El prototipo habitual del líder prima la disposición a dominar, manipular y medir, frente a la disposición a pensar y desentrañar -intus legere, leer dentro de- la realidad. La curiosidad ideal para el líder es la de aquel que domina los conocimientos y técnicas específicos de la dirección de empresas pero no pierde de vista la realidad en la que opera. Justamente en lo que la vida escamotea a primera vista es donde reside un semillero de posibilidades.
Para gestionar eficazmente los cambios no es suficiente suprimir niveles administrativos, achatar las organizaciones, priorizar la dirección desde atrás en vez de desde arriba, aunque sean políticas acertadas. Es necesario crear un hábito, una disposición estable, de trabajar teniendo verdaderamente en cuenta a los otros.
«Las técnicas aprendidas en las escuelas de negocios -advierte Carlos Llano- son muy útiles y de gran importancia, pero el verdadero core business radica en una mente clara, sistemática y simple. Todo lo demás que requiere la empresa es la capacidad de esfuerzo y la creatividad de sus colaboradores. Cuando una empresa cuenta con verdaderos hombres, caracteriológicamente firmes, con sentido de pertenencia y con deseos de trabajo asociativo, la organización y las soluciones de negocio se simplifican. La acción de dirigir es también sencilla: no se necesita dirigir más, sino dirigir mejor, porque se tiene confianza en que los gerentes y sus equipos trabajan por convicción propia en bien de la empresa aportando su inagotable creatividad para solucionar los problemas de una forma simple, acertada y veloz».
No hay que olvidar que el directivo no trata principalmente con realidades físicas, sino más bien con ideas y personas. Por lo tanto, se ve invitado a ser un conocedor cualificado y práctico de la naturaleza humana que se escapa a las pretensiones del atavismo ideológico de nuestros días, según el cual, casi todo es explicable, casi todo es razonable y casi todo es medible. La razón humana pugna por escabullirse de la humillación que supone tener que razonarlo casi todo.
Asimismo, es sumamente conveniente que el directivo domine las implicaciones que sus decisiones y acciones desencadenan en múltiples áreas: empresa, sector, mercado o sociedad. Algo que está muy lejos de ser en absoluto predecible, pero que sí es asequible al esfuerzo por desarrollar una interpretación complementaria y explicativa.
El fenómeno económico y social de la globalización requiere ajustar y renovar la musculatura directiva para estar a la altura de los acontecimientos. El diafragma visual de los responsables empresariales ha de ampliarse hasta alcanzar el panorama globalizado. Es preciso dilatar las mentes y simultáneamente concentrarse en lo importante. «Pensar globalmente y actuar localmente» es la expresión condensada de una bicefalia eficaz, alejada de la patología esquizoide.
EL ACTIVO MÁS IMPORTANTE
El fomento de la actitud filosófica, entendida como una cualidad que va al fondo de las cosas, favorece planteamientos creativos e innovadores. La filosofía enseña a preguntar, antes que a contestar. No busca las respuestas ya dadas, aspira tozudamente a repensar las preguntas más básicas, pues es la senda practicable para hacer lo propio o rechazarlo. No son excepción las acciones equivocadas o ineficaces que se derivan de no haberse planteado los problemas sin pre-juicios, sin dar nada por obvio o lógico, preguntando con originalidad, con la profundidad y frescura necesarias para entender de qué se trata: ¿dónde ganamos dinero, o lo perdemos?, ¿qué vendemos realmente?, ¿por qué nos compran?, ¿qué desean los empleados?, ¿son las personas el activo más importante de la compañía?
La filosofía aspira a un saber sintético, integrador de las otras formas fragmentarias del saber. El filósofo es un ser poco especializado. Al directivo, justamente, le va esta actitud abierta, pues la clave de las decisiones estriba en que se adopten desde una perspectiva sintetizadora. La misión de la actitud filosófica, como la del que decide en la acción práctica, consiste en entrelazar los distintos saberes y datos, reduciéndolos a una unidad sintética en la que se realza el valor de cada parte. «Quien carece de la habilidad de síntesis -piensa Carlos Llano- jamás podrá llevar a un grupo de personas, de diversa procedencia profesional, y con diversos intereses particulares, hacia un objetivo común. En esto consiste sustancialmente la eficacia integral del trabajo, la acción directiva, la habilidad de gobierno y el liderazgo».
El filósofo y empresario mexicano advierte: «La presencia del hombre en la organización nos lleva necesariamente a la síntesis, pues el saber del hombre es caleidoscópico, no admite un conocimiento por fragmentaciones. La visión de la empresa a través del hombre, en efecto, no nos permite una visión monoscópica, como a veces hacen pensar los técnicos especializados. El ser humano nos obliga a una perspectiva estereoscópica, tal y como ofrecen las humanidades: la perspectiva exigida por una sociedad abierta, pluralista y policéntrica como aquella en la que viven las organizaciones hoy».
La filosofía aporta también la objetividad que resulta tan útil a la hora de diagnosticar una situación. Conocer dónde se está es básico para ejercitar la prudencia al decidir hacia dónde encaminar la empresa. Ver el presente con objetividad es el fundamento para mirar al futuro con la subjetividad preñada de deseos de crecimiento y de rentabilidad que se articularán en la estrategia. «El futuro es un mundo en el que hay de todo, -escribe Bioy Casares en El sueño de los héroes- si no encontramos lo que buscamos, será porque no sabemos buscar». Objetividad, profundidad, visión panorámica e inconformismo metodológico son rasgos que avaloran el quehacer directivo y que la actitud filosófica esgrime como ninguna otra.
El hombre, debido a su misma constitución vital, se afana por formarse una visión global del universo o, cuando menos, del mundo que le circunda. Esa tendencia natural al saber, plasmada por Aristóteles al comienzo de su Metafísica, es el fundamento antropológico de las preguntas acerca del sentido de lo que hay, de la actitud plenamente humana abierta a conocer. A diferencia de la ciencia, que se afana por un conocimiento exacto pero parcial, la filosofía se empeña en un conocimiento inexacto a fuer de genérico pero con pretensiones de radicalidad. Quizá valga este bosquejo para dar razón de por qué a un directivo le conviene compatibilizar ambas ópticas con objeto de encarnar una conducta eficaz ante el cambio. Como advertimos más arriba, el sentido del cambio se sustrae a los asideros puramente científicos, por lo que requiere una aproximación de corte más general, condimentada con una justa dosis de escepticismo.
DONDE EL ANIMAL TIENE INSTINTO, EL HOMBRE TIENE HISTORIA
El instinto para extraer del modo más completo las implicaciones y las claves de las situaciones vitales no se desarrolla en cursos de estudios técnicos, ni de relaciones humanas, donde las técnicas establecen pragmáticamente el quid de la acción. Es preciso contemplar las situaciones en su conjunto, como un todo, para después, con los datos que estén disponibles, ocuparse de los elementos centrales y acertar en el momento oportuno para actuar: «La eficacia humana no es la respuesta inmediata a un estímulo, sino la visión global de lo que ocurre en una secuencia cronológica amplia. Donde el animal tiene instinto, el hombre tiene historia».
La vida del directivo consiste en hacer una cosa detrás de otra: continua e instintivamente establece orden y relación al elegir y priorizar entre ideas inconexas con el fin de actuar. Su éxito como directivo depende directamente de la capacidad de imponer orden y concierto entre sus experiencias y las acciones que emprende. Ha de buscar sentido a su empresa y a su función, no sólo en los informes de control, balance y cuenta de resultados, datos del mercado o previsiones, sino también en las personas, en las acciones y reacciones humanas, todo con base en una escala de valores.
Dirigir es, en cierto modo, dar ejemplo, encarnar pautas de acción y reflexión que ayuden a los demás en su desempeño. De acuerdo con Carlos Llano «El directivo, en primer lugar, debe mantener a sus integrantes en la permanente tensión de anhelo: debe interesarlos en bienes arduos y valiosos, y proponerles otros bienes de otra naturaleza cuando los primeros hayan sido alcanzados. En segundo lugar, debe mantener a las personas de las que es responsable alejadas de la tristeza y la desesperación».
Cuanto más amplificada tenga la capacidad de comprensión, mejor percibirá el directivo los problemas más concretos y los cambios más sutiles. Más eficiente y eficaz será en la coordinación de políticas y objetivos en la dirección. Un directivo con una educación humanística verá inmediatamente ampliado el círculo de sus intereses personales más allá de los límites de su propia compañía y sufrirá menos los embates dirigidos a su status dentro de la organización, pues no estará poseído por ella. Se mantendrá abierto a expandir sus relaciones personales dentro y fuera de la empresa; disfrutará de un elenco de valores que, paradójicamente, también enriquecerán su capacidad para hallar e implantar nuevas políticas corporativas.
Toda actividad profesional vivida con rigor y seriedad presenta una dimensión filosófica, sin la cual pierde su capacidad creativa y se ve abocada a la mera rutina. Quizá resulten ilustrativas en esta línea las palabras de Peter Drucker, quien coincide con el doctor Llano en ser un reflective practitioner singularmente humanístico, y que pueden valer como síntesis de la necesidad de unos fundamentos que superen el ámbito propio de la gestión para, justamente, abordar de forma cabal los cambios empresariales.
LA EFICACIA DE LA LIBERTAD
«La empresa no puede consistir en el ensamblaje mecánico de unos recursos. Para convertir los recursos económicos en empresa no es suficiente con ordenarlos lógicamente y luego girar la llave del capital […] Lo que se necesita es una transmutación de esos recursos que no puede proceder de un recurso inanimado como el capital: requiere dirección. También es obvio que los únicos recursos susceptibles de crecimiento son los humanos, los demás se rigen por la leyes de la mecánica. Pueden ser mejor o peor utilizados, pero nunca pueden alcanzar un rendimiento superior a la suma de sus componentes. Por el contrario, el problema de reunir recursos no humanos es el de mantener en el mínimo posible la inevitable disminución del rendimiento debido a la fricción, etcétera […] Sólo el esfuerzo dirigido y coordinado de los seres humanos libres pueden producir un verdadero todo […] que sea mayor que la suma de sus partes […] en eso ha consistido desde Platón la definición de Sociedad Ideal».
La perplejidad es un estado anímico imperante en nuestra sociedad al que no es ajeno nadie -ni los directivos más arrojados y persuasivos-, que se experimenta en algún momento del transcurso, siempre esforzado, a menudo ilusionado, que es el vivir humano. La necesaria competencia vital, lo que entendemos cabalmente por saber vivir, se adquiere con empeño, ya que se trata de un conocimiento práctico que procede de su propio ejercicio y que, a su vez, revierte en él: «para saber lo que debemos hacer, hemos de hacer lo que queremos saber». Una aventura medular antropológica personal e intransferible.
La conducta humana nunca es pura rutina: esconde, como ya se ha advertido, un factor de creatividad, de proyectar y anticipar el futuro, de ver lo nuevo, que se asienta en su capacidad de corregirse ante los errores y de enfocarse renovadamente hacia lo correcto. Al estar amasada de tiempo, la clave procede del futuro y la intensidad se nutre del crecimiento desde el que se aborda cualquier género de cambios. «El hombre conservará la liberación no eliminando sus limitaciones, sino ensanchando sus posibilidades, cuidando de no cerrar el horizonte de su natural apertura».
Esa intensidad es fruto de los hábitos adquiridos -los clásicos los denominan virtudes- que a su vez potencian la adquisición de otros hábitos. «Es la virtud, en cuanto hábito consonante con el ser del hombre, la que verdaderamente nos hace ganar tiempo, y no el procedimiento, que nos permite en el mejor de los casos, hacer más cosas ?no necesariamente mejores. La virtud nos hace ganar tiempo porque nos permite vivir con profundidad. Como advirtió Bergson, el ganar tiempo se refiere tanto a la dimensión intensiva de él -vivir más intensamente- y no sólo a la dimensión extensiva -hacer más cosas-.
Mientras en el ambiente impera la idea de que todo hombre tiene un precio, una antropología lúcida afanada en que el hombre llegue a ser feliz a fuer de ser el que está llamado a ser, sabe que la persona tiene un valor absoluto, tiene dignidad, pues está dotado de inteligencia y voluntad. Según sentencia aristotélica, es capaz de llegar a ser todas las cosas; es una realidad que trasciende lo que le rodea; posee espíritu. La proliferación del lujo y lo superfluo tira con intensidad de la persona que pone en juego su temple al debatirse entre ser más versus tener más, o, lo que es peor: ser tenido por las cosas. Nadie se contenta con la apariencia cuando se trata de las cosas buenas, pues los simulacros conducen al tedio de la vida.
EXIGENCIA Y EXCELENCIA
Otro mojón antropológico esencial para vérselas con la dirección de personas en tiempos de cambio es el que señala la alternancia inteligente entre el autodominio y la satisfacción, que integra perfectamente la realidad del dolor. Precisamente, la capacidad de sufrimiento casi define la calidad de un ser humano, porque le aporta conciencia de su propia limitación, algo clave para comprenderse a uno mismo.
El dolor humano contribuye a que caiga la hojarasca que enmascara la realidad de la vida; revela que la condición humana resulta ininteligible si se prescinde de la corporalidad o si se entiende al hombre como puramente material. Es una escuela insustituible para configurar el carácter personal.
Es falso que las circunstancias y los cambios nos determinen; al contrario, ellos son el dilema ante el que tenemos que decidirnos, ante el que se ejercita el carácter. La formación del carácter exige, en primer lugar, capacidad de compromiso. Justamente, la calidad humana se mide por los vínculos libremente asumidos e incorporados a la personalidad. El secreto estriba en la capacidad de darse: las puertas del espíritu, recuerda Kierkegaard, se abren hacia fuera.
Se puede decir que la voluntad, quicio del carácter, le es más propia al hombre que su razón, ya que al decidir, siempre se decide uno mismo. Con esta premisa, la excelencia apunta a un empeño, un compromiso consigo mismo para realizar las operaciones que intrínsecamente le perfeccionan, que intensifican su vida y le hacen capaz de ir continuamente a más. La excelencia exige el esfuerzo por superarse con esperanza.
El «llegar a ser el que eres» de Píndaro no significa sólo una autorrealización estática, sino un esfuerzo ético necesario para lograr la autenticidad, la intensidad humana de la que soy capaz. La excelencia no es el acabamiento, se trata más bien de seguir buscando a través de los cambios que se suceden lo bueno de la mejor manera que esté a mi alcance. Si dices «basta», advierte San Agustín, estás perdido, pues el logro de la vida se sitúa en el medio y en el largo plazo. La mediocridad ética, en cambio, apunta al corto y cortísimo plazo, típico de una eficacia antropológicamente roma. Se trata de una enmienda a un modo de dirigir personas que entraña un sufrimiento y un desgaste antropológico difícil de justificar.
VERDAD Y VOLUNTAD
Dirigir personas es dirigir la médula de los cambios, sumergirse en la corriente del tiempo, para estar a su altura, a la de unos tiempos que son siempre nuevos, pues el tiempo entraña, como ya hemos dicho, el cambio. Por eso, difícilmente se encontrará algo más útil y fecundo para gestionar el cambio que un bagaje antropológico susceptible de ser incorporado a la práctica cotidiana del management de las empresas, y anclado en la realidad vigorosa y emprendedora, cambiante y moviente.
Sólo cuando se orienta la dirección de personas y la gestión del cambio según el criterio de la verdad, de la realidad, la virtud ofrece su rendimiento más pleno y ayuda al desarrollo personal sin escamotear la dignidad humana. La verdad primero reta a la voluntad, después la perfecciona, es decir, la salva del sinsentido y la desolación. El cambio no es la faz de un rompecabezas anárquico sino la energía de un lego con el que el hombre construye su vida y su felicidad.
Los buenos líderes han de ser simultáneamente líderes buenos. Sólo con esa doble vertiente ética y técnica son capaces de resolver los problemas operativos o estratégicos que se les plantean. Se encuentran pertrechados para gestionar los cambios que sobrevienen a sus compañías sin dilapidar la confianza de los que con ellos trabajan y de los que depende la eficacia de la gestión. Son plenamente conscientes de que con su ejemplo dedicado, profesional y honesto consiguen inspirar en todos los demás la lealtad y el compromiso corporativo, inasequible a cuantas tácticas y estrategias se puedan imaginar. Y es que en el origen de los cambios y de su verdadera gestión uno siempre encuentra personas. Como diría mi admirado don Carlos, sólo una dirección que sea vecina al hombre estará a la altura del cambio.