Hace muy poco una encuesta reveló que 82% de la población mexicana considera al empresario un enemigo… Grave asunto. ¿Quién genera la riqueza? ¿quién da trabajo? ¿quién arriesga su capital y su salud… Y, sin embargo, en la película social sólo le conceden el papel de desalmado.
Ciertamente influye la mala fama que le ha adjudicado desde hace muchos años la educación socialista y de reivindicación de clase, pero aún así, los propios empresarios llevan buena parte de culpa, pues durante tantos lustros se ocuparon sólo de ellos, de formar su patrimonio, de dar lo mejor a sus hijos, y… poco más. La responsabilidad social era un bien escaso en nuestro país.
Durante los gloriosos años del desarrollo sostenido, el país crecía continuamente y bastaba trabajar en serio para tener éxito, todo estaba por hacer. Pero la mayoría de los empresarios actuaba con la lógica de la economía liberal, fría cual hoja de cuchillo. Algunos ideaban subterfugios para acallar su conciencia, como aquel, notoriamente injusto con sus empleados, que se ufanaba porque ayudaba a sostener un orfanato. Más fácil, daba lo que quería y, al menos allí, lo consideraban un «gran hombre». En cambio, decía, «si me involucro con mis empleados, si doy un poquito mi brazo a torcer, querrán más y más, nunca será suficiente, porque esta gente siempre trae broncas».
Después comenzaron las dificultades, la apertura de los mercados clausuró el paraíso. Ahora, tras muchos avatares, parece que muchos hombres de negocios levantaron la mira y piensan con mayor amplitud. Se va entendiendo que la empresa, posee algo así como una ecología, una naturaleza que hace que ciertas conductas la favorezcan y otras la degraden o incluso aniquilen.
Cuando en istmo insistimos tanto en los valores, en el actuar ético, es porque sabemos que es el camino para la justicia y el crecimiento, que permite una convivencia más ordenada y no sólo para ventaja para algunos; pero debe fundarse en la razón, no en la voluntad ni el capricho. Muchos todavía se preguntan, qué es. Siguen atados al lamentable refrán de «el que no transa no avanza».
La ética en los negocios es una disciplina profesional, un instrumento civilizador, no un discurso de conveniencia. Sin embargo, cuesta que embone con el mundo contemporáneo, el estilo de vida es consumista, permisivo y relativista. Se le desprecia porque se le asocia con las prohibiciones, y a la vez, nadie duda de su importancia, ¿a quién le gusta que lo consideren ladrón, desalmado, deshonesto? A nadie. ¿Cómo explicar estas reiteradas contradicciones?
Juan Manuel Elegido, el profesor que ocupa la portada, ha estudiado muchos años la ética empresarial. Vive en Nigeria, y con el cúmulo de experiencias y la percepción de los hechos, se cuida mucho de recetar fórmulas o de moverse con base en la casuística. Busca más bien aquellos principios que puedan dar luz que desaten un proceso en el que deben colaborar muchos.
Como cada empresa es un modelo distinto, deberá encontrar en su propia identidad, el código o credo con el que se comprometerá, porque además, depende principalmente de los directivos que se haga vida o sea un adorno hipócrita.