Resulta complicado medir el éxito o fracaso de la democracia únicamente por el éxito o fracaso del nuevo jugador en el poder. Más allá de esa analogía, hemos de comprender que mientras las reglas del juego no cambien en México, el tan sonado «cambio» y la democracia verdadera no llegarán, independientemente del color e ideología de los jugadores.
El cambio en las instituciones y no en las personas o partidos políticos, es el camino más efectivo para asegurar mejores posibilidades de desarrollo durante los próximos años.
Tras más de siete décadas bajo un sistema de gobierno de partido único y hegemónico, el 2 de julio de 2000 representó para muchos el «arribo de México a la democracia», pero sobre todo la posibilidad de transformar prácticas y costumbres políticas, económicas y sociales del país.
Cinco años después, los resultados no parecen ser lo que esa mayoría entusiasta esperaba. «La democracia no sirve», declaran insatisfechos por la falta de reformas, de acuerdos, por la confrontación política sin más argumentos que la lucha cínica por el poder, pero quizá más, por la ausencia de resultados tangibles en la vida diaria.
DEL AUTORITARISMO AL INICIO DE LA TRANSICIÓN
Durante 71 años, gobernó un sistema único y peculiar formado por la conjunción de un partido político hegemónico, un presidencialismo autoritario y, sobre todo, un arreglo institucional, visto como las reglas del juego formales e informales que operaban en el país.
Reglas del juego incluidas las electorales que no sólo sirvieron para que el partido hegemónico permaneciera en el poder, sino también para que cada Presidente contara con niveles de acuerdo y estabilidad política que le aseguraran un estado y clima de gobernabilidad casi perfectos.
Sin embargo, las presiones de grupos sociales, empresariales, políticos e internacionales, para obtener mayores espacios de participación y libertad, y dejar de vivir e interactuar bajo condiciones de autoritarismo e inequidad, fomentaron una transformación cultural mayoritaria que a la postre resultó en variaciones considerables en lo económico y social que paulatinamente hubo de aceptar la clase política de antaño.
Así, se fueron creando condiciones para contiendas electorales más transparentes y bajo circunstancias de mayor competitividad. El punto más álgido se alcanzó en 2000.
Pero ese nuevo espíritu democrático no es reflejo de la democracia en sí, o al menos no de la democracia «funcional y consolidada» que uno imagina al nombrarla. Definitivamente, la llegada de un nuevo partido político al Poder Ejecutivo bajo un contexto de elecciones limpias y transparentes creaba nuevas oportunidades para instaurar la democracia, pero a la par surgían barreras y obstáculos para su consolidación y funcionamiento. Síntomas claros de que nuestro proceso de transición política aún continúa, y que por el momento estamos en una etapa intermedia que se asemeja más a una democracia «disfuncional» que a otra cosa.
LOS TROPIEZOS DE LA TRANSICIÓN
El fracaso de los cambios propuestos por el nuevo gobierno se atribuye a un par de factores estructurales. El primero lo experimentaba ya el Gobierno Federal en 1997, cuando por primera vez el Presidente en turno perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, situación que complicó la aprobación de sus reformas propuestas, como la energética o la discusión anual del Paquete Económico (Ley de Ingresos y Presupuesto de Egresos).
La situación se agravó tras las elecciones del 2000, cuando el nuevo partido en el poder no alcanzó mayoría absoluta en ninguna de las dos cámaras del Congreso. Ello obligó al Ejecutivo y a su partido a negociar constantemente con la oposición, intentando sacar adelante sus iniciativas de reforma. Este balance de fuerzas políticas, llamado «gobierno dividido», fue refrendado en las elecciones intermedias de 2003 y se espera continúe durante más periodos de gobierno.
Aunque el Congreso sea cada vez más plural y representativo y el gobierno por consenso se considere la base y espíritu de la democracia, la nueva división de fuerzas entre el Ejecutivo y el Legislativo no se ha concretado en la formación de coaliciones que saquen las propuestas de reforma y cambio, sino en la polarización de posturas entre los diferentes actores políticos. Lo que ha hecho imposible establecer procesos de discusión y negociación efectivos y productivos. Muchos interpretan con una mentalidad pobre las nuevas oportunidades para aspirar al gobierno de manera equitativa. Ven el fracaso del rival político como medida futura de éxito propio, y no con una mentalidad de liderazgo, vergüenza política y responsabilidad, que sirva para llegar al poder, por méritos ganados en el buen ejercicio de gobierno, independientemente de la posición que se ocupe en él.
¡EXACTO!… SON LAS INSTITUCIONES
La experiencia de estos años demuestra que la verdadera transformación no se encuentra únicamente en la llegada de un nuevo partido político al poder. Las circunstancias propias del gobierno dividido ayudan a entender esta concepción equívoca del «cambio». En la permanencia de las mismas instituciones creadas durante la época autoritaria encontramos el segundo factor estructural de fracaso para lograr los cambios y el mejor desarrollo de la democracia.
Por su naturaleza y origen, este arreglo institucional responde aún a intereses de grupos minoritarios y pregona una cultura ciudadana de proteccionismo y subsidio, no de autonomía y subsidiariedad.
Dicho en otros términos, los jugadores y la cancha del juego político en México han variado, pero la mayoría de las reglas del juego formales e informales, son las mismas. Por esta razón, los incentivos de actuación no cambian y el resultado es el oportunismo político, la confrontación y falta de acuerdos que experimentamos en estos años.
Todo seguirá igual mientras siga siendo rentable actuar a favor de los intereses individuales, pasando por encima de los del país. Al final, resulta imposible consolidar la democracia con reglas diseñadas para funcionar bajo un sistema autoritario y de control.
Precisamente este es el punto neurálgico que tocan las llamadas reformas estructurales del estado, fiscal, energética, laboral y demás: sustituir las reglas del juego, para modificar en lo posible los incentivos de actuación.
Para comprender mejor esto de las reglas formales e informales del juego, podemos remitirnos a quien acuñó estos términos: Douglass North, Premio Nobel de Economía de 1993. North afirma que las instituciones son «las reglas del juego de una sociedad, o más formalmente, las limitaciones ideadas por el hombre, que dan forma a la interacción política, económica y social»1. El conjunto de reglas del juego está conformado por: 1) las limitaciones informales, como acuerdos no escritos, costumbres, tradiciones, códigos de conductas o tabúes, que de acuerdo a Gérard Roland pueden considerarse como la cultura entendida en términos de normas sociales2; y 2) las reglas formales, como las constituciones, leyes, reglamentos o derechos de propiedad.
Según los estudios de North, el objetivo principal de las instituciones en la sociedad es reducir la incertidumbre, estableciendo una estructura estable aunque no necesariamente eficiente de la interacción humana. Su calidad determina los costos de transacción y producción de un país, aumentando, disminuyendo o estancando al final del día, su potencial de crecimiento y desarrollo económico3.
Siguiendo la línea de North, una investigación reciente de Dani Rodrik y Arvind Subramanian, profesor de la Universidad de Harvard y consejero del Fondo Monetario Internacional respectivamente, expone la importancia de la calidad de las instituciones al interior de un país. El estudio encuentra una correlación alta entre la calidad de las instituciones y el nivel de ingresos de un país incluso más importante que la ubicación geográfica o la integración comercial a la economía global. Como ejemplo, los autores afirman que si Bolivia tuviera instituciones de la calidad de Corea, su PIB per cápita en el 2003 hubiera sido de 18 mil dólares en lugar de su nivel real de dos mil 700 dólares4.
Considerando lo expuesto por North, Rodrik y Subramanian podemos concluir que no encontraremos el verdadero cambio en México en el simple hecho de elegir a un nuevo partido o caudillo para la Presidencia. Al menos así nos lo ha demostrado la poca experiencia democrática. El verdadero cambio está en crear nuevas reglas para nuestra interacción que generen los incentivos de actuación necesarios para el desarrollo político, económico y social.
Sin embargo, las instituciones no surgen o cambian espontáneamente. En el caso de las formales, en un principio las establecen aquellos que dentro de una sociedad cuentan con los recursos y capacidades para imponerlas, y las informales, por la cultura heredada o adquirida de nuestras costumbres y tradiciones.
Después de su creación, las instituciones formales podrán ser modificadas únicamente si se cumple alguna de estas dos condiciones: o las cambian aquellos que las establecieron en un inicio, porque ya no les son útiles para sus intereses, o se cambian porque surge una mayoría diferente a la original que cambió su cultura (instituciones informales) y que cuenta con recursos, capacidad y deseo para cambiarlas.
Un claro ejemplo para nuestro país son las modificaciones en las reglas electorales, que fueron adaptándose al paso de los años para que el partido hegemónico mantuviera el poder y sobre todo la mayoría del Congreso, en momentos en que la oposición ganaba terreno en las urnas5. Sin embargo, las presiones y movimientos sociales en distintas etapas de la historia, fueron abriendo el camino mediante reformas a la ley electoral, para que la oposición ocupara verdaderamente las posiciones que ganaba con votos6.
VINO NUEVO EN ODRES NUEVOS
Al considerar que la democracia no llega únicamente por la mera vía electoral, la discusión ha pasado al tema de cómo podemos realizar esos cambios institucionales que México necesita al menos en el plano formal, para convertirse en una democracia funcional y gobernable en el corto y largo plazo.
Los puntos de vista se agrupan en dos corrientes que difieren en forma, mas no en fondo. Por un lado una visión pragmática y coyuntural, que propone que los cambios en el país deben darse poco a poco en un escenario muy similar a un «goteo de políticas», que debiera comenzar por los asuntos con mayor aceptación y posibilidad de acuerdo entre los principales actores y partidos políticos. Los exponentes de esta estrategia consideran que las circunstancias del gobierno dividido no cambiarán en el corto plazo, por lo que se tendrán que ir dando los cambios aunque sea en menor magnitud.
Esta postura es resultado del poco éxito que han tenido durante estos cuatro años los grandes cambios estructurales propuestos. La falta de capacidad del Ejecutivo para crear acuerdos mayoritarios o la poca voluntad de la oposición, que como ya dijimos ha apostado al fracaso del Presidente como medida de éxito propio, provocaron esta sensación de ingobernabilidad que lleva a muchos a pensar que indudablemente es mejor tener cambios a un paso más pausado y en temas más específicos y puntuales, que no tener nada y permanecer en el status quo.
Del otro lado de la moneda, una visión más romántica e ideológica propone cambios mayúsculos y radicales, que rompan con los esquemas de gobierno heredados de las épocas de hegemonía presidencialista con un partido dominante. Bajo este escenario, la opción propuesta sería hacer antes que nada un cambio constitucional considerablemente mayor, que modifique las reglas del juego formales que regulan la interacción de los miembros de la sociedad incluida la clase política y que efectivamente incentiven a un comportamiento responsable y comprometido con el desarrollo del país. Tras esta modificación sustancial, vendrían las que atañen a temas y sectores tan diversos como los hasta hoy propuestos.
El argumento principal para realizar estos «macrocambios» en lugar de hacerlo poco a poco como plantea la primera visión es que no podemos avanzar hacia la consolidación de la democracia si apostamos por una estrategia de gobierno basada en el uso de retazos de tela nueva para parchar nuestro viejo traje institucional. La postura adecuada sería construir un traje totalmente nuevo, hecho a las medidas y circunstancias actuales del país. Contando con este nuevo traje, podrían hacerse cambios y remiendos subsecuentes de modo más congruente, pues la base de trabajo será más homogénea y consistente que la actual.
Los opositores a los «macrocambios» consideran que una medida así podría resultar impráctica y contraproducente. En este mismo tenor, Giovanni Sartori considera que la escasez del tiempo, la pobre calidad de la ingeniería constitucional moderna y la tentación de elaborar constituciones «objetivo» o «de aspiraciones», serían una gran limitante para crear un documento que en verdad sirva como instrumento de gobierno7.
ENTRE LO DESEABLE Y LO POSIBLE
Si consideramos los análisis, discusiones y argumentos en torno a ambas posturas, concluiremos a final de cuentas, que ambas tienen su cuota de razón; la diferencia radica en que una se apoya más en «lo que debiera ser» y la otra en «lo que pudiera ser».
Será importante considerar que el objetivo que persiguen ambas es hacer de México un país más democrático, con todas sus consecuencias. Seguramente optar por una u otra dependerá del estilo de management político de quien proponga las reformas, así como de la ponderación entre lo deseable y lo posible, dadas las circunstancias y composición del entorno político.
En estos momentos es bienvenido cualquier cambio efectivo y realizado a conciencia, independientemente de la aproximación que se escoja para lograrlo. Lo que en definitiva no es bienvenido es el oportunismo y poca cooperación que han mostrado muchos actores y partidos políticos, buscando primero el fracaso del nuevo gobierno y al último el beneficio del país.
Mucho más deplorable que lo anterior resulta que la gente caiga en esa trampa y piense que la democracia no sirve, por los resultados obtenidos hasta el momento. A tal grado resulta contraproducente tragarse el garlito, que el año pasado se publicó una encuesta cuyo resultado arroja que la gente prefiere en mayor medida políticos que den resultados aunque sean un poco corruptos, por encima de políticos honestos que no den resultados8.
LA DEMOCRACIA ES DE LOS «IRRACIONALES»
La otra parte fundamental que complementa el proceso de cambio en las instituciones formales, y que incluso es uno de sus catalizadores, es el cambio en las informales, las cuales como mencionamos, podemos englobarlas en la cultura.
El origen de este cambio cultural debe iniciar en cada uno de los ciudadanos. Es irresponsable pensar que la democracia nos dará todo, sin pedirnos nada a cambio para su correcto funcionamiento o que la simple sustitución de las instituciones formales bastará para vivir dentro de la democracia en el largo plazo.
Como ciudadanos en un sistema de gobierno en transición, hemos de comprender que nuestra democracia incipiente no puede ofrecernos lo mismo que ofrecen a sus ciudadanos las democracias consolidadas de otros países. Por el contrario, la democracia en México requiere de nuestra responsabilidad y participación para fortalecerse.
Optar por un cambio que comience con nuestra actitud es vital, pues si esperamos a estar seguros que los otros participarán con responsabilidad para después nosotros hacerlo, caeremos en el engaño de un juego típico de la «aseguración», en el cuál el resultado final será la no cooperación de los jugadores, pues para todos parecerá «racional» económicamente hablando no cooperar cuando no se está seguro que los demás lo harán (así se evita ser el jugador que se esfuerza mientras los demás gorronean). Sin embargo, el país requiere de esos ciudadanos «irracionales», que sin importar lo que los demás hagan, busquen en primera instancia el bien común y no el individual.
Al final del día, queda en nuestras manos la decisión de cómo pensamos participar para mejorar las condiciones de nuestro país incluida la política. Las vías y caminos para esta tarea son muchas, y van desde la participación electoral (aunque sea para anular nuestro voto como señal de descontento) hasta acciones en nuestros trabajos, familias y comunidades, con las cuales podamos concretar el verdadero cambio que mucho hemos anhelado, pero que generalmente, poco hemos hecho por alcanzar.
1 North, Douglass C. «Institutions», Journal of Economic Perspectives, Vol. 5, No. 1. Invierno de 1991, pp. 97-112.
2 Roland, Gérard. «Understanding institutional change: fast-moving and slow-moving institutions», Studies in comparative international development, Vol. 38, No. 4. Invierno de 2004, pp. 109-131.
3 North, Douglass C. Instituciones, cambio institucional y desempeño económico, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, pp. 13-22.
4 Rodrik, Dani y Subramanian, Arvind. «The Primacy of Institutions (and what does and does not mean)», Finance & Development. Junio de 2003, pp. 31-34.
5 Un ejemplo no muy lejano fue la «cláusula de gobernabilidad» impuesta en 1987, que permitía al partido con mayor votación nacional garantizar la mayoría absoluta de la Cámara de Diputados. Esta cláusula y sus variantes posteriores, evitaban que los votos se convirtieran en curules de un modo eficiente y equitativo.
6 Tal fue el caso de los «diputados de partido» con la reforma de 1964, o la introducción de la representación proporcional después de la reforma de 1977. Estos cambios generaron paulatinamente una composición más plural y equitativa, aunque controlada, hasta que las reformas de 1994 y 1996 independizaron al «árbitro» electoral, liberando a los procesos electorales de los controles impuestos por el Gobierno Federal.
7 Sartori, Giovanni. Ingeniería constitucional comparada. Fondo de Cultura Económica, 3ª edición, México, 2004, pp. 224-225.
8 «Muestran tolerancia a la corrupción», Reforma