evasión ni la elusión.
3) Es necesario que los ciudadanos asuman la contribución como gesto fundamental para crear las condiciones de un bienestar compartido, y no como algo separado del ejercicio general de la ciudadanía.
4) Por la ética individualista cada uno mira a sus conciudadanos, no ya para compartir con ellos necesidades, valores y expectativas, sino para recibir más o no recibir menos que los «otros».
5) De la buena relación triangular entre cada ciudadano, las instituciones políticas y los otros ciudadanos depende la percepción de un sistema fiscal como legítimo.
6) La percepción de legitimidad está en relación directa con la equidad y la eficiencia del fisco. De ello deriva una lealtad no contingente ni condicionada de los ciudadanos frente a la institución fiscal.
7) Sólo la conciencia de que el fisco contribuye positivamente al bienestar propio y de los demás, puede hacer que aparezca como un costo razonable y conveniente a favor de la convivencia presente y futura.
8) Evadir y eludir al fisco son acciones generalmente vistas como independientes del perfil integral del ciudadano y aun de la persona. Prevalece la idea pesimista de que la plena transparencia e imparcialidad no pueden darse nunca en materia fiscal y se difunde la convicción de que es un asunto de arbitrio político.
9) En la convivencia política bien ordenada, la moralidad pública es una costumbre difundida y practicada y nunca será excusa para cubrir errores, omisiones o negligencias de los comportamientos privados.
10) ¿Vale la pena continuar aportando a un Estado que no logra restituir en proporción adecuada? Cuando esta consideración no viene dictada por prejuicios o simplificaciones sumarias, puede contribuir a descubrir carencias del Estado social que se determinan cuando la lógica de solidaridad no se conecta con la de subsidiaridad.