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¿Humor inglés? sin patria, por favor

El humor inglés no existe. Parece una conclusión, si no aventurada, por lo menos estúpida. Sí, porque ahí está el emblemático Charles Chaplin e incluso Benny Hill y el Circo Volador de Monty Python. Ante tal evidencia, negar el humor inglés es prueba de irreparables taras mentales.
El término existe, pero de dónde salió; es decir, a quién se le ocurrió que el humor podría tener nacionalidad. Por ejemplo, qué define al «humor mexicano», ¿es un humor picante? O, cómo es el «humor colombiano», ¿causará adicción?. Y, el «humor africano», ¿ese es el famoso «humor negro»? ¿El mal humor es ruso?. ¿Cómo es el «humor chino», confuso?
Guillermo Cabrera Infante, escritor cubano radicado y muerto en Londres, explica que «lo que llamamos humor inglés (como en la frase feliz y falaz ¡Qué sentido del humor tienen los ingleses!) es una invención de la segunda mitad del siglo XVIII y del siglo siguiente, hecha o divulgada por autores que no se conocen en España o se conocen sólo sus nombres, como Sydney Smith y Douglas Jerrold».
Se trata de averiguar, entonces, si de verdad hay algo especial en el «humor» de los británicos. La siguiente anécdota puede ser buen inicio de este rastreo.
¿CUESTIÓN DE AGREDIR?
Antes del estreno de su obra teatral Major Barbara, George Bernard Shaw envió un telegrama a Winston Churchill, con quien mantenía una sospechosa amistad. «Te he reservado dos boletos para la primera noche punto ve con algún amigo punto digo punto si te queda alguno». El estadista británico contestó en otro telegrama: «No podré ir a la primera noche punto puedo ir a la segunda punto digo punto si es que tu obra llega a la segunda»1.
La broma se sostiene gracias a dos elementos. El primero es la virulencia, impresa por Shaw en el cerrojazo de su invitación. Ante la fama de rudo de sir Winston, el profesor de Oxford aprovecha para darle un puyazo alevoso.
El otro es el reflejo, la capacidad de reacción, el famoso timing de los opulentos business men, recurriendo a la misma estructura del ataque, inesperado, una cucharada de su propio chocolate, dirían los antiguos. Sin duda, la respuesta del gordito del puro es majestuosa.
Ya está. Hemos dado con la entraña del humor inglés. Responder con una agresión a otra. Por eso Viruta y
Capulina son los mejores representantes mexicanos del humor inglés. O tal vez no.

TO WIT OR NOT TO WIT

Los ingleses de mediados del siglo XVIII llamaron wit a esta capacidad inteligentemente corrosiva de sorprender y provocar la risa. No se trata sólo de la violenta reacción física de los grandes cómicos mexicanos que, a la fecha, confunden humor con repostería.
En su monumental diccionario, el doctor Samuel Johnson indica que el significado original del wit radica en «los poderes de la mente humana, en sus facultades, en el intelecto». Y el modesto Websters Dictionary acota para wit: «es la capacidad de asociar ideas, de manera natural, pero inusual y sorprendente». En el Rogets de sinónimos ingleses, se la encuentra bajo tres títulos: intelecto, sabiduría y humor. No es una palabra, es una síntesis.
Británicamente, la Cámara de los Comunes fue el gimnasio donde se forjaron los mejores esgrimistas del wit. Cada sesión parlamentaria era un extenuante entrenamiento. Benjamin Disraeli descolló en el empleo de esta arma punzo-cortante y fue famoso por la agilidad y mordacidad de sus salidas ante las diatribas liberales. A la fecha, las asambleas en el parlamento inglés son un catálogo de florituras mordaces e ironías.
Precisamente, el argentino Eduardo Tiscornia afirma que del wit nace la ironía. «Manera del humor que puede ser maliciosa o benévola explica, es instrumento flexible pero peligroso porque es gran creador de resentimientos. Puede herir aun sin querer. Es útil aunque infrecuente en el hombre común de estado, que lleno de su poder vicario, cree que lo serio es siempre solemne. Es arma defensiva y ofensiva que la gente teme porque ante ella fracasa la fuerza pura. Sólo admite respuestas equivalentes en la misma clave».
Por eso, el wit se blande sin peligro alguno en campos abiertos, donde esta espada no corre el riesgo de herir la susceptibilidad de nadie. Bajo el techo de las mentes sensibles, es perjudicial. Ahí tenemos, por ejemplo, a Jorge Ibargüengoitia, cuya pluma genial y maliciosa le valió la enemistad de políticos, artistas y miembros de la pléyade intelectual mexicana.

CERVANTES, EL PRIMER SHANDY

De alta escuela en el manejo del wit, escurridizo y sutil, altamente suspicaz, Laurence Sterne desarrolló el recurso con destreza casi genética. En algún momento, el clérigo irlandés se topó con El Quijote y quedó maravillado con la cosmogonía del humor propuesta por Cervantes.
Su admiración coquetea con el fanatismo. «Espíritu amable pide en algún texto del más fragante humor que haya inspirado nunca la fácil pluma de mi idolatrado Cervantes. Tú que te has deslizado cada día a través de su reja convirtiéndolo con tu presencia en sol radiante la luz crepuscular de su prisión. Tú que has teñido el agua de su jarra con el néctar celestial y que durante todo el tiempo en que escribió sobre Sancho y su amo desplegaste sobre él, sobre su mustio muñón y sobre todos los males de su vida tu manto místico. ¡Vuelve hacia mí tus ojos, te lo imploro! ¡Contempla mis calzones! Son todo lo que tengo en este mundo. Ese lastimoso rasgón me lo hicieron en Lyon».
Sterne asimiló la obra cervantina y la tradujo para el vulgo británico, no textualmente, sino a través de una narración propia que, por cierto, nunca imaginó que se convertiría en novela. En 1759 el clérigo irlandés inició a escribir los relatos por entregas que a lo largo de ocho años formarían Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, un documento valioso y gordo (la edición de Cátedra consta de 642 páginas), altamente corrosivo y del que ya se ha dicho casi todo: revolucionario, libre, moderno, disperso (es curioso ver la innovadora «puesta en página», con tipografías diferentes, asteriscos, guiones, hojas en negro, en blanco, imitando al mármol) y, sobre todo, un humor rayano en lo salaz y que pide a gritos la complicidad del lector.
Y todo eso es verdad y está muy bien. Por eso en sus páginas se han detenido millones de académicos por todo el mundo y han ido y venido por la atropellada narración del caballero Shandy. Y por eso también es lectura obligada en la licenciatura en Literatura y hasta en los talleres de escritura de la Sogem. Bien, muy bien.
Pero, además y esencialmente, la novela de Sterne es un libro que sintetiza siglos de tradición de humor escrito. Y Tristram Shandy no va solo en sus andanzas. Evidentemente están Sancho y don Quijote incluso el pícaro Quevedo, aunque no lo podría probar, pero también le acompañan Gargantúa y Pantagruel (los fascinantes personajes de François Rabelais) y el ocioso Michel de Montaigne, por supuesto. No es una novela, es una síntesis. Y, como novela heredera de escritores españoles y franceses, comete un error quien la define como «cumbre» del «humor inglés».
ENTONCES, ¿QUÉ?
La cita es del mismo Laurence Sterne, está en ¿Qué es el humor?, un ensayo de Jonathan Pollock, y dice: «me he convencido de que el encanto principal del humor de Cervantes consiste en lo siguiente: el autor pone cuidado en describir la mínima menudencia con toda la pompa de un gran acontecimiento».
Varios pensadores De Quincey, Hegel, Kierkegaard, Freud coinciden en que el auténtico humor estriba en una especie de paradoja que toma una realidad llena de solemnidad y la desacredita a través del ridículo.
Buen ejemplo de esto son las famosas sentencias de Groucho Marx. «Nunca olvido una cara dice a alguien, pero con usted, haré una excepción». Ante la poderosa carga reverencial del cliché, Groucho se escurre valiéndose del wit.
Este caso se nutre del humor desarrollado por los críticos a los regímenes totalitarios que, en lugar de ir a la guerra, fueron al escritorio. Al amparo de la reina Victoria y su censura radical, los ingleses crecieron en ingenio y humor. Como Lewis Carroll, que no desaprovechó su complicada Alicia en el país de las maravillas para pitorrearse de los monarcas británicos.
El wit es sólo la denominación inglesa de una capacidad humana. Supongo que la nacionalidad le viene dada al humor inteligente y escurridizo por la solemnidad y frialdad británicas, pero nada más. ¿O a poco Virginia Woolf era una castañuela, un derroche de humor? Contra el paradigma del inglés flemático y frío, el humor destaca. De ahí que el mundo celebre con bombo y platillo cada chistorete salido de Inglaterra.
Porque no da igual que un chaparrito barrigón y cumbianchero haga una broma en la bahía de Acapulco, a que lord Cambridge deje escapar un sutil y agrio comentario sobre las lonjas de lady Wimbledon a la hora del té.
Los ejemplos de humor con wit (valga la expresión) fuera del imperio británico, abundan. El mismo modelo repiten los grandes humoristas españoles de entre guerras.
Como en la Inglaterra victoriana, la censura en la España franquista era radical. Varios escritores peninsulares vieron en las restricciones oficiales un fogón ardiente para forjar agudas críticas camufladas en obras de teatro o artículos humorísticos.
Sin quererlo, y al igual que Victoria, Francisco Franco avivó con la dureza de su régimen la picardía española. Por encima de su baja estatura pasó la alta carcajada provocada por grandes escritores como Ramón Gómez de la Serna o Enrique Jardiel Poncela.
Lo mismo ocurrió en México con caricaturistas combatientes al PRI, Abel Quezada y sus herederos de los años setenta y ochenta o Rogelio Naranjo, Rafael Barajas o Helio Flores, que aún siguen dando lata.

ESGRIMA CON PASTELES

Mientras que el humor es un arma de la inteligencia que defiende a la sociedad de distintos enemigos sobre todo, el pesimismo colectivo ante la adversidad, la comicidad es un tipo de negación de la realidad, una suerte de autoengaño para pasar el rato.
Una de las raíces del wit cultivado en Inglaterra es la crítica, la inconformidad ante algo que no va bien. De ahí que siempre esté precedido de una reflexión, por eso es, como decía el referido Tiscornia, «un arma defensiva y ofensiva que la gente teme porque ante ella fracasa la fuerza pura. Sólo admite respuestas equivalentes en la misma clave».
Los regímenes totalitarios son espuelas para la inteligencia y el ataque subrepticio. Cuando todo se permite para hacer reír, el humor se torna en comicidad. Ahí tenemos, por ejemplo, el alubión de series de la televisión española actual, que canjeó su origen pícaro por la inmediatez de la comicidad escatológica o sexual.
Lamentablemente, la libertad de expresión cuesta y, en México, el principal damnificado ha sido el humor. Como en España, el ingenio sucumbió ante el permisivismo y abrió paso a cómicos insípidos.
La diferencia entre humor y comicidad puede explicarse con un ejemplo muy simple pero claro. Imaginemos un torneo de esgrima. En lugar de florete, esa espada esbelta y afilada, uno de los participantes utiliza un pastel de queso y frambuesas. A este pobre hombre sólo le espera el ridículo.
El humor es un florete sin nacionalidad, cuya eficacia depende de su agudeza. La comicidad, en cambio, es facilona y vulgar, se limita a manchar burdamente al contrincante, a quien deja ir sin el menor rasguño. Y a nadie se le ocurriría combatir con un pastel, a menos, por supuesto, que lo haya horneado su suegra.
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1El original inglés dice:
«Have reserved two tickets for first night. Come and bring a friend if you have one.»
«Impossible to come to first night. Will come to second night, if you have one.»

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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