El «humus» donde la persona se realiza cabalmente como tal es la familia y el «humus» de la familia es el hogar. Allí se profundiza en la intimidad y se expande el carácter relacional.
Desde esta perspectiva, que parece utópica, el hogar ha sido definido por el profesor Jacinto Choza como el lugar del amparo, del consuelo, de la compañía. Una casa de familia no es cuartel, ni colegio, ni garaje, ni tienda de electrodomésticos o de cualquier producto en la que vales en tanto tienes; no es una parroquia, una república, una democracia, ni un puzzle.
Para ser lo que se es por nacimiento, no basta con nacer; se requiere del claustro materno para desarrollar las posibilidades naturales, que provienen de la acumulación de gratuidad, de libertad y del amor. En la casa se enseña estando, acompañando, no se pierde el norte de lo esencial, porque es el clima en el que se da la capacidad dinámica de unificación y orientación del curso de la vida.
El hogar es el hábitat de la familia. Incluso una persona sola tiene que hacer del lugar donde vive un hogar, puesto que ella es existencial y esencialmente familiar nadie puede renunciar a ser hijo. Una familia es un pacto estable de una biografía amorosa, donde el modo de vivir el yo, lo da el tú. Allí se nos ofrece intimidad, no hay engaño ni ficción. Se respira el ambiente fértil del amor, del deber moral de amar, que impide de raíz, o debería hacerlo, el desencanto, el cinismo, la indiferencia, la amargura, el odio, la humillación.
Sin hogar es muy dura la interiorización, y la nostalgia metafísica «del principio» no pasa por la esperanza, sino por la desesperación, cinismo, ostentación, soledad. Casi peor, por la degradación total, vacía de significado y sentido, que se encuentran en germen en cada una de las actitudes citadas.
Sin familia el hombre queda disgregado. La experiencia global de la persona honesta es palpar que a amar se aprende sintiéndose amado y amando. Qué bellamente lo expresa Quevedo en su soneto Amor constante, más allá de la muerte: «…Cerrar podrán mis ojos la postrera sombra que me llevaré el blanco día…/ su cuerpo dejará, no su cuidado/ serán ceniza, pero tendrá sentido/ polvo será, más polvo enamorado.»
SOMOS CONTRADICCIÓN Y PARADOJA
Siempre que se trabaja desde cualquier antropología personalista, vemos cómo la contradicción responde a lo más profundo de la persona. Sabemos de su grandeza y su indigencia; su carácter relacional junto con su subsistencia y pertenencia; la capacidad de clausura y de apertura; el ser al mismo tiempo perfectible y defectible; su incomunicabilidad y su comunión.
Esas paradojas responden radicalmente a dos atributos propios y exclusivos del hombre: la irrepetibilidad e intimidad que hacen de cada persona un quién y no un qué-, y su carácter relacional, su apertura inédita hacia los otros, con los que coexiste que responde a una triple inflexión: ser-de, ser-con y ser-para.
La intimidad reclama el reconocer que la vida tiene algo de sagrado, misterioso, que supera lo que la fría técnica posibilita y explica. Significa que el recorrido de nuestro existir no es cuestión de avanzar sin más, sino que grita profundamente a la dignidad humana para avanzar sobre uno mismo, sobre aquello en lo que hemos sido constituidos, y sobre aquello en lo que anhelamos terminar.
Tema muy válido, pero igualmente frágil. Decía en ese sentido el médico humanista Juan Rof Carballo, que hay que sentir compasión de la grandeza del hombre, viendo en ello, un silbido que alerta a no funcionar sólo por las apariencias.
LA PRIMERA INTIMIDAD
La pintura de Guayasamín refleja poéticamente el sentido de la intimidad amenazada, cuando explica «he pintado como si gritara, y mi grito se ha sumado a todos los gritos que expresan la humillación y la angustia del tiempo que nos ha tocado vivir». Entre las obras del pintor recuerdo una sobre la ternura, un homenaje a su madre, según explica el propio autor, refleja que mientras él viva siempre la recordará. La primera intimidad son los vínculos naturales, de la sangre, de la propia casa, de la ciudad en la que uno nació y en la que se va viviendo.
La esencia del sentido relacional responde al descubrimiento de que cada persona es como otro yo y que hay que tratarla con la misma autenticidad. El paradigma preciso, aunque no único, de este atributo se realiza en el amor conyugal, que culmina la aspiración profundamente enraizada en el corazón del hombre de existir con alguien y para alguien y, a la vez, de saberse reconocido como el único e irrepetible.
En el matrimonio se experimenta que la radical complementariedad y la unidad no la inventan los amantes, están en cada uno y se realizan con el otro. De ahí que el amor conyugal sea el origen de la familia y precise del hábitat del hogar.
En El Mozárabe, de García Adalid, Asbag, se expresa de este modo cuando va a regresar a Córdoba su ciudad de origen: «Todo hombre lleva una ciudad inscrita en el corazón; la de los recuerdos de la infancia, la que guarda en su seno una casa, una calle, con rumores de niños jugando, olores de comida recién hecha escapando por las chimeneas, el martilleo de lluvia en los tejados, el calor del hogar en el invierno, el refugio del fuego exterior en los veranos; pregoneros mañaneros, parloteos de vecinas, riñas, canturreos y carcajadas.
Una ciudad que en cada esquina, en cada plaza, guarda el misterio del pasado y del presente; en un aroma, en un sonido, en el sol de la tarde sobre una pared; en el raro espacio del tiempo detenido, capaz de evocar el recuerdo más dulce. Para cada uno, su ciudad reserva una atmósfera cálida y hospitalaria que no podrá hallar en ninguna otra parte del mundo; que cuando se está lejos sabe presentarse en los sueños, como llamando al retorno. Y, especialmente, cuando se está en el final de la vida, viene a recordarnos en qué lugar nos aguarda un pedacito de tierra acogedora para envolver amorosamente el descanso de los huesos. Una ciudad donde resucitar una mañana, en los albores del tiempo nuevo, para correr hasta su plaza y abrazar a los seres más queridos».
ANTE LA INESTABILIDAD UN HOGAR PROTECTOR Y CREATIVO
La intimidad y el carácter relacional se proyectan en la vivienda, el lenguaje, la ropa. El hogar tendría que ayudar a no ir en chancletas en lo humano, en lo cotidiano, precisamente por crear y recrear espacios de silencio y diálogo que iluminan lo que nos habita dentro y nos enseña a escuchar y protagonizar la vida que está fuera.
La fuerza de la casa es proteger nuestros vulnerables defectos y sentidos también de tanta vulgaridad torpe que se nos oferta. Y a su vez facilitar los contornos a nuestra vida que nos hacen desplegarnos hacia fuera.
En su novela La joven de azul jacinto, Susan Vreeland, habla en dos párrafos sobre el valor de la intimidad y sobre el carácter relacional de las personas. A mi modo de ver cada uno es un homenaje a una ética del silencio exterior y de la riqueza interna.
«Y en la oscuridad, pegada a él, con su persuasiva pregunta ¿Cuál es tu momento favorito del día?, que él siempre respondía igual porque siempre pensaba lo mismo: Ahora, cuando te acaricio (…) Aquello era lo que recordaba en el dilatado instante final: con el amor se alimenta y crece en la trascendental cotidianidad».
Y también: «Lo que veía iluminado por la calidez de unos tonos dorados como la miel, era la quietud que brota de las olvidadas tareas domésticas con las que las mujeres dignifican el hogar. Supo que la paz de aquel instante sería lo más parecido al Reino de los Cielos que llegaría a conocer».
Por eso es la familia un lugar privilegiado, se emplea el lenguaje de la cercanía que todos entienden. Y si no se tiene se intuye y exige. De manera magistral lo escribe Susana Tamaro en Donde el corazón te lleve, el primer párrafo se refiere a la niñez; el segundo a la adolescencia.
«Es como si aquí, a mi lado, hubiera una parte de ti, la parte que más quiero… la parte feliz de ti… hay cosas que sólo se pueden entender a cierta edad y no antes… los temores nocturnos, contar historias con final feliz… aunque yo conocía la historia, algo cantaba en mi interior… ningún niño puede vivir sin amor, por eso nos acomodamos al modelo que nos imponen, aunque sea injusto… ¡A saber por qué las verdades elementales son las más difíciles de entender¡»
«Cuando empieza a formarse alrededor de nuestro cuerpo una coraza invisible… aunque tú me rechaces como madre, yo no te rechazo como hija…; el proceso de crecimiento, se parece un poco a las perlas, cuanto más grande y profunda es la herida, más fuerte es la coraza que se le desarrolla en el interior; proyectos, cosas por ordenar, inseguridades… la vida no es una carrera, sino un tiro al blanco…; destino, herencia, educación ¿dónde empieza una cosa y termina otra?;… entre nuestra alma y nuestro cuerpo hay muchas pequeñas ventanas y, a través de éstas, si están abiertas, pasan las emociones; si están entornadas, se cuelan apenas; tan sólo el amor puede abrirlas a todas de par en par y de golpe. Encontrar escapatorias, cuando no se quiere mirar dentro de uno mismo es la cosa más fácil de este mundo… Para elegir, quédate quieta, en silencio, y escucha a tu corazón… Y, cuando hable, levántate y ve donde él te lleve».
Se ve que el amor anuncia el futuro, y que sin él, sin familia, sin hogar, el hombre es un desterrado. La persona engendrada en indigencia biológica, necesita suplirla y superarla con el plus cultura. El hombre moldeable requiere que se le enseñe a hablar, historia, cultura, tradición y progreso. Requiere compañía.
Lo protector y lo creativo ante nuestra inestabilidad es el hogar. Es el ámbito a la vida digna para venir al mundo, para permanecer en él, y también para morir.
LA CULTURA DE LA INTERRUPCIÓN
Como señala Gertrud von Le Fort: «Hoy hay demasiado hoy», una plenitud inacabada del presente que se quiere poseer del todo y ya, lo primero que ve o que a uno le ofrecen. Falta que se le dé valor a la tradición y a la conciencia planetaria ecológica de dejar a los que vengan un futuro mejor.
Falta señorío e interiorización. Se da una especie de cultura de la interrupción, lo que supone que en cuanto el esfuerzo hiere un fin, el hombre lo abandona. (Véase aborto, infidelidad, divorcio).
Hay falta de interioridad, exceso de estrés, ambigüedad. Los antimodelos en la creación artística y en los medios de comunicación están a la orden del día. El dinero es ahora variante de la felicidad. Se confunde pobreza con vulgaridad. La imaginación es sustituida por el mimetismo. La distinción por la uniformidad o el excentricismo.
Con palabras de Magris en El Danubio: «En la existencia hay demasiado y demasiado poco, una afanosa acumulación de estorbos no esenciales, que quita el aire, y una carencia de cosas esenciales». Una de esas carencias esenciales es el oscurecimiento del valor de la familia y el hogar.
AMAR EL PROPIO HOGAR
Retomar la cultura del hogar y la cultura en el hogar es una vía asequible para solucionar el panorama. Lo natural, cuando depende de la voluntad, solo se puede llevar a cabo culturalmente. El cuidado, una buena definición de la cultura para el siglo XXI, es la condición de respeto y de mejora de los demás, y su ámbito específico es la casa.
Allí, en mi casa, al elegir me elijo. La convivencia grata crea finura de espíritu. Entonces ni la TV se convierte en la niñera electrónica ni hay huérfanos biológicos o de padres vivos. La fuerza se emplea sin rigidez, el ímpetu sin afán de dominio porque la familia es el valor permanente.
La cultura del hogar es amar la propia casa como reflejo del amor a los míos y a mí mismo. Es convertir sus tareas en dedicación exclusiva o complementaria de otros trabajos. Es vivir de amor como lo relata La pequeña crónica de Ana Magdalena Bach: «En todos los años de nuestro matrimonio, jamás pude acostumbrarme por completo a él; siempre había en mi corazón un sentimiento de asombro ante algo extraordinariamente grande que no podía comprender ni explicar, algo que para las demás gentes, aun para sus propios hijos, a pesar de la admiración que por él sentían, parecía pasar inadvertido. En el fondo de mi alma conservaba yo ese sentimiento, como una especie de suave temor que ni aun nuestro mutuo cariño pudo jamás arrojar de allí. Sebastián fue siempre demasiado grande para que yo lo pudiese abarcar ya lo noté desde nuestro primer encuentro, a pesar de que me envolvía realmente en su amor y de que el vivir junto a él había llegado a ser para mí una necesidad elemental. Me era imposible imaginarme en el mundo sin él, salvo en alguna pesadilla, de la que despertaba con un estremecimiento al sentirme sola. Me sucedió eso desde el momento en que lo conocí, y la muerte me hizo ver, con su cruel realidad, que el mundo había quedado vacío para mí».
Más sintética pero igualmente amorosa es la descripción que hace El Greco de la mujer que amó en Toledo. Se lee en la novela de Vintila Horia Un sepulcro en el cielo, y dice así: «Jerónima de las Cuevas, dueña de lo entrañable».
Usando la libertad personal para el bien, la verdad y la belleza, la persona se forja en el hogar, con el ritmo analógico de la unidad en la diferencia. «El regalo más preciso que me hizo el matrimonio dirá C.S. Lewis en Una pena en observación fue brindarme un choque constante con algo muy cercano e íntimo, pero al mismo tiempo indefectiblemente otro y resistente, real, en una palabra». El trabajo en la casa, esforzado, oscuro y oculto, se refleja en el sentido de fiesta cuando todos lo hacen y todos lo valoran. Y a eso hay que aprender. De esta manera, el clima alegre y las fiestas familiares no son paréntesis, ni huida, sino culminación y reflejo de las aspiraciones grandes.
La belleza en la casa es la captación del detalle, porque lo contrario al buen gusto no es el mal gusto, sino el no tener gusto.
La atención a los otros, a los míos, recupera la importancia de la confianza personal, estableciendo conexiones muy naturales y entrañables porque acompañan al proceso mismo de la vida. Preparar una comida, hacer una limpieza, lavar… son tareas destinadas a lo natural y elemental. Pero, y esto es importante, no son procesos sólo fatigosos, necesarios, repetitivos, aburridos, sino creadores de urdimbre humanizadora, base para realizar la auténtica cultura. Viviéndolos activa y pasivamente, como en colaboración familiar, fraternal, cuidadosa, y también aprovechando la técnica, no se desarrolla la mala larva de la inseguridad en las personas.
«¡Yo aspiro a no ser nunca!» exclama el poeta, y esa es la meta del ser personal, el amor infinito que se fortalece en el vivero del hogar. Es cosa de cada uno y de todos. Es la real realidad de la vida humana.