La condición de empresario no nace del hecho de arriesgar fortuna, sino del de arriesgar acierto. Por ello, es justo señalar que el empresario puro no se mueve, a fin de cuentas, por el afán de lucro, sino por el afán de logro, aunque este último, generalmente hablando, haya que medirlo por el beneficio alcanzado.
Algunas veces se ha pretendido que el verdadero empresario es sólo aquel que arriesga en la empresa capitales propios, negando la condición de empresario para relegar a la categoría de ejecutivo o directivo manager, en terminología anglosajona a las personas que presiden los destinos de empresas en cuyos capitales no tienen participación significativa.
Nada más lejos de la verdad. Si a alguien se puede calificar de empresario puro, o puro empresario, es a aquel que, sin interés en el capital, asume la función de coordinarlo con el trabajo para dirigirlos, a ambos, a lograr el objetivo de la empresa.
No digo con ello que no sea empresario el que añade a esta función la condición de capitalista, en el grado que sea. Digo que se puede poseer íntegramente el capital de la empresa sin ser empresario y se puede ser empresario sin tener la más mínima participación en el capital.
Sin estas dos condiciones, prestar servicio y crear riqueza, o sea, generar rentas por y para los que integran la empresa, como aportantes de capital, trabajo y dirección, la empresa mercantil no se justifica. La empresa que no presta servicio, que no produce algo que contribuya al bien común, rectamente entendido, o que no genera riqueza, no se justifica ni ética ni económicamente.
EL BENEFICIO DE HOY ES LA INVERSIÓN DE MAÑANA
Para mayor claridad en nuestro análisis sobre cómo influye el modelo económico de cada país en el desarrollo de la empresa, vale la pena recordar algunos conceptos básicos sobre el verdadero motor del desarrollo en la sociedad moderna.
Empresa es el conjunto de personas que aportando unas, capital y otras, trabajo, se proponen, bajo el impulso de una dirección común, lograr un determinado objetivo, que constituye el fin de la misma, y que se legitima por el doble hecho de añadir valor económico, es decir, crear riqueza, y de prestar un servicio a la sociedad.
En muchos casos, esta triple distinción entre aportante de capital, aportante de trabajo y responsable de la dirección es una distinción de razón, ya que puede coincidir, y de hecho en la mayoría de los casos coincide, dos o tres condiciones en una misma persona. Sin embargo, conviene dejar claro que, si empresa lo emprendido es el resultado de emprender, empresario el que dirige es el que toma la decisión de emprender y llevar a buen término los diversos proyectos que, desde el momento que pasan de la potencia al acto, constituyen o integran el conjunto de la empresa.
Por ello, la responsabilidad básica de la empresa es obtener beneficios para sus accionistas, designando con este nombre, para simplificar, la persona o el conjunto de personas que, bajo cualquier forma jurídica, han aportado y comprometido, de manera permanente y a todo riesgo, los recursos que constituyen el capital de la empresa.
Puede afirmarse tan tajantemente que la responsabilidad social de la empresa es generar beneficio para sus accionistas ganar dinero, porque si llega a generarlo es que previamente ha creado riqueza, rentas, para el trabajo, incluido el trabajo directivo, y ha satisfecho rentas a los terceros suministradores de recursos que, directa o indirectamente, son rentas para los ahorradores finales, personas físicas y familias.
En cambio, si no llega a generar un beneficio satisfactorio para sus accionistas, acabará sin poder generar tampoco rentas para trabajadores, ya que, sin beneficios, el capital de riesgo, a la larga, se desinteresa, y sin la asistencia del capital de riesgo, su supervivencia primero queda comprometida y, a la postre, quebrada. Sin beneficio, a la larga, no hay empresa, que quiere decir inversión y empleo. Por esto se dice reiterada, pero no ociosamente, que «el beneficio de hoy es la inversión de mañana y el empleo de pasado mañana».
COSTOS Y BENEFICIOS, UN PLANTEAMIENTO DISTINTO
Estamos acostumbrados a plantear la cuenta de resultados a partir del importe neto de las ventas, para deducir de ahí los costos de primeras materias, mano de obra, gastos generales, costo financiero y, finalmente, impuesto sobre el beneficio, para llegar al beneficio neto para los accionistas.
Pero la cascada puede plantearse de otra manera. Si del importe de las ventas netas deducimos el costo de las primeras materias más los costos incurridos en su transformación, prescindiendo de los gastos de personal, de las amortizaciones y provisiones que son gastos sin desembolso y de los intereses de las deudas a corto, medio y largo plazo, habremos obtenido lo que a grosso modo, podemos llamar valor económico añadido por la actividad empresarial.
Esta riqueza generada es la que se reparte entre todos los que han contribuido a crearla. Es la renta generada por y para los que aportaron capital de riesgo o de deuda y trabajo directivo u operativo, al tiempo que, a título de impuesto sobre el beneficio, se detrae la parte que irroga el Estado en méritos a la pretendida función redistributiva de la renta.
Dicho de otra forma. El valor económico añadido, la renta generada, que no es más que una, se divide en partes y recibe, según a quién se adjudica, un nombre distinto en cada parte. La parte que remunera el trabajo se llama salario; la que remunera los fondos de terceros, interés; la que va al Estado, impuesto; la que va a los titulares del capital de riesgo, beneficio; y lo que de este beneficio no se paga como dividendo, sino que se retiene, junto con lo destinado a amortizaciones y provisiones, se llama autofinanciación.
Si se considera justo que el trabajo y el Estado perciban una parte de la renta creada, también debe estimarse justo que los titulares del capital de riesgo se adjudiquen la suya, máxime teniendo en cuenta que esta parte es residual. Puede, en ocasiones, ser mayor incluso de lo esperado, a cambio de que en otras sea nula.
LO QUE NO CAMBIA EN UN SISTEMA U OTRO
Por lo general, para desarrollar esta actividad empresarial, generadora de renta para todos, es necesario invertir; lo hemos dicho ya. Pero, ¿qué es invertir? Es afectar una cierta cantidad de dinero para activos fijos y fondos operativos a un determinado proyecto, que se espera produzca, a lo largo de su vida económica, recursos suficientes para, satisfechos todos los gastos e impuestos, devolver los fondos invertidos y remunerarlos adecuadamente.
Esto, que entiende todo el mundo, es lo que se quiere decir cuando, de manera más técnica pero equivalente, se afirma que invertir es afectar capital a un proyecto cuya tasa interna de rentabilidad sea, por lo menos, igual al costo del capital invertido. Partiendo de esta definición, resulta claro que alguien debe apreciar si el proyecto, razonablemente hablando, producirá efectivamente los recursos suficientes, si dará la rentabilidad necesaria. Alguien ha de analizar el proyecto y decidir si es aceptable.
Este es el papel del empresario. Pero alguien, además, tendrá que decidirse a aportar los fondos. Este es el papel del inversor. Así aparecen diferenciados los dos elementos que concurren a todo proceso de inversión. Por un lado, el empresario decide que es bueno invertir, pero su decisión sólo puede ir adelante cuando, por otro lado, el inversor, fiándose en la apreciación del empresario, decide suministrar el dinero.
Quedan aludidas las tres políticas que integran la gestión financiera que, junto con la comercial, de producción y del factor humano, constituyen las grandes áreas integradas en la dirección de la empresa. Estas tres políticas financieras son: la política de inversión (aceptación y ordenación de los proyectos posibles;la política de financiación, (elegir y combinar las fuentes de recursos;y la política de dividendos, (que decide qué parte del beneficio hay que distribuir y qué parte llevar a reservas). La combinación de las tres debe conducir o al menos concurrir al logro del objetivo último fijado por la dirección.
Estas ideas básicas sobre la empresa parece que, en principio, deberían permanecer intactas cualquiera que sea el modelo económico capitalismo o socialismo de organización social imperante en un país. Sin embargo, la experiencia dice que no es así. El sistema económico en vigor no es neutro en relación con el funcionamiento de la empresa. Pero antes digamos algo sobre los modelos de organización económica.
DOS SISTEMAS, DOS RESULTADOS
Empecemos dejando sentado que, como enseñan prácticamente todas las doctrinas filosóficas y confirma la experiencia, el hombre tiende por naturaleza a la felicidad y, dentro de su busca, al logro del bienestar. Esta innata tendencia al bienestar no se desarrolla en solitario, ya que el hombre, también por naturaleza, es social, y al tiempo que se apoya en los demás para lograr su bienestar, ayuda a los otros para que también lo alcancen.
Esa cooperación social puede concebirse de dos maneras radicalmente distintas: en forma coactiva, dando paso a la economía intervenida o socialista, o en forma espontánea, dando lugar a la economía de mercado o liberal
El pensamiento socialista cree que en la práctica los supuestos teóricos en que se basa la cooperación espontánea no se satisfacen nunca, o rara vez, con la consecuencia de que este modelo no puede resolver los problemas económicos del mundo real. Por ello, postula la intervención del Estado en la economía, con el consiguiente ensanchamiento de las funciones del gobierno.
Frente a la concepción socialista de la economía, el sistema de economía de mercado es un modelo basado en la propiedad privada de los medios de producción, que considera el sistema de precios como el instrumento óptimo para la asignación de recursos, y en el que individuos y empresas tienen el derecho a tomar decisiones independientes.
En palabras de Ludwig von Mises, «el mercado impulsa las diversas actividades de las gentes por aquellos cauces que mejor permiten satisfacer las necesidades de los demás. Todo el mundo es libre; nadie está sometido a déspota alguno; las gentes se integran, por voluntad propia, en tal sistema de cooperación. Todo fenómeno de mercado puede ser retrotraído a precisos actos electivos de quienes en el mismo actúan».
Los resultados prácticos de estos dos sistemas, que descansan en dos distintas concepciones del hombre, están a la vista. En este siglo, máxime después del derrumbamiento de los países del Este, nadie, ni en la derecha ni en la izquierda, discute la probada eficacia del capitalismo para producir, para el mayor número de personas, más riqueza y bienestar que cualquier otro sistema económico.
EL ERROR BÁSICO DEL SOCIALISMO
Conviene insistir en que el fracaso del modelo socialista no debe considerarse como una sorpresa inesperada; lo sucedido es lo que tenía que suceder porque el socialismo, con su «fatal engreimiento» en palabras de von Hayek, queriendo imponer un orden social coactivo en el que las mentes pretendidamente clarividentes y benéficas de los gobernantes, so pretexto de dar a todos el mismo nivel de seguridad y bienestar, planifiquen lo que cada uno tiene que hacer y soportar, conduce necesariamente al deterioro económico y finalmente a la miseria, tanto mayor cuanto con más rigor se hayan aplicado las doctrinas socialistas.
El error básico del socialismo consiste en suponer que un orden social coactivo, intencionalmente planificado por una sola mente individual, o a lo sumo por unas pocas mentes, las de los gobernantes intervencionistas, pueda ser superior al orden espontáneo creado por el libre actuar de los hombres: orden que integra, de la única manera posible, los conocimientos contenidos en las mentes de la entera raza humana.
Pero si nadie discute la superioridad del capitalismo en términos de eficacia, son todavía muchos los que no pudiendo criticarlo de otro modo, lo atacan con argumentos pretendidamente éticos. No puedo extenderme ahora en la defensa moral del capitalismo. Lo he hecho en diversas ocasiones y foros. Quiero sólo decir que las evidentes lacras morales de las sociedades occidentales que los detractores del capitalismo traen a colación para desprestigiarlo, son fallos del comportamiento humano, visibles en gente vinculada a una u otra corriente. Hechos, sin duda vituperables, que nada tienen que ver con la esencia del capitalismo.
Este sistema desemboca, naturalmente, en la supresión del intervencionismo, la planificación y la excesiva acción del Estado en la economía. Pero no tiene en sí nada de inmoral. Todo lo contrario: en él cabe el ejercicio de todas las virtudes personales y sociales, incluida la solidaridad. Es más; aunque no hay sistema humano capaz de lograr que todas las personas se comporten siempre en forma éticamente correcta, el capitalismo, a mi juicio, es condición necesaria, aunque no suficiente, para acercarse lo más posible a la moralidad que todos deseamos impere en la sociedad.
En cambio, el socialismo es moralmente criticable en su misma raíz, porque ataca y acaba por anular la libertad, característica esencial y distintiva del hombre. El hombre es el único ser creado libre, y este valor fundamental, la libertad, no puede ser quebrantado sin grave desorden moral.
Y esto es lo que hace el socialismo, incluido el democrático, ya que la libertad sólo queda a salvo cuando el Estado se limita, en el terreno económico, a garantizar la pureza del mercado; y, en los demás aspectos de la vida, a las funciones para las que fue instituido, es decir, la defensa del territorio, la custodia del orden público y la administración de la justicia para que los ciudadanos iguales todos ante la Ley puedan ejercitar su propia libertad, sin más límite que el respeto a la libertad de los demás.
Algunos como reacción al fracaso del socialismo real dicen que si llegamos a la definitiva implantación de un sistema de economía de mercado, basado en la propiedad privada y el beneficio, nos va a faltar la referencia y el acicate de la otra concepción, la socialista, cuyo papel sería el de lograr que el capitalismo se comporte solidariamente.
No estoy de acuerdo. En mi opinión, el liberalismo para ayudar a los individuos a ser solidarios con los demás no necesita mirarse en el socialismo. Esta corriente se atribuye una ventaja moral derivada de su pretendido interés y proclamada lucha en favor de los más desfavorecidos. Pero la realidad es que estas supuestas miras altruistas del socialismo, como finalmente reconocen muchos de sus propios partidarios, no descansan más que en la propia afirmación.
Basta ver lo que en cuanto a la corrupción y los privilegios de la nomenklatura dejó al descubierto la caída del telón de acero. Desgraciadamente, como dice Julián Marías, los que han pedido el sacrificio de la libertad a cambio de la prosperidad económica, la eliminación de la pobreza y el establecimiento de la «justicia social», han destruido la libertad y de paso toda prosperidad, toda justicia, y han perpetuado la pobreza.
CÓMO AFECTAN LOS MODELOS ECONÓMICOS
¿Cabe concebir una empresa en régimen de economía colectivista, socialista, socialdemócrata, intervencionista? Desde luego, pero con resultados de eficiencia y servicio a la sociedad inversamente proporcionales al grado de injerencia estatal. Cabe, en el extremo, pensar en un sistema donde el capital de todas las empresas pertenezca íntegramente al Estado o sea de naturaleza colectiva, es decir, de todos indistintamente, que es lo mismo que de nadie.
Cabe que el Estado, propietario del capital y responsable, mediante sus funcionarios, de la dirección de las empresas, fije los objetivos. Cabe y es lo que en estos supuestos sucederá que los objetivos de estas empresas no se fijen con criterios económicos sino con los llamados «sociales», para mantener a todos los trabajadores en un pobre salario y suministrar a toda la sociedad los bienes más elementales a un bajo precio.
También puede pensarse en una situación menos drásticamente colectivista. En este segundo supuesto, la propiedad de los medios de producción y el capital de las empresas es del Estado. Son las llamadas empresas públicas, pero se establece que la actuación de sus gestores deberá conformarse a las reglas del mercado. La experiencia nos dice que este propósito será una mera declaración verbal, sin ninguna consecuencia práctica.
Los gestores de la empresa pública, sin el acicate que suponen las exigencias de rentabilidad y plusvalía por parte de los propietarios del capital, no actuarán como hombres de negocios sino a lo sumo como probos funcionarios. De aquí que el mal no está en que el capital sea público o sea privado; en teoría puede imaginarse que los gestores de empresas con capital público se comporten como los de las empresas de capital privado.
El mal está en que en la práctica no sucede así porque, entre otras cosas, los gestores, cuya capacidad y honradez profesional no discuto, se limitan a aplicar las políticas de precios, costos, o salarios dictadas por el Gobierno en méritos a los objetivos «sociales» que según ellos deben proponerse estas empresas.
El resultado es que la empresa incurre en pérdidas sin que nadie se rasgue las vestiduras ni se preocupe demasiado por ello. En el fondo todos «tiran con pólvora del rey»; nada les va en ello, porque en la función pública por debajo de los niveles de provisión política no existe la disciplina derivada del premio y castigo. Y así vemos que estas empresas acumulan pérdidas o las cubren con abultadas subvenciones de explotación con cargo a los Presupuestos del Estado.
Si estas pérdidas de las empresas públicas con sus transferencias al presupuesto, es decir, a los impuestos que pagamos todos, sirvieran para beneficiar a la sociedad, todavía podría discutirse la bondad del procedimiento, pero lo peor de todo es que con esta actuación se mantienen sectores improductivos, se dilapidan recursos escasos, se fomenta la ineficacia y la falta de competitividad de las personas y de los sectores presuntamente beneficiados, y se desarma el país ante la competencia internacional.
Para no extenderme demasiado pasaré a analizar la situación que llaman de economía mixta que podemos encontrar en muchos países y concretamente en España. Al lado de un número mayor o menor de estas empresas públicas casa de nadie existen empresas privadas que, en principio, pueden moverse de acuerdo con los criterios propios de la empresa privada.
Sin embargo, cuando el Gobierno está en manos de partidos que, llamándose socialistas, conservadores y hasta liberales porque el hábito no hace al monje piensan que el Estado debe intervenir para corregir los errores, excesos o fallos del mercado. Estas empresas privadas, constreñidas por innumerables disposiciones y regulaciones administrativas, ya no podrán desarrollar las políticas que, partiendo de la más eficiente asignación de recursos, producen los más beneficiosos resultados.
LA EMPRESA PRIVADA SUPERA TRABAS
Es cierto que el mercado tiene fallos, pero no lo es menos que la intervención estatal para corregirlos produce, por lo general, mayores daños de los que pretende corregir. De aquí que la acción estatal deba limitarse al ejercicio de su función subsidiaria; lo que excede de esto es contraproducente.
La lista de los entorpecimientos que el intervencionismo gubernamental ocasiona a las empresas privadas es inacabable. Afortunadamente, el interés propio que no es egoísmo es, en palabras de Adam Smith en La Riqueza de las Naciones, un principio tan poderoso que por sí mismo, y sin ayuda, no sólo es capaz de proporcionar riqueza y prosperidad a la sociedad, sino de sobreponerse a un centenar de trabas impertinentes con las que el desatino de las leyes humanas obstaculiza con demasiada frecuencia su ejercicio.
Sin embargo, el hecho de que la iniciativa privada, acuciada por el interés propio, sea capaz de sobreponerse a este desatinado intervencionismo gubernamental e incluso de lograr objetivos muy valiosos superando las incomprensiones y trabas derivadas del mismo, no exime de la necesidad de propugnar, por un lado, una intensa privatización de la empresa pública, siguiendo el ejemplo de los países que se han dado cuenta de que, superando la sabiduría convencional, son muchos los servicios públicos que, con más eficiencia, pueden ser prestados al público por empresas privadas.
Y por otro lado, la necesidad de hacer disminuir, hasta prácticamente anular, el intervencionismo gubernamental en la economía, procediendo a una drástica reducción del excesivo tamaño del sector público derivado del mito del Estado de Bienestar, cuya inconsistencia intrínseca y cuyos despilfarros no sólo ha quebrado técnicamente, sino que ha causado muchos más daños que bienes a quienes pretendía proteger.
Rafael Termes (19182005)
Fue presidente honorario del Instituto de Estudios Superiores de la Empresa, IESE.
Entre 1977 y 1990 presidió la Asociación Española de Banca (AEB), y ejerció como consejero del Banco Popular desde 1964.
Fue académico de número de la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras y de la de Ciencias Morales y Políticas.
Recibió, entre otras condecoraciones, la Gran Cruz de la Orden del Mérito Civil y la Encomienda con Placa de la Orden de Alfonso X El Sabio, y también fue nombrado Caballero de la Legión de Honor Francesa.
Autor de numerosos libros, entre los que destacan: El poder creador del riesgo, Capitalismo y ética, Del estatismo a la libertad. Perspectiva de los países del Este, Antropología del capitalismo: un debate abierto, Desde la libertad.
Además, dirigió la publicación del Libro Blanco sobre el papel del Estado en la economía española, en el que se apuesta por la privatización no sólo de la banca pública, sino de todas las empresas públicas que funcionan en sectores con competencia, estén en beneficios o en pérdidas, sin excluir la posibilidad del cierre de aquellos que no sean viables ni económica ni financieramente. LD (EFE) Rafael Termes Carrero, nacido en Sitges (Barcelona) el 5 de diciembre de 1918, fue presidente de la Asociación Española de Banca (AEB) entre 1977 y 1990 y ejerció como consejero delegado del Banco Popular entre 1966 y 1977, entidad de la que era consejero desde 1960.
También era profesor de Finanzas del Instituto de Estudios Superiores de la Empresa (IESE), del que fue fundador, y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y de la de Ciencias Económicas y Financieras.
Aunque era Ingeniero Industrial de carrera, comenzó a desarrollar su actividad profesional muy pronto en el terreno bancario y financiero, donde desempeñó una importante labor. Entre 1951 y 1954 fue el promotor de la entidad Credit Andorra, de la que fue consejero delegado de 1955 a 1965 y consejero de 1965 a 1970. En 1955 fue nombrado consejero regional del Banco Popular Español, cargo que desempeñó hasta 1960, cuando fue designado vicepresidente del Consejo Regional, en Barcelona; y en 1970 delegado del Consejo para el Servicio Extranjero.
En 1964 fue nombrado miembro del Consejo de Administración del Banco Popular Español. Ese año promovió la fundación del Banco Europeo de Negocios, filial del Banco Popular Español, con la colaboración de un grupo de bancos extranjeros. Dos años más tarde accedió al cargo de consejero delegado del Banco Popular Español.
En 1965 fomentó, asimismo, la creación del Instituto Español de Analistas de Inversiones, que presidió hasta 1973, cuando fue nombrado presidente honorario de esta entidad. Durante tres años, de 1970 a 1973, presidió en nombre de España la Federación Europea de Asociaciones de Analistas Financieros con sede en París, que agrupa a las asociaciones de doce países europeos.
En 1977 fue nombrado presidente de la Asociación Española de Banca Privada (AEB), primera patronal bancaria de la democracia, cargo para el que fue reelegido el 8 de febrero de 1982 y posteriormente en marzo de 1986. En 1990 decidió no presentarse a la reelección de presidente de la AEB después de haber desempeñado este cargo durante 12 años, y fue sustituido por José Luis Leal, actual presidente.