¿Qué es una empresa y quién es un empresario? Imposible disociar ambas preguntas. Empresa económica o mercantil es una comunidad de personas que aportan capital y otras trabajo, y que se proponen, bajo la dirección del empresario, el logro de un objetivo que constituye el fin de la empresa.
Para que la empresa se justifique económica y moralmente, su objetivo debe ser doble: añadir valor económico, generar rentas, crear riqueza para todos los participantes en la empresa y prestar verdadero servicio a la sociedad en que se ubica. Sin estas dos condiciones no se justifica la empresa mercantil.
Precisemos términos. El servicio que preste la empresa debe contribuir al bien común o no se justifica moralmente. Por eso hay empresas que, a pesar de crear riqueza, no se justifican, porque su actividad es dañina material o espiritualmente. O empresas que, aunque la naturaleza de su actividad sea irreprochable desde el punto de vista moral, no se justifican económicamente pues no generan rentas suficientes para remunerar satisfactoriamente el trabajo y el capital empleados.
OBJETIVO GENERAL Y OBJETIVO FINANCIERO
Veamos lo que se refiere a la renta generada. Si del importe de las ventas netas deducimos el costo de las materias primas más los costos incurridos en su transformación, prescindiendo de gastos de personal, amortizaciones (gastos sin desembolso), intereses y otros costos financieros inherentes a las deudas, obtendremos lo que, grosso modo, podemos llamar valor económico añadido por la actividad empresarial.
Este valor añadido, la renta generada, se divide en partes y cada parte recibe distinto nombre según a quién se adjudique. La parte que remunera el trabajo se llama salario; la que remunera los fondos de terceros, interés; la que va al Estado, impuesto; la que va a los titulares del capital de riesgo, a los accionistas, beneficio.
Detraída del valor económico añadido la renta bruta para el trabajo (salarios convenidos más gastos e impuestos inherentes), hay que detraer también la parte que corresponde a quienes suministraron los capitales de deuda, a todos los plazos, es decir, los costos financieros, de acuerdo a los tipos de interés contratados. Lo que queda, se reparte entre amortizaciones, impuesto sobre el beneficio y beneficio neto para los accionistas.
Después de impuestos, el resultado que la empresa obtiene para sus accionistas puede repartirse o retenerse total o parcialmente. La porción retenida en forma de reservas pertenece al accionista, pero no tiene acceso a ella. El importe de las reservas acumuladas a lo largo de sucesivos ejercicios se añade al valor nominal de las acciones y, si las hubiera, a las reservas por primas de emisión, y constituyen el valor contable de los fondos propios o patrimonio de los accionistas de la empresa.
Si un accionista quiere tomar posesión de ese patrimonio, su único camino es vender las acciones que lo representan: buscar quien le sustituya, en todo o en parte, en el capital de la empresa. Podrá ser una transacción privada, a un precio libremente convenido entre vendedor y comprador o al precio de Bolsa si las acciones cotizan. Pero rara vez el precio de venta coincidirá con el valor contable de los fondos propios.
El valor contable tiene escaso, por no decir nulo, significado para el accionista de una compañía: lo que interesa verdaderamente es el valor de mercado. Si la empresa debe satisfacer con equilibrio a todos sus componentes y, a fin de cuentas, a los accionistas (que adquirieron acciones sin ningún compromiso por parte de la empresa, pero con determinadas expectativas de rendimiento), podemos concluir que su objetivo financiero, supeditado al fin general ya definido, es lograr, con comportamientos que respeten las normas éticas, el mayor valor posible de las acciones para el patrimonio de los accionistas.
Subrayo las dos últimas ideas: el objetivo financiero debe supeditarse al objetivo general de la empresa, que es generar riqueza prestando verdadero servicio a la sociedad, y hay que maximizar el valor de las acciones mediante prácticas que en todo lugar y momento respeten las normas éticas.
NINGÚN ELEMENTO POR SÍ SOLO ES LA EMPRESA
Hecha esta precisión vuelvo a la definición de empresa de donde derivan importantes consecuencias. Primera: la empresa no puede confundirse con el empresario, este es sólo una parte del todo, aunque pueda pensarse que la más importante. Segunda: tampoco puede confundirse con el capital, cualquiera que sea la forma jurídica que adopte. El capitalista individual, la sociedad regular colectiva, comanditaria, limitada o anónima no son la empresa, sólo distintas maneras de constituir y ostentar la titularidad del capital que es únicamente una parte de la empresa.
Capital, trabajo y empresario son los elementos necesarios para que haya empresa, tanto si se trata de la más elemental y artesanal como de la mayor multinacional. Pero la empresa es una realidad superior, aunque en muchas legislaciones, como tal, no tenga personalidad jurídica reconocida.
La división entre capitalistas, trabajadores y empresario, de acuerdo con sus respectivas aportaciones a la empresa en la mayoría de los casos es una distinción de razón ya que en la práctica, las condiciones se mezclan. Hay trabajadores que son al mismo tiempo accionistas; y aunque puede haber empresarios que no tengan capital invertido a riesgo en la empresa, en muchos casos sí. Tampoco el trabajo es característica exclusiva de las personas que llamamos trabajadores, ya que el empresario trabaja y por lo general mucho, en la labor de dirección.
EL EMPRESARIO APORTA LA FUNCIÓN DE INVENTAR
Sin embargo, la distinción entre capitalistas, trabajadores y empresario, aunque sea de razón, sirve para intentar responder ¿quién es empresario? Dejando aparte las definiciones de «empresario» y «emprendedor» de los diccionarios, es interesante retener la que en 1973 dio Israel Kirzner: «Empresario es aquella persona que está lo suficientemente alerta para detectar oportunidades hasta entonces no descubiertas y dispuesto a aprovecharlas para obtener la recompensa».
Para Kirzner, el empresario descubre la oportunidad de beneficio de la misma manera que un viandante descubre un billete de mil dólares al margen de la acera. Muchas personas pasaron antes y ninguna lo vio: sólo uno lo descubrió y, al apropiárselo, de acuerdo con la máxima popular «quien lo descubre se lo queda», obtuvo la recompensa.
De esto no hay que deducir que la actividad empresarial esté al servicio de una economía de suma cero: en el sentido de que lo que gana uno –el que descubre el billete– es a expensas de lo que pierde el otro –el que lo extravió. Hay que enfatizar entre el que «descubrió» el billete y los muchos que pasaron a su lado y «no lo descubrieron».
De ello se deduce que empresario es el que aporta la función de «inventar», que viene del verbo latino invenire, hallar, encontrar, descubrir, las oportunidades de beneficio, con independencia de que participe o no en el capital.
Es erróneo decir que sólo es empresario el que compromete sus recursos en la empresa. Hay empresarios que no son capitalistas; pero ninguno, empresario de verdad, que no sea «inventor» en el sentido dicho, el que posee la facultad de «descubrir» las oportunidades de beneficio.
El empresario nace, no se hace. Quizás en ninguna otra materia se pone más de manifiesto la verdad del viejo aforismo: quod natura non dat, Salmantica non praestat. No es extraño, que un licenciado que acude a una escuela de negocios para cursar un máster en dirección de empresas, con un expediente lleno de sobresalientes y matrículas de honor, sea rechazado tras la entrevista personal que sirvió para detectar que no reunía las capacidades innatas que determinan la condición de empresario. Ello no obsta para que las capacidades o aptitudes que el empresario nato posee, sean desarrollables y perfeccionables, mediante la formación empresarial.
Sin embargo, más adelante, Kirzner en su obra de 1989, Creatividad, capitalismo y justicia distributiva, utiliza el ejemplo de un tal Jones, atrapado en un profundo hoyo donde da la casualidad que hay buena cantidad de tablones de madera, clavos viejos y un martillo, que le sirven para hacer una escalera y salir del apuro.
Kirzner distingue entre «descubrimiento» -la manera de salir del hoyo- que no requiere empleo de recursos, y «producción deliberada» –construir la escalera– que utiliza los recursos para explotar el descubrimiento. Y distingue también entre «búsqueda» y «descubrimiento» resultado de la búsqueda. Jones, en vez de maldecir su mala suerte y quedarse quieto en el hoyo esperando que alguien –¿el Estado providente?– lo saque, se dedica a hurgar «buscando» la manera de salir. Cuando ve los tablones y herramientas, «descubre» la solución y, manos a la obra, «produce» la escalera que le proporciona el «beneficio» de salir.
ELEGIR EN FUNCIÓN DE TRES VALORES
Dije que la empresa es una comunidad de personas, porque personas son las que aportan capital, trabajo y espíritu empresarial. Pero la empresa está, además, en relación con otras personas: proveedores, clientes y quienes constituyen el entorno. Y todas, de dentro y de fuera, deben ser tratadas de acuerdo con la dignidad que les es propia, como seres racionales y libres.
Esto significa que la misión esencial del empresario, en cada momento y circunstancia, es conducir a los hombres que integran la empresa al logro del objetivo empresarial, en términos del servicio que prestan, y en términos de renta, a generar por la prudencia, procura que sus decisiones contribuyan al desarrollo integral de las personas que forman la comunidad empresarial, sin dañar a las que desde el exterior están en contacto con la empresa.
Toda decisión de un empresario tiene tres valores: económico, psicológico y ético, que corresponden, primero, al valor de lo que hace el sujeto en cuanto que con ello otra persona puede satisfacer sus necesidades (valor económico;al aprendizaje para hacer cosas que el sujeto consigue por el hecho de hacerlo (valor psicológico;y por último, al cambio que se produce en el sujeto en función de la naturaleza moral del acto y de la intención que tenía al realizarlo (valor ético).
El valor económico de los actos del sujeto tiene su origen y explicación en la satisfacción de las necesidades humanas y, en función de la utilidad que proporcionan los bienes o servicios producidos por tales actos, y se refleja en buena medida en los precios de mercado de dichos bienes y servicios. Ahora bien, los valores psicológico y ético de los actos humanos expresan realidades del interior de las personas que no pueden ser objeto de mercado.
La confianza, el afecto, la sinceridad, la lealtad, la honradez, etcétera, no podrán ser nunca materia de compraventa, pero la influencia de estas cualidades personales es decisiva para generar valor económico real. La correcta actuación del dirigente empresarial exige que, tras analizar la factibilidad de las alternativas a la luz de su valor económico, expresado por los indicadores del mercado, elija en función del valor que las alternativas en juego tengan para el desarrollo integral de las personas, incluyendo la de él mismo.
Elegir no sólo en función del valor económico, sino del valor psicológico y ético de los actos, puede suponer un costo de oportunidad; el decsor renuncia a cierto beneficio a corto plazo que podía aportarle otra alternativa. Sin embargo, al hacerlo, es consciente de que elige la mejor alternativa para los demás y para él mismo, en orden a su desarrollo integral.
La experiencia y la razón nos dicen que, a la larga, los beneficiosos efectos psicológicos y éticos de la decisión tomada conducirán a mejores resultados también económicos. Lo testifican multitud de profesionales y empresarios que saben renunciar al enriquecimiento rápido o al beneficio inmediato en aras de la rentabilidad sostenida a largo plazo, garantía de la continuidad, desarrollo y expansión de la empresa entendida como comunidad de personas.
Supuesto todo esto, me referiré a los modelos de dirección de empresas y a su bondad en orden al logro del objetivo empresarial.
EL PARADIGMA ANTROPOLÓGICO
En 1878, cien años después del inicio de la revolución industrial, Frederich Winslow Taylor, uno de los profetas de los tiempos modernos, cuya biblia era el cronómetro, da en la industria del acero los primeros pasos de lo que se llamaría la «administración científica», cuyo valor cultural clave es la competición. La obsesión de Taylor por el salario basado en la tarea y la prima, pone de manifiesto que este paradigma de organización, que con razón puede llamarse «mecanicista», supone que las personas actúan exclusivamente por motivaciones extrínsecas, es decir, por la retribución, en dinero o su equivalente, que la realización de la acción le ha de proporcionar desde el exterior de ellas mismas.
Son evidentes las deficiencias de este modelo mecanicista de organización y sin embargo, hubo que esperar al final de la segunda guerra mundial para que la teoría de las relaciones humanas iniciada hacia 1930, intentara poner fin a los fallos de la lógica de la eficacia tayloriana, introduciendo el análisis sociológico y psicológico de lo que se empezaba a denominar «factor humano», con objeto de insertar a los trabajadores en el proyecto empresarial común, mediante las llamadas «relaciones industriales», que en aquel período se pusieron de moda. Uno de los adelantados de este momento fue Elton Mayo, psicólogo australiano, quien en 1923 entró en la Western Electric Company de Cicero (Illinois) donde empezó sus experimentos sobre la materia.
Parece claro que la escuela de las «relaciones humanas» había descubierto, por así decir, la motivación intrínseca del obrar humano, entendiendo por tal aquel tipo de fuerza que atrae a una persona para que realice una acción determinada a causa de las consecuencias que derivarán en él por el puro hecho natural de ser el ejecutor de la acción. Dichas consecuencias pueden abarcar desde el agrado que le proporciona realizar algo que le gusta hacer, hasta la satisfacción ligada al logro de un cierto aprendizaje, para cuya obtención es necesaria la reiteración de la acción. Con la entrada de la psicología y la sociología en el mundo de la empresa, la escuela de las relaciones humanas había introducido el «paradigma psicosociológico» de dirección, que supone que los seres humanos actúan tanto por motivaciones extrínsecas como por motivaciones intrínsecas.
Es cierto que el «paradigma mecanicista» puede proporcionar, por lo menos durante un tiempo, «eficacia» en la empresa, y no lo es menos que el «paradigma psicosociológico», puede proporcionar «atractivo» para que las personas se adhieran a la organización. Pero para que las personas en la organización no sólo realicen con eficiencia y satisfacción sus cometidos, sino que participen, más aún, cooperen de propia iniciativa en los fines corporativos, es necesario otro paso.
Es necesario lo que mi desaparecido colega del IESE, el profesor Juan Antonio Pérez López, llamaba «unidad». Unidad es la dimensión que expresa la medida en que la adhesión a la organización es debida específicamente a la motivación trascendente de los individuos, llamando motivación trascendente al tipo de fuerza que lleva a actuar a las personas por las consecuencias de sus acciones sobre otras personas; dicho en forma sencilla, por afán de servicio.
Admitido que el fin de la empresa es servir, resulta fácil concluir que, si todas las personas de la empresa se mueven precisamente por afán de servir, se identificarán con el objetivo final de la empresa; es decir, se producirá la «unidad» de pensamientos y actuaciones que asegurará el éxito de la empresa. Ahora bien; aunque, en orden a la «unidad», sea tan importante que las personas desarrollen su disposición a prestar servicio, es evidente que el hecho de que una persona actúe por motivaciones trascendentes no excluye que, simultáneamente, existan en la misma persona otros impulsos, intrínsecos y extrínsecos, que determinen su manera de obrar.
El convencimiento de que en las personas existen estas tres clases de motivaciones da paso al «modelo antropológico» de dirección de empresas, que puede llamarse así porque parte, precisamente, de la verdad sobre el hombre y sus motivos para actuar de una u otra forma. El «paradigma antropológico» es el único completo, porque tiene en cuenta las tres clases de motivaciones humanas, extrínsecas, intrínsecas y trascendentes y el único que, sin merma de los objetivos instrumentales o subordinados, puede conducir al logro del verdadero objetivo final de la empresa que, al tiempo que crea valor, se propone servir.