Hasta hace relativamente poco tiempo, se entendía por cultura lo que dice el Diccionario de la Real Academia Española (1ª acepción), a saber, el «resultado del cultivo de las facultades intelectuales del hombre y del afinamiento de su sensibilidad»; una especie de plano superior al que sólo se accede con esfuerzo, superando gradualmente la vulgaridad, es decir, la condición común del vulgo o gente de a pie.
La Grecia clásica definió la vulgaridad como aperiokalia, que literalmente significa desconocimiento de lo bello o falta de gusto. Finísima intuición de su genio esteticista porque, de a-cuerdo con tal definición, la superación de la vulgaridad dependería de la capacidad para percibir la belleza. Y ésta, el pulchrum, es, como dice C. Balmaseda, nada menos que «el resplandor del Ser» en la forma y, por lo tanto, al igual que el verum y el bonum, una vía de aproximación a Él. Por eso, se dice con razón que la vulgaridad consiste en pasar junto a la belleza sin siquiera darse cuenta. Entiendo perfectamente a Urbina cuando afirma que le resulta imposible fiarse de las personas a las que la belleza no les dice nada.
Así pues, desde siempre, cultura y mal gusto eran incompatibles. Pero han dejado de serlo hace unas pocas décadas, con el advenimiento del denominado multiculturalismo, que entiende la cultura como el «conjunto de modos de vida, costumbres y conocimientos de una época o grupo social» (DRAE, 4ª acepción) y, de acuerdo con el relativismo dominante, proclama la igualdad de todas las culturas, puesto que ninguna puede pretenderse superior a las demás y todo vale. De manera que todas han de ser respetadas por igual, sin descalificaciones ni entrecomillados, cualquiera que sea su naturaleza.
Por eso, hoy en día, cualquier modo de vida se abre paso viento en popa, con tal de que enarbole en su estandarte lo que lo hace irrefutable, a saber, el nombre de cultura, sea cual sea su apellido y por deleznable que resulte la objetiva calidad de lo que ampara. Ahí está el problema: en que cualquier basura o atrocidad puede ser presentada como normal y respetable, por el simple hecho de serlo en un grupo o grupúsculo cualquiera. No se trata, por tanto, de una cuestión semántica, sin más.
Así que la cultura se ha visto desplazada por toda una avalancha de «culturas» adjetivadas, de naturaleza dudosa cuando menos. Porque a la cultura le ocurre lo mismo que a la democracia: cuando se adjetiva se degrada. La auténtica democracia se llama así sin más. La democracia «popular» es dictadura disfrazada; la «orgánica», un pastiche; la «asamblearia», un híbrido impresentable; y la «de transición», una coartada de la corrupción. De modo similar, la cultura propiamente dicha se llama cultura sin más. Y nada tiene que ver con ella, ni puede aceptarse como tal aunque se llame así, lo contrario a la naturaleza o al buen sentido. La antropofagia no deja de serlo aunque se considere «cultura zulú»; ni la violencia, aunque sea parte sustancial de la «cultura punk»; ni la ignorancia o superficialidad de los conocimientos sobre el ser del hombre pueden justificarse como «cultura mediática», «de masas» o «audiovisual».
Una vez más, la simple manipulación de un término lingüístico ha surtido efectos asombrosos. Pese a que a simple vista nuestra sociedad parece preocupantemente inculta en múltiples aspectos, resulta que hoy todo es cultura o, al menos, se autodenomina, se defiende, se acepta y se respeta como tal.
Pero no es sólo eso. Como la lectura socialmente correcta de la nueva realidad es imposible con determinados términos acuñados al dictado de principios ya obsoletos, se ha hecho preciso renovar a fondo el vocabulario. Y así por ejemplo, por lo que se refiere a la nueva «cultura matrimonial» (¿?), se han suprimido todos aquellos términos cargados de connotaciones negativas (amante, querida, barragana) y sustituido «esposa» o «esposo» por otros aplicables indistintamente a cualquier tipo de relación: «pareja», «compañera(o) sentimental» o, rizando el rizo de la ambigüedad, «the significant other» con que algunas invitaciones yankees designan al acompañante del invitado dejando abierta la posibilidad de que sea otro caballero, una señorita intercambiable, una cabra tibetana, o incluso, en casos límite, su legítima esposa ¡Vivir para ver!