Padre y madre son, por naturaleza, los primeros e irrenunciables educadores de su hijos. Su misión, no fácil, está llena de contrastes en apariencia irreconciliables: deben comprender, pero también exigir; respetar la libertad de los hijos, pero a la vez guiarles y corregirles; ayudarles en sus tareas, pero sin sustituirlos ni evitarles el esfuerzo formativo y la satisfacción que el realizarlas lleva consigo De ahí que los padres tengan que aprender a serlo por sí mismos. En ningún oficio la capacitación profesional comienza cuando el aspirante alcanza puestos de relieve y tiene entre manos encargos de alta responsabilidad. ¿Por qué en el «oficio de padres» debería ser de otra forma? ¿Acaso porque se trata más de un arte que de una ciencia? De acuerdo, pero en ningún arte bastan la inspiración y la intuición; es menester también instruirse, formarse.
En cualquier caso, aprender este «oficio» no consiste en proveerse de un conjunto de recetas o soluciones inmediatamente aplicables a los problemas. Tales recetas no existen. Existen, por el contrario, principios o fundamentos de la educación, que iluminan las distintas situaciones: los padres deben conocerlos a fondo, hasta hacerlos pensamiento del suyo y vida de su vida, para con ellos encarar la práctica diaria.
Teniendo esto claro, y sin demasiadas pretensiones, ofrezco un memorándum, lo más accesible y concreto posible, de los principales criterios y sugerencias sobre «el arte de las artes».
EL AMOR EN TRES DIRECCIONES
1) Querer querer
Lo primero que los padres necesitan para educar es un verdadero y cabal amor a sus hijos.
Según escribe G. Courtois en El arte de educar a los muchachos de hoy, la educación requiere, además de «un poco de ciencia y de experiencia, mucho sentido común y, sobre todo, mucho amor». Con otras palabras, es preciso dominar algunos principios pedagógicos y obrar con sentido común, pero sin suponer que baste aplicar una bonita teoría para obtener seguros resultados.
¿Por qué? Entre otros motivos, porque «cada niño es un caso» absolutamente irrepetible, distinto. Ningún manual es capaz de explicarnos ese «caso» concreto. Hay que aprender a modular los principios a tenor del temperamento, edad y circunstancias en que se encuentren los hijos.
Sólo el amor permite conocer a cada uno tal como es hoy y ahora y actuar en consecuencia: concediendo la parte de verdad que encierra el dicho de que «el amor es ciego», resulta mucho más profundo y real sostener que es agudo y perspicaz, clarividente; y que, tratándose de personas, sólo un amor auténtico capacita para conocerlas con hondura.
De hecho, el amor enseñará a los padres a descubrir el momento más adecuado para hablar y para callar; el tiempo para jugar con los niños e interesarse por sus problemas sin someterlos a interrogatorios y el de respetar su necesidad de estar a solas; las ocasiones en que conviene «soltar un poco de cuerda» y «no darse por enterados» frente a aquellas otras en que procede intervenir con decisión e incluso con resuelta viveza
Y, su trabajo profesional buscaba en una tienda de juguetes un regalo para su niño: pedían algo que lo divirtiera, lo mantuviese tranquilo y, sobre todo, le quitara la sensación de estar solo. Una dependiente inteligente les dijo: «lo siento, pero no vendemos padres».
2) Que los hijos vean cariño
Lo primero que el hijo necesita para ser educado es que sus padres se quieran entre sí.
«Hacemos que no le falte de nada, estamos pendientes hasta de sus menores caprichos, y sin embargo». A menudo oímos expresiones como esta, de tantos padres que se vuelcan aparentemente sobre sus hijos alimentos sanos, reconstituyentes, juegos, vestidos de marca, vacaciones, diversiones, etcétera, pero se olvidan de lo más importante que precisan los hijos: que los propios padres se amen y estén unidos.
El cariño mutuo de los padres trae a los hijos al mundo. Y ese mismo afecto recíproco debe completar la tarea comenzada, ayudando al niño a alcanzar la plenitud y la felicidad a que se encuentra llamado. La educación, es el complemento natural de la procreación, y debe sustentarse por las mismas causas el amor de los padres que engendraron al hijo.
Desde hace siglos se ha dicho que, al salir del útero materno, el niño reclama imperiosamente otro «útero» y otro «líquido», sin los que no podría crecer y desarrollarse; los que originan sus padres al quererse de veras.
Por eso, cada cónyuge debe engrandecer la imagen del otro ante los hijos y evitar cuanto pueda hacer disminuir el cariño. Desde que los hijos son muy pequeños, además de manifestar prudente pero claramente el afecto que los une, los padres buscarán no hacerse reproches mutuos delante de ellos, no permitir uno lo que el otro prohíbe, evitar dar al niño recomendaciones aberrantes como: «esto no se lo digas a papá (o a mamá)», etcétera.
3) Enseñar a querer
El principio radical de la educación es que los padres se quieran entre sí y, como fruto de ese amor, que quieran de veras a sus hijos; el fin de esa educación es que los hijos, a su vez, aprendan a querer, a amar.
Según explica Rafael Tomás Caldera, «la verdadera grandeza del hombre, su perfección, por tanto, su misión o cometido, es el amor. Todo lo otro capacidad profesional, prestigio, riqueza, vida más o menos larga, desarrollo intelectual tiene que confluir en el amor o carece en definitiva de sentido» e incluso, si no se encamina al amor, puede resultar perjudicial.
La entera tarea educativa de los padres ha de dirigirse a incrementar la capacidad de amar de cada hijo y a evitar cuanto lo torne más egoísta, cerrado y pendiente de sí, menos capaz de descubrir, querer, perseguir y realizar el bien de los otros.
Solo así contribuirán eficazmente a hacerlos felices, puesto que la dicha como muestran desde los filósofos más clásicos hasta los más certeros psiquiatras contemporáneos no es sino el efecto no buscado de engrandecer la propia persona, de mejorar progresivamente: y esto sólo se consigue amando más y mejor.
OTRAS SIETE SUGERENCIAS
4) El mejor educador es el ejemplo
Los niños tienden a imitar actitudes de los adultos, en especial de los que quieren o admiran. Jamás pierden de vista a los padres, los observan de continuo, sobre todo en los primeros años. Ven cuando no miran y escuchan incluso cuando están súperocupados jugando. Poseen una especie de radar, que intercepta todos los actos y palabras de su entorno.
Por eso los padres educan o deseducan, ante todo, con su ejemplo.
Además, el ejemplo posee un insustituible valor pedagógico, de confirmación y de ánimo: no hay mejor modo de enseñar a un niño a tirarse al agua que hacerlo con él o antes que él. Las palabras vuelan, pero el ejemplo permanece, ilumina las conductas y arrastra.
En el extremo opuesto la incongruencia entre los consejos y el ejemplo es el mayor mal que un padre o una madre pueden infligir a sus hijos: sobre todo a determinadas edades, cuando el sentido de la «justicia» se encuentra en los chicos rígidamente asentado, sobre-desarrollado y dispuesto a enjuiciar con excesiva dureza a los demás.
5) Animar y recompensar
El niño es muy receptivo. Si se le repite con frecuencia que es un maleducado, un egoísta, que no sirve para nada, se lo creerá y será verdaderamente maleducado, egoísta, e incapaz de realizar tarea alguna «aunque no fuera sino para no defraudar a sus padres». Es mejor que tenga un poco de excesiva confianza en sí mismo, que demasiado poca. Y si lo vemos recaer en algún defecto, resultará más eficaz una palabra de ánimo que echárselo en cara y humillarlo.
Mostrarle que confiamos en sus posibilidades es un gran incentivo; el pequeño como, cualquier ser humano se siente impulsado a llevar a la práctica la opinión positiva o negativa que de él se tiene y a no defraudar nuestras expectativas.
Cuando hace una observación correcta, incluso opuesta a la que acabamos de comentar o sugerir, no hay que temer darle la razón. No se pierde autoridad; al contrario, la ganamos, puesto que no la hacemos residir en nuestros puntos de vista, sino en la verdad objetiva.
Al animar y elogiar es preferible estar más atentos al esfuerzo hecho que al resultado obtenido. No se debe recompensar al niño por cumplir un deber o por haber tenido éxito en algo, si conseguirlo no le supone un empeño muy especial. Un regalo por unas buenas calificaciones es deformante, haberlas obtenido y demostrarle nuestra alegría por ello, deberían ser premio suficiente para el niño.
No es bueno multiplicar sin mesura las gratificaciones, porque actuará no por lo que en sí mismo es bueno, sino por la recompensa. Y además, porque cuando falten, se sentirá decepcionado: premiar reiteradamente lo que no lo merece, equivale a transformar en un castigo todas las situaciones en que esa compensación esté ausente.
Conviene no olvidar una ley básica: educar a alguien no es hacer que siempre se encuentre contento y satisfecho, por tener cubiertos todos sus caprichos o deseos, sino ayudarle a sacar de sí (e-ducir), con el esfuerzo imprescindible por nuestra parte y la suya, toda esa maravilla que encierra en su interior y que lo encumbrará hasta la plenitud de su condición personal haciéndolo, en consecuencia, muy dichoso.
6) Ejercer la autoridad sin forzarla ni malograrla
Para educar no son suficientes el cariño, el buen ejemplo y los ánimos; también es preciso ejercer la autoridad, explicando en la medida de lo posible, las razones que nos llevan a aconsejar, imponer, reprobar o prohibir una conducta determinada.
La educación al margen de la autoridad, se presenta hoy como una breve moda fracasada y obsoleta, contradicha por aquellos mismos que la sufrieron. El niño necesita autoridad y la busca. Si no encuentra a su alrededor una señalización y una demarcación, se torna inseguro o nervioso. Incluso cuando juegan entre ellos, los niños inventan siempre reglas que no deben ser transgredidas.
Todos sabemos lo antipáticos, molestos y tiránicos que son los hijos ajenos, cuando están malcriados, habituados a llamar la atención y a no obedecer cuando no tienen ganas. Pero tratándose de los propios, es más difícil un juicio lúcido. No se sabe bien si imponerse o abajarse a pactar y dejar hacer, para no correr el riesgo de una escena en público, o acabar la cuestión con una explosión de ira y una regañina (que después deja más incómodos a los padres que al niño).
Tras esta inseguridad, hay siempre una extraña mezcla de miedos y prevenciones. El horror a perder el cariño del chiquillo, el temor a que corra algún riesgo su incolumidad física, el pavor a que nos haga quedar mal o nos provoque daños materiales.
En definitiva, aunque no lo advirtamos ni deseemos, nos queremos más a nosotros mismos que al chico o chica, anteponemos nuestro bien al suyo. Si por encima de tantos temores prevaleciera el deseo sincero y eficaz de ayudarlo a reconocer los propios impulsos egoístas, la codicia, pereza, envidia, la crueldad, etcétera, no existiría esa sensación de culpa cuando se le corrige utilizando el propio ascendiente.
Es menester reiterar de modo claro y neto la imposibilidad de educar sin ejercer la autoridad (que no es autoritarismo) y exigir la obediencia aunque no este de moda, desde el momento en que los niños empiezan a entender lo que se les pide. Es importante que los padres, explicando siempre los motivos de sus decisiones, les indiquen lo que deben hacer o evitar, sin olvidar sus órdenes, ni permitiendo que se les opongan abiertamente.
Como consecuencia, un criterio básico en la educación del hogar es que deben existir muy pocas normas, muy fundamentales y nunca arbitrarias, lograr que siempre se cumplan y dejar una enorme libertad en todo lo opinable, aun cuando las preferencias de los hijos no coincidan con las nuestras: ¡ellos gozan de todo el «derecho» a llegar a ser aquello a lo que están llamados y nosotros no tenemos ninguno a convertirlos en una réplica de nuestro propio yo!
A veces se prohíbe algo sin saber bien por qué, si encierra algo malo, sólo por impulso, por las ganas de estar tranquilos o porque uno se siente nervioso y todo le molesta. Se compromete así, sin necesidad, la propia autoridad, abusando de ella y se desconcierta a los chicos, que no saben por qué hoy está vedado lo que ayer se permitía. Cualquier niño sano requiere movimiento, juego inventivo y libertad.
La convicción del niño de que nunca hará desistir a los padres de las órdenes impartidas posee extraordinaria eficacia, y ayuda a calmar las rabietas o a que no se produzcan. (Lo más opuesto, como ya he insinuado, es repetir veinte veces la misma orden lávate los dientes, dúchate, vete ya a dormir sin exigir que se cumpla de inmediato: provoca enorme desgaste psíquico, tal vez sobre todo a las madres, que pasan buena parte del día bregando con los críos, al tiempo que disminuye o elimina la propia autoridad).
Vale la pena estar atentos al modo como se da una indicación. Quien ordena secamente o alzando la voz sin motivo, trasluce nerviosismo y poca seguridad. Un tono amenazador suscita con razón reacciones negativas y oposiciones. Demos las órdenes o, mejor, pidamos por favor, con actitud serena y confiando claramente en que vamos a ser obedecidos. Reservemos los mandatos estrictos para las cosas importantes. Para las demás es preferible utilizar una forma más blanda: «¿serías tan amable de?», «¿podrías, por favor?», «¿hay alguno que sepa hacer esto?». De este modo, se estimulará a los críos a realizar elecciones libres y responsables, y se les dará ocasión de actuar con autonomía e inventiva, de sentirse útiles y experimentar la satisfacción de tener contentos a sus padres.
A veces es necesario pedir al hijo un esfuerzo mayor del acostumbrado; convendrá entonces crear un clima favorable. Si, por ejemplo, el cónyuge está particularmente cansado o con jaqueca, hable a solas con el niño y dígale: «Mamá (o papá) tiene un fuerte dolor de cabeza; por eso, esta tarde te pido un empeño especial para hacer el menos ruido posible». Quizá sea oportuno darle una ocupación, y dirigirle una mirada cariñosa o una caricia, de vez en cuando, para recompensar sus desvelos sin olvidar que en este, como en los restantes casos, hay que arreglárselas para que el niño lo cumpla.
Firmeza, por tanto, para exigir la conducta adecuada, pero dulzura extrema en el modo de sugerirla o reclamarla.
7) Reprimendas y castigos
Los ánimos y recompensas normalmente son insuficientes para una sana educación. Un reproche o castigo de la manera oportuna, proporcionada y sin arrepentimientos injustificados, contribuirá a formar el criterio moral del muchacho.
Sensata e inteligente debe ser la dosificación de reprimendas y castigos. La política del «dejar hacer» es típica de padres débiles o cómplices. La «manga ancha» viene dictada a menudo por el temor de no ser obedecido o por la comodidad («haz lo que quieras, con tal de dejarme en paz») no son sino otros tantos modos de amor propio: de preferir el propio bien (no esforzarse, no sufrir al demandar la conducta correcta) al de los hijos.
Pero resultaría pedante, o incluso neurótico, un continuo y sofocante control de los chicos, regañados y castigados por la más mínima desviación de unos cánones despóticos.
Para que una reprensión sea educativa ha de resultar clara, sucinta y no humillante.
Hay por tanto que aprender a regañar de manera correcta, explícita, breve, y después cambiar el tema de la conversación. No se debe exigir que el hijo reconozca de inmediato el propio mal y pronuncie un mea culpa, sobre todo si están presentes otras personas (¿lo hacemos los adultos?). Convendrá también elegir el lugar y momento pertinente para reprenderle; a veces será necesario esperar a que haya pasado el propio enfado, para poder hablar con la debida serenidad y mayor eficacia.
Antes de dar un castigo, conviene estar bien seguros de que el niño era consciente de la prohibición o del mandato. Naturalmente, hay que evitar no solo que la sanción sea el desahogo de la propia rabia o malhumor, sino también que tenga esa apariencia. Tratándose de fracasos escolares, conviene saber juzgar si se deben a irresponsabilidad o a limitaciones difícilmente superables.
Cuando se reprenda es menester huir de las comparaciones: «Mira cómo obedece y estudia tu hermana». Las confrontaciones sólo engendran celos y antipatías.
Tener que castigar puede y debe disgustarnos, pero a veces es el mejor testimonio de amor que cabe ofrecer a un hijo: el amor «todo lo sufre», cabría recordar con San Pablo, incluso el dolor de los seres queridos, siempre que tal sufrimiento sea necesario. Ningún temor, por tanto, a que una corrección justa y bien dada disminuya el amor del hijo respecto a los padres. A veces se oye responder al muchacho castigado: «¡No me importa en absoluto!». Puede entonces decirle, con toda la serenidad de que sea capaz: «No es mi propósito molestarte ni hacerte padecer».
8) Educar en positivo
Nuestra sociedad bombardea a los niños con un conjunto de eslóganes y frases que transmiten «ideales» no siempre acordes con una visión adecuada del ser humano, e incapaces de hacerlos dichosos. La solución no es un régimen policial, compuesto de controles y castigos. Se requiere que los hijos interioricen y hagan propios los criterios correctos, que formen su conciencia y aprendan a distinguir claramente lo bueno de lo malo.
Y para ello no basta decirles: «¡Esto no está bien!» o, menos todavía, «¡Esto no me gusta!». Se corre el riesgo de transformar la moral en un conjunto de prohibiciones arbitrarias, sin fundamento. Por el contrario, es muy importante «educar en positivo»; equivale, en mi opinión, a mostrar la belleza y la humanidad de la virtud alegre y serena, desenvuelta y sin inhibiciones. Para lograrlo hay que esforzarse por vivir la propia vida con todas sus contrariedades, como una gozosa aventura que vale la pena componer cada día. En tales circunstancias, al descubrir la hermosura y la maravilla de hacer el bien, el niño se sentirá atraído y estimulado para obrar correctamente.
Además, es importante enseñarle a comprender lo decisiva que es la intención para determinar la moralidad de un acto, y ayudarlo a preguntarse el porqué de un determinado comportamiento. A tenor de sus respuestas, se le hará ver la posible injusticia, envidia, soberbia, etcétera, que lo ha motivado.
Para formar la conciencia puede también ser útil comentar con el niño la bondad o maldad de situaciones y hechos de los que tenemos noticia y sugerirle la práctica del examen de conciencia personal al término del día, acaso ayudándole en los primeros pasos a hacerse las preguntas adecuadas. A medida que crece, hay que dejarle tomar con mayor libertad y responsabilidad sus propias decisiones y en su caso, explicándole brevemente el porqué.
9) Evitar concesiones inoportunas
Se malcría a un niño con desproporcionadas o muy frecuentes alabanzas, con indulgencia y condescendencia a sus antojos. Se lo maleduca también convirtiéndolo a menudo en el centro del interés de todos, y dejando que él determine las decisiones familiares. Un pequeño rodeado de excesiva atención y de concesiones inoportunas, una vez fuera del ámbito de la familia se convertirá, si posee un temperamento débil, en una persona tímida e incapaz de desenvolverse por sí misma. Si tiene un temperamento fuerte, se transformará en un egoísta, capaz de servirse de los otros o de llevárselos por delante.
Por eso, frente a los caprichos de los niños no se debe ceder: habrá simplemente que esperar a que pase la pataleta, sin nerviosismos, manteniendo una actitud serena, casi de desatención, y, al mismo tiempo, firme. Y esto, incluso o sobre todo cuando «nos pongan en evidencia» delante de otras personas: su bien (¡el de los hijos!) debe ir siempre por delante del nuestro.
10) Educar la libertad
En este ámbito, la tarea del educador es doble: hacer que el educando tome conciencia del valor de la propia libertad, y enseñarle a ejercerla correctamente.
Pero no es fácil entender a fondo qué es la libertad y su estrecha relación con el bien y el amor. ¿Quién es auténticamente libre?: el que, una vez conocido, hace el bien porque quiere hacerlo, por amor a lo bueno. Al contrario, va «perdiendo» su libertad quien obra de manera incorrecta. Un hombre puede quitarse la vida porque es «libre», pero nadie diría que el suicidio lo mejora en cuanto persona o incrementa su libertad. Educar en la libertad significa ayudar a distinguir lo que es bueno (para los demás y, como consecuencia, para la propia felicidad), y animar a realizar las elecciones consiguientes, siempre por amor.
Conceder con prudencia una creciente libertad a los hijos contribuye a hacerlos responsables. Una larga experiencia de educador permitía afirmar a San Josemaría Escrivá: «Es preferible que [los padres] se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre».
En definitiva, igual que antes afirmaba que el objetivo de toda educación es enseñar a amar, puede también decirse pues en el fondo es lo mismo que equivale a ir haciendo progresivamente más libre e independiente a quienes tenemos a nuestro cargo: que sepan valerse por sí mismos, ser dueños de sus decisiones, con libertad y total responsabilidad.