Hace unos treinta años, la publicidad repetía hasta la saciedad mensajes como éste, propugnando que sólo lo excelente, lo que destaca por su calidad, merece ser tenido en cuenta. Más aún: quienquiera que se precie debe tratar de conseguirlo a cualquier costo; sobre todo, si además de excelente es exclusivo, es decir: está al alcance de muy pocos, por la razón que sea.
En tal contexto, lo bueno a secas pasó a ser considerado vulgar, de medio pelo, ramploncillo. Así que, por ejemplo, decir que el pretendiente de una niña era «un buen chico» equivalía a sugerir que tenía escasísimos alcances. Un restaurante nunca entraría en el grupo de cabeza, por buena cocina que tuviera, si no fuera preciso reservar la mesa en él con un mes de antelación. Y muchos cifrarían su realización personal en sentirse y ser tratados como élite, por el simple hecho de pertenecer a ciertos clubes o asociaciones, poseer determinados bienes, o -por ridículo que resulte- parecerse en algo a cualquier ídolo o arquetipo del momento.
Por eso, infinidad de mensajes similares al del reloj transcrito arriba insinuaban sutilmente que el comprador de turno se vería ipso facto transformado en un yuppie de mentón cuadrado, ojos de acero, voz convincente y firme, tez bronceada, after-shave caro, tarjeta Visa Oro y PC portátil; adicto a la ensalada y el agua mineral, asiduo de las salas VIP de hoteles y aeropuertos, y trotador tempranero de sudadera holgada… o su equivalente femenino: ejecutiva estilizada, talentosa, desenvuelta, «rompedora», combativa, con poder ganado a pulso en buena lid pese a los handicaps sexistas.
La opción por la excelencia y la exclusividad a cualquier precio se produjo como reacción contra los excesos del hippismo, que menospreciaba el estilo de vida establecido por la burguesía. Pero, como ocurre siempre en los movimientos pendulares, la reacción elitista fue también extremosa. Porque exigía un esfuerzo desproporcionado costear los gastos astronómicos de su way of life, y actualizar continuamente los conocimientos y destrezas necesarios para el triunfo (aunque -dicho sea de paso- para facilitarlo se publicaron innumerables libros con títulos tan expresivos como: «Imperfecto, perfecto, pluscuamperfecto», «La excelencia, al alcance de la mano», «Llegar, ver y vencer», o «Lo que sólo tú mereces, baby»).
No es de extrañar, por eso, que en los años noventa se produjera otro movimiento pendular. Centenares de yuppies abandonaron el campo de batalla urbano (La hoguera de las vanidades) optando por una vida más humana, relajada y campesina, aun a costa de la reducción de sus ingresos. Y este «cambio descendente» (down-shifting) puso de manifiesto que la cultura de la excelencia estaba cediendo el paso a la cultura light ahora dominante.
Pero no hay que echar a vuelo las campanas. Porque el arquetipo de la nueva era es el hombre light, vitalmente instalado en el escepticismo, el relativismo subjetivista, el hedonismo, la autonomía de la voluntad y la primacía de la libertad entendida como posibilidad irrestricta de hacer lo que se quiere y no, porque se quiere, lo que se debe hacer.
Por eso el hombre light ignora en su conducta toda clase de principios. No asume compromisos vinculantes. Actúa como un eterno adolescente, colgado de sus padres y sin querer crecer, igual que Peter Pan. Camina por la vida sin más guía que el capricho y el goce material. Prefiere el feeling al thinking. Es frívolo, superficial, inconsistente, voluble, e incapaz de amar en serio aunque tenga arranques abundantes de generosa solidaridad. En suma: carece de peso específico (es realmente ligero, y hasta liviano en su peor sentido) porque está vacío. ¡Menuda joya!
Pero ello es sólo otra variante de los excesos en que desemboca arrumbar en el baúl de los recuerdos (como hicieron los hippies y los yuppies, antes del hombre light) la preocupación por conocer el ser del hombre y las exigencias que conlleva. Hay que rescatar todo ello del baúl. Pero la humanidad deberá seguir siendo paciente. Porque salta a la vista que es capaz de tropezar cien veces en la misma piedra, y que el hombre exagera una barbaridad cuando se da a sí mismo el nombre de homo sapiens-sapiens.
*Francisco Gómez Antón es profesor emérito de Política Comparada de la Universidad de Navarra. Socio fundador y Presidente honorario vitalicio de la empresa Innovation International Media Consulting Group.