Hoy en día aceptamos la democracia como una de las mejores formas de gobierno. Es muy difícil, casi imposible, que alguien niegue o contradiga el valor de una vida política pública organizada a partir de la representación de las mayorías por parte de algunos funcionarios del Estado que han sido elegidos libremente por ellas mismas, así como la idea de que las decisiones públicas deben contener los intereses de todos los posibles afectados por ellas.
En más de un sentido, la transición a la democracia que ha vivido o está viviendo la mayoría de las sociedades actualmente es un avance en términos civilizatorios. Sin embargo, eso no la exime de ser una forma de gobierno con problemas. En este breve artículo me propongo mostrar un avance y un retroceso que ha traído consigo el desarrollo de la democracia, en torno al importante fenómeno sociocultural de la aparición de las minorías a partir de la segunda mitad del siglo XX, para la conformación de comunidades políticas incluyentes y simétricas.
CIUDADANO ÚNICO RESPONSABLE DE SU HISTORIA
La democracia tal y como la conocemos hoy implica por lo menos dos aspectos: por un lado, la delegación del poder por parte de los ciudadanos a un grupo de representantes que ellos han elegido mediante procedimientos públicos y transparentes con el objetivo de que se ocupen de la ardua labor de la organización de la vida en común dentro de un Estado- nación. Y por otro, la idea de que las decisiones públicas se toman de acuerdo con la voz de la mayoría.
Vista de esta manera, la democracia es una creación de la modernidad. Su aparición tiene como base la transición del teocentrismo, desde el cual estaban organizadas las ciudades medievales, al antropocentrismo, desde el cual lo estarán los Estados modernos a partir del siglo XVIII. Esta forma de gobierno sólo fue posible gracias a la centralidad que el individuo adquirió como principio rector tanto de conocimiento como de una moral guiada ya no por principios religiosos derivados de la verdad revelada, sino exclusivamente por un deber ser aceptado de manera estrictamente racional.
A lo largo del siglo XVIII se va perfilando una característica del hombre que será clave para el desarrollo de la democracia moderna: ser ciudadano. A partir de ella se comienza a abrir el ámbito de la política: de ser una actividad de la que sólo se ocupaban aquellos privilegiados por pertenecer a algún grupo de poder -presumiblemente al clero o a la corona-, a ser el corazón de la vida pública de la que ha de ocuparse el pueblo, el demos.
De aquí en adelante será el hombre, visto como ciudadano, el único ser en quien descansa la posibilidad, deber y responsabilidad de la organización social y el devenir de la historia, de su propia historia.
En este contexto, los hombres de letras y los de política -que no necesariamente están separados- concibieron al hombre medieval como un ser pasivo, en «minoría de edad» y al moderno como un ser activo cuya «mayoría de edad» se veía reflejada en haber salido de la interioridad del hogar al ámbito público para hacer política y responsabilizarse de su propio destino.
CIUDADANÍA, UN LARGO PROCESO
Pero la idea de demos como pueblo, es decir, como la mayoría de los ciudadanos que, en tanto que iguales, tienen la posibilidad de depositar su voluntad política particular a favor de una voluntad supraindividual que representará sus intereses, no surge de manera espontánea. El movimiento de apertura hacia la publicidad de la vida política a través de la idea de ciudadanía es parte de un proceso que comienza en el siglo XVIII con la propuesta fisiócrata de que ciudadano es todo aquel que sea propietario de una porción de tierra.
Más tarde, Sieyés, guiado por el liberalismo de Adam Smith, propone que ciudadano es todo aquel que trabaja y paga impuestos, hasta que en el artículo 25 de la convocatoria a los Estados Generales se establece que ciudadano es todo aquel francés naturalizado, mayor de 25 años, con domicilio fijo e inscrito en el padrón fiscal. Personajes como los delincuentes o los pordioseros quedaron fuera de la noción de ciudadanía por no cumplir con los requisitos que implica la definición establecida en el artículo 25 de la convocatoria.
Pero lejos de que esto sea un simple criterio de exclusión –como lo leería la escuela de la sospecha– se trata de la formación de una concepción del espacio público inexistente en épocas anteriores. Es decir, sólo puede ser parte de la vida pública e influir en las decisiones políticas aquel que de alguna manera aporta algo a la totalidad de la sociedad; no sólo en términos económicos, sino en términos del funcionamiento de la nueva república democrática.
Por otro lado, la idea de voluntad general también sufrió transformaciones hasta ser entendida como la voz de la mayoría. La idea de democracia tiene un matiz evidencial; esto es, concibe a la vida pública como una construcción social que no es más que el resultado de la evidencia de los intereses generales.
Hasta la Revolución Francesa estos intereses son entendidos como los de la totalidad del pueblo, pues desde la fisiocracia el interés general era evidenciado por los letrados, quienes interpretaban los intereses particulares que el pueblo, en tanto populacho, no podía definir claramente. Así, es con la revolución burguesa de 1789 que las ideas de ciudadanía y de política están construidas desde el gran paradigma de la igualdad que intenta incluir la totalidad de los intereses de los distintos grupos de ciudadanos que han de ser representados en el Estado1.
Ya sea a partir de la representación o de la voz de las mayorías, la democracia, tal como la conocemos hoy, se basa en la idea de igualdad: todos los sujetos pertenecientes a la sociedad tienen el derecho de ser representados para que su voz sea la que perfile las decisiones a partir de las cuales se organizará el todo social. Este ha sido el gran avance del modelo democrático: el intento de inclusión de todos los grupos minoritarios que conforman la mayoría de la sociedad.
Pero para que una democracia funcione ambos aspectos deben armonizarse óptimamente, pues con la pura representación y sin la idea de la voz de las mayorías no tendríamos más que una lucha sin fin de intereses dentro de las instituciones del Estado, mientras que con la pura voz popular sin mediaciones representativas de las voces de las minorías resultaría un bullicio público sin pies ni cabeza. Uno de los problemas más importantes en las democracias contemporáneas es justamente la falta de equilibrio entre los aspectos mencionados.
LA VOZ DE LAS MINORÍAS
Sobre todo a partir de los años setenta ha habido una explosión de movimientos minoritarios –negro, étnico, lésbico-gay, feminista, entre otros- que, lejos de festejar la victoria de igualdad que Occidente logró a partir de la modernidad, han ensalzado el ideal de la diferencia. Se trata de grupos que, no sin razón, se han asumido como excluidos de los privilegios de los procesos de modernización y han criticado fuertemente la noción moderna de igualdad por ser una idea que, lejos de incluir a todos y cada uno de los miembros de la sociedad, ha salvaguardado los derechos de cierto tipo de miembros, a saber, hombres, blancos, liberales, heterosexuales.
Nadie podría negar la importancia de la inclusión de las minorías en la constitución actual de las sociedades si éstas quieren tener un perfil democrático. Además de que la lucha emprendida por estas minorías ha tenido buenos resultados: inclusión de las mujeres al padrón electoral, mejora en las condiciones de trabajo tanto para mujeres como para homosexuales, contratos laborales para extranjeros, educación en el idioma de origen dentro de escuelas con matrícula predominantemente indígena…
Sin embargo, a lo largo de las tres últimas décadas, estas minorías han cometido el mismo error que llevó al marxismo a su destrucción: elevar sus verdades, formas de vida y discursos a un nivel de absoluto. Se trata de grupos que, con la bandera multicolor al frente, surgen de la marginalidad para tener la posibilidad de presencia y palabra en el ámbito público de toma de decisiones, pero una vez que llegan a ellas, reproducen comportamientos excluyentes respecto a todos los que no son como ellos o no comparten el discurso de la marginalidad.
Surgieron para hacerle frente a la capacidad de exclusión escondida tras el ideal moderno de igualdad y se escudan en el discurso de la diferencia para excluir a todo aquel que no es diferente. La lógica excluyente es la misma, sólo que ahora los nuevos parámetros para reproducirla son los de mujer, negro (o mejor, afrodescendiente), comunitarista, homosexual.
EL GOBIERNO DE LA MARGINALIDAD
Algunos pensadores de la vida social hace unos años concibieron que por venir de las filas de la marginación, los grupos minoritarios tenían un gran potencial para construir sociedades simétricas guiadas por el bien común. Los intelectuales marxistas de la vieja ola también lo creyeron respecto del proletariado.
Unos y otros quedaron sorprendidos con el lamentable fracaso de los movimientos de izquierda en el siglo XX al verse deslumbrados por el placer que otorga llegar al poder. La rebelión en la granja de Orwell es sólo un ejemplo de la manera en que la dictadura del proletariado se convirtió en una dictadura del proletariado sobre el proletariado.
Ahora, algunos grupos minoritarios que salen a las calles a luchar por la tolerancia y a favor del respeto a la diferencia no hacen otra cosa que invalidar cualquier posibilidad de diálogo con el resto de los sectores de la sociedad por considerarlos sospechosos, descalificándolos de no aptos para construir una verdadera sociedad. El mayor problema es que esta sociedad verdadera no está pensada como aquella que incluye los intereses de todos sus miembros generando un bien común, sino como unilateralmente les conviene a las minorías.
Esto representa un gran obstáculo para que se consolide la democracia; los grupos minoritarios han logrado la representación, pero ahora más que nunca obstaculizan la conformación del consenso necesario para que la toma de decisiones esté guiada por la voz de la mayoría.
Esta idea democrática de la voz de la mayoría implica la posibilidad de que los distintos grupos de la sociedad puedan discutir sus puntos de vista para, de común acuerdo, construir las reglas de convivencia social que han de asumir dentro de los límites de un Estado nación2. Sin embargo, cuando algunos grupos minoritarios endurecen sus referentes identitarios y pretenden que sus formas de vida y su discurso sean las formas de vida y el discurso verdaderos, entonces no hay posibilidad de diálogo, ni de consenso, y mucho menos de la construcción de una verdadera comunidad política simétrica, incluyente y democrática.
Esperemos que en el futuro los distintos grupos, tanto mayoritarios como minoritarios que conforman las sociedades contemporáneas, logren superar sus particularismos a favor del establecimiento de vínculos sociales mediante los cuales puedan dialogar de manera pública con otros semejantes, teniendo como objetivo no sólo coexistir dentro de un mismo territorio, sino convivir políticamente dentro de él.
1 Un detallado análisis de estos procesos se puede ver en Pierre Rosanvallon. La consagración del ciudadano. Historia del sufragio universal en Francia. Instituto Mora. México, 1999.
2 Esta idea deliberativa de la democracia se puede ver en la obra de Jurgen Habermas, sobre todo en Facticidad y validez. Trotta. Madrid, 2000; Ensayos políticos. Península. Barcelona, 2000; La inclusión del otro. Paidós. España, 1999 y La constelación postnacional. Paidós. Barcelona, 2000.