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Chesterton: 130 años de ironías y paradojas

Escribió cien libros. Colaboró en otros doscientos. Su rúbrica se grabó en más de cuatro mil ensayos, notas, cartas y artículos para periódicos. Su obra contiene todos los géneros. Era igualmente capaz de hablar con soltura sobre historia, filosofía, literatura, economía, política, pintura, arquitectura, teología. Por algo Jorge Luis Borges dice que su obra «es vastísima y no encierra una sola página que no ofrezca una felicidad».
Sin embargo, no sólo escribió mucho, sino que aún más importante lo escribió bien. Ahí está el secreto. Para equi-pararse en cantidad, tendríamos que sentarnos y escribir un ensayo cada día durante once años. Acercarse a su genialidad significaría, además, crear textos inigualables, susceptibles de ser leídos cien años después, conservando vigor y frescura.
Poseía una cultura inmensa, una erudición asombrosa, una lucidez aplastante. Y tuvo el acierto de no esconderlas en la pedantería: «Pienso sentenció que debo mi éxito [como periodista] a haber escuchado respetuosamente y, de hecho, tímidamente a los mejores consejos, dados por todos los mejores periodistas…» (Autobiografía).

ESCRITOR DE ÉPOCA

Gilbert Keith Chesterton es uno de los más grandes escritores del siglo XX. Nació en 1874, igual que Churchill. Conoció a los grandes de su tiempo. Fue admirado por muchos, criticado por no menos, y amigo de todos. De un querido y conocido colega apuntó: «Mucha gente dice que está de acuerdo con Bernard Shaw o que no lo entiende. Yo soy el único que lo entiende y no estoy de acuerdo con él». A Shaw le encantó el libro.
Cruzó copas y argumentos con H.G. Wells, Conrad Noel, Maurice Baring, Ronald Knox, Hilaire Belloc, Joseph Conrad, Henry James, Laurence Binyon y otros. Escribió sobre Dickens, Shakespeare, Wilde, Santo Tomás, Milton, Dante, Zolá, Renán, el Renacimiento, Yeats, Víctor Hugo, Nietzsche, Shelley, Stevenson, Khayyam, San Agustín, Moore, Dickinson, Tennyson, las hermanas Brontë, Kipling, la reina Victoria…
Su obra sobre Santo Tomás ha sido calificada por Etienne Gilson, uno de los tomistas más potentes del siglo pasado, como una obra sin parangón. Su Ortodoxia es admirada por creyentes y no creyentes. Su libro El hombre eterno tiene tantas líneas fascinantes de pensamiento que, si uno se empeña en subrayar los pasajes importantes y las frases inspiradoras, el resultado será un trazo continuo de la primera a la última página. Incluso sus novelas policíacas, que siempre consideró un sencillo pasatiempo, tienen una calidad literaria gigantesca. El sabio y candoroso padre Brown deviene genial.
Su leit motiv aparece definido a edad temprana. En una carta a su futura esposa anota: «A veces es fácil darle al país la sangre, y más fácil darle dinero. Pero es más difícil, a veces, darle la verdad». Eran años en los que aún era un novel y prácticamente desconocido escritor. No obstante, su pasión estaba clara: Vitam impedere vero! (Juvenal, Sátiras). Apostarle a la verdad y la moral fue el único delito que el siglo XX jamás le disculpó.
Fruto de su exquisita perspectiva fue la tajante oposición a reducir los problemas económicos a una lucha entre capitalismo y socialismo dualidad imperante en la Inglaterra de sus años. Para Chesterton esto era tanto como reducir la sexualidad a dos términos: celibato o harem. Visionario al fin, quiso creer en una tercera vía. También defendió la libertad privada y la valía del individuo frente a un estado totalitario y dominador. Previó, en buena medida, el advenimiento de las guerras mundiales y el totalitarismo comunista.
UN HOMBRE COMO LOS DEMÁS
Chesterton logró unir la fina visión de sus tiempos a una extravagante desorientación. Era despistado como ningún otro. Las anécdotas se cuentan por cientos. Es legendaria la ocasión en que llegó a manos de su esposa un telegrama suyo. Chesterton estaba perdido en algún pueblo de Inglaterra y preguntaba a Frances dónde tendría que estar. La respuesta fue lacónica: «En casa».
En su opinión, la única manera de tomar el tren correcto era perder los dos anteriores. Era incapaz de vestirse solo. Algunas veces olvidaba la corbata, otras llevaba dos puestas. Podía perfectamente ir sin calcetines, o con dos distintos. Era Frances la que cada mañana le daba dinero; le diera poco o mucho, Gilbert volvía sin un centavo, siendo incapaz de decir qué había hecho con él. Buena parte lo dedicaba a la caridad. Había incluso un mendigo que venía cada semana por su asignación; si faltaba a la cita, recibía el dinero por correo.
Lo cierto es que fue un hombre común y un periodista apasionado. Como cualquiera, disfrutaba de los puros, las excelentes comidas y el buen vino. Le gustaba la tranquilidad de su casa en Beaconsfield. Un lugar pequeño donde se divertía dando largos paseos por el jardín, dejando a su paso los cadáveres de muchos cigarros, mientras redondeaba sus argumentos entre prolongados silencios y sonoras carcajadas. Con igual gozo viajaba a Londres, deleitándose con la combatividad periodística, trabajando exhaustivamente. A nuestro juicio, en este aparente contrasentido entre simplicidad de vida y audacia de espíritu radica la grandeza de Chesterton, maestro en todos los sentidos de la paradoja. Arma peculiar de su genio, a la que pocos han podido acercarse.
Creía en el hombre. Y no le era difícil hacerlo, puesto que creía que Dios se había llamado Hombre. En el texto El pensamiento antirreligioso en el siglo XVIII, provocativamente señala que «cuando la gente ya no está dispuesta a ser heroica, resulta humano ser simplemente humano». Junto a la lúcida conciencia de estar en un mundo atribulado por el escepticismo, el relativismo y otras enfermedades mortales, su optimismo no amainó. Se mantuvo profundamente esperanzado en un mundo que era bueno tras bambalinas. En El hombre que fue Jueves su postura llega hasta la expresión de la pesadilla.
Sus textos constituyen una constante llamada a la razón y una inquebrantable alegría para el espíritu. Su vida, un ejemplo de sencillez y júbilo. Sus ambiciones e ideales reflejan el anhelo de la gente común. Leerlo no es sólo una necesidad o un alivio. Más que una felicidad, como sentencia Borges, nos recuerda que cada persona es una maravilla. El drama de su vida, junto con su esperanza y paradoja, se resume en una de sus últimas frases: «Todo está entre la oscuridad y la luz; y cada uno debe elegir…».

Autobiografía

G.K. Chesterton
El Acantilado.
Barcelona, 2003.
392 págs.
La autobiografía, ese intento por escribirse a sí mismo, fue un género que también el autor de Ortodoxia cultivó hacia el final de su vida. Chesterton, habituado a la realidad que emana de la ficción, supo muy bien que las autobiografías pueden ser aburridas, brillantes, entretenidas o polémicas, pero jamás objetivas.
El primer capítulo de sus memorias comienza poniendo en duda que él pudiera verificar, con rotunda contundencia científica, que haya nacido el 29 de mayo de 1874: «Lo creo porque es un testimonio que me ha sido transmitido verbalmente». Y así transcurre la lectura de sus recuerdos imperfectos o nítidos pero siempre entrañables en los que, a manera de novela detectivesca (verdadero maestro del género) va respondiendo a sus interlocutores imaginarios (quizá sus críticos o el hombre común) las preguntas que le formularon una y otra vez a lo largo de su vida, marcada por la defensa de la capacidad de ser responsable (llamada por Chesterton libre albedrío), de pensar y tener fe.
¿Consigue responder a las preguntas acusadoras de los «intelectuales modernos», materialistas y evolucionistas de su época? No se pierda el desenlace de esta vida que, en mucho, superó la mejor de sus ficciones.

Dulce María Barrón

Para muestra un par de botones
No recuerdo si esta historia es verdad o no. Si la leyese con cuidado, sospecho que decidiría que no. Pero por desgracia no puedo leerla con cuidado porque aún no la he escrito. Durante gran parte de mi infancia, la idea y la imagen de la misma permanecieron conmigo. Puede que lo soñase antes de aprender a hablar, o que me la contase a mí mismo antes de saber leer, o que la leyese antes de tener recuerdos conscientes. () »
En cualquier caso, contemos el cuento con todas las ventajas de la atmósfera que lo han ido empapando. Pueden ustedes imaginarme, por así decirlo, sentado comiendo en uno de esos restaurantes de comida rápida donde la gente come tan rápido que lo que ingieren pierde la categoría de comida, y donde pasan su media hora libre tan deprisa que pierde la categoría de descanso, aunque apresurarse en el descanso es la actitud menos profesional que uno puede adoptar. Todos tenían puestos sus sombreros de copa, como si no pudiesen perder ni un instante en colgarlos de una percha. Todos tenían un ojo ligeramente hipnotizado por el enorme ojo del reloj. En resumen, eran esclavos de la moderna cautividad y podía escucharse rechinar sus grilletes. Cada uno estaba de hecho, sujeto por una cadena, la más pesada que nunca ató a un hombre: la cadena de su reloj de chaleco…»

Una anécdota más bien improbable.

La persona realmente revolucionaria es el optimista, que generalmente vive y muere en un desesperado y suicida esfuerzo para persuadir a otras personas de
cuán buenas son.
El defensor
Los hombres inventan nuevos ideales porque no se atreven a intentar los viejos ideales. Ven hacia adelante con entusiasmo, porque tienen miedo de mirar
atrás.
Lo que está mal en el mundo
El verdadero soldado pelea no porque odie lo que está frente a él, sino porque ama lo que está tras él.
lllustrated London News
El mundo no debe ser justificado como lo es por los mecanicistas optimistas; no debe ser justificado como el mejor de los mundos posibles.. . Su mérito es
precisamente que ninguno de nosotros podría haber concebido algo así; que deberíamos haber rechazado su misma idea como milagrosa y sin razón. Es el mejor
de todos los mundos imposibles.
Charles Dickens
Para el hombre humilde, y sólo para el hombre humilde, el sol es realmente un sol; para el hombre humilde, y sólo para el hombre humilde, el mar es realmente
un mar.
Herejes
En la lucha por la existencia, es sólo para esos que esperan diez minutos luego de que todo es desesperado, que la esperanza comienza a surgir.
The Speaker
istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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