La caricatura escondía a la persona que no podía o no se atrevía a mostrarse, puesto que uno no solamente es aquel que es, sino también su propia caricatura, invariablemente.
Sándor Márai, ¡Tierra, tierra!.
Como acostumbra, la versión en línea de la revista Forbes publicó no hace mucho un curioso suceso del ámbito laboral. Aparentemente, un juez administrativo le negó las compensaciones y beneficios de desempleo a una señorita de 25 años de nombre Emmalee Bauer (esto sucedió en Elkhart, Indiana). Bauer había sido contratada por la compañía de hoteles Sheraton como coordinadora de ventas, en Des Moines. Por supuesto, en lugar de coordinar ventas, invertía la mayor parte de su trabajo redactando un diario íntimo, a mano. Entiendo que esta es una de las actividades más secretas que ocurren dentro de las oficinas de distintas compañías. Me pregunto si podría constituir una especie de sub-género literario, perseguido y en constante peligro de extinción.
Comprensiblemente, uno de sus supervisores le pidió que dejara de escribir en horas de trabajo. Así que Bauer dejó de escribir su diario a mano. Y comenzó a hacerlo en computadora: 300 páginas a renglón seguido serían más tarde presentadas a juicio como evidencia en su contra, al menos las porciones en las que Bauer hablaba sobre sus esfuerzos para evitar el trabajo: «Esto de teclear parece que está funcionando –escribió–, da la impresión de que estoy trabajando arduamente en algo de suma importancia».
En efecto, una de nuestras maneras favoritas de perder el tiempo es pensando en nosotros mismos. Los textos autobiográficos, las proliferantes bitácoras electrónicas, o blogs, los testimonios, incluso los reality shows están impregnados de este espíritu. Sin saberlo, agazapados detrás de éticas del perfeccionamiento, nos acercamos peligrosamente a la fábula de Dorian Gray quien, sin duda cuidaba presentarse como un individuo atractivo y cercano a la divinidad, pero cuya verdadera cara, la imagen que no mostraba a nadie, era la de la depravación. El problema era, por supuesto, que Dorian Gray, el famoso personaje de Oscar Wilde, jamás terminó por conocerse a sí mismo.
Dudo mucho que en el diario de Emmalee Bauer se encontraran líneas en las que pudiera leerse alguna sospecha de que estaba haciendo algo mal (incluso, dudo de sus bondades literarias, aunque posibles). Quizá consideraba astuto, inteligente, poder salirse, aunque fuera por un rato, con la suya. Pero, ¿mal? No. Nunca.
Es mi intención dar pistas para distinguir los vagos límites que hay entre un diagnóstico bien realizado sobre nuestros vicios y virtudes y el engolosinamiento que fácilmente podemos padecer de nuestra propia imagen. Para ello usaré el documento con el que se pretende, tradicionalmente, conocernos mejor: el texto autobiográfico.
YO Y MI OTRO YO
Es bien sabido que la tradición de textos autobiográficos es extensa, mucho muy anterior a las Confesiones de San Agustín (una de las obras cumbres del género). El mundo clásico, lo sabemos bien, fue recorrido por la consigna inscrita en el templo de Apolo, en Delfos: Conócete a ti mismo. Platón escribió cartas autobiográficas. Más tarde también lo hizo Julio César, aunque en tercera persona. «El duro deseo de durar» ha existido desde hace mucho. Después de la modernidad, sin embargo, ya que las pretensiones de un individuo incólume cayeron, uno puede preguntarse sin sonar demasiado escandaloso si es, en efecto, posible llegar a conocernos.
Aquél personaje, escondido en su torre de acero blindado, juzgando siempre hacia abajo (como el mejor Chateaubriand, con su monumental Memorias de ultratumba) hoy resulta ligeramente antipático, pues nadie puede reconocerse en él. Sospecho que hoy en día la idea de un conocimiento terminado sobre nuestra propia persona resultaría chocante. Por supuesto que partimos de ciertas bases: de aquí vengo, estas son algunas de mis virtudes, sé bien que tengo las siguientes debilidades… Pero el crédito que le damos a la incertidumbre y a lo que no podemos controlar, como el inconsciente, es lo suficientemente fuerte como para reconocer que se nos dificulta decir cómo somos realmente. No somos personas acabadas. Incluso, dudo que deseemos serlo. Sería pretencioso afirmarlo. Una persona acabada, al final, suena a una voz que nos habla desde la profundidad, desde un pedestal de mármol, frío como el invierno.
LA PROPIA VIDA EN EL PAPEL
¿Qué constituye un texto autobiográfico? ¿Cómo podemos clasificarlos? En esto creo que lo más sensato es seguir a Phillipe Lejeune quien, a partir de su texto El pacto autobiográfico de 1973 se constituyó como un pionero en el estudio de los textos autorreferenciales. Lejeune, a la vez, ha sido muy sensible a las teorías de uno de los grandes hermeneutas del siglo pasado: Paul Ricoeur.
Este tipo de textos pueden clasificarse en tres categorías principales: la memoria, el diario y la autobiografía per se. Algunos podrían argumentar que el género epistolar también es autorreferencial. Hay buenas razones para hacerlo. Pero las cartas son más vulnerables que el resto de los textos de este género a la distorsión que podemos hacer de nosotros mismos. Siempre que escribimos una carta, lo hacemos con la intención de moldearnos a la imagen que ya tiene nuestro destinatario sobre nosotros.
La clasificación de Lejeune distingue a la memoria del diario y de la autobiografía bajo dos criterios: a) el punto de vista que adopta el narrador y b) la unidad del relato. Así, la memoria es tan «atómica» como el diario, pues registra sucesos aparentemente dispares, pero es distinta del segundo en el sentido de que ve «de arriba hacia abajo» clasificando lo evocado de acuerdo a su importancia, mientras que quien escribe un diario lo hace «de abajo hacia arriba», evocando sin jerarquizar, incluso cosas sin trascendencia, cotidianas. Así, en una memoria se puede hablar de sucesos históricos e incluso del papel que jugó en ellos quien la escribe. En un diario posiblemente encontraremos sucesos históricos, pero también inventarios de lo que se comió tal o cual día, la función en el cine a la que se asistió, en fin, impresiones del día a día (es famosa la anotación que realizó Kafka en su diario, el 12 de agosto de 1914: «Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, fui a nadar»).
La autobiografía per se, por otro lado, procura brindar unidad a su relato y para ello adopta un punto de vista que va «de dentro hacia fuera», así como herramientas narrativas que podrían ser propias de la ficción -aunque se distingue de esta porque está motivado por la misma idea que impulsa al historiador. Incluso, en algunos casos, la autobiografía se apoya en documentación, como los diarios del autor (un caso paradigmático de este tipo sería Las reglas del juego, del escritor francés Michel Leiris, quien también llevaba un diario y quien también escribió una memoria, Edad de hombre).
VICIOS Y VIRTUDES DEL CONOCIMIENTO PROPIO
Al parecer existen dos extremos en la interpretación de textos autobiográficos o autorreferenciales. Ambos, de alguna manera, se tocan.
Para referirnos al primer extremo, pensemos en la opinión del crítico literario Charles-Augustin Sainte-Beuve (1804-1869), quien argumentaba que el autor podría identificarse de manera absoluta con su obra, ya fuera de ficción o definitivamente autobiográfica. Este extremo se ha mantenido, si bien de manera matizada, desde hace tiempo.
El deconstruccionismo francés parece encontrarse a sí mismo en el extremo opuesto. En las versiones más extremas de esta doctrina, pensemos en Derrida, el autor no posee relación alguna con su texto y resulta, por tanto, irrelevante. Fuera del texto no hay nada. No existen autores ni, consecuentemente, autoridad. Los clásicos o la posibilidad de canon alguno desaparecen por completo: todas las interpretaciones son posibles. La lógica del deconstruccionismo ha llevado a afirmar que en este extremo no es ni siquiera el texto lo relevante, sino los «silencios» del texto, lo «no dicho» o los «vacíos», la lectura entre líneas o la oscuridad (es memorable el estudio que le dedica Derrida, en su Espolones, a una simple anotación de Nietzsche que el filósofo francés creía daba luces sobre su filosofía; la frase era: «Olvidé mi paraguas»). De este modo, ni siquiera un texto autobiográfico ayudaría al conocimiento de uno mismo.
Ahora, ¿cómo es que se tocan estos extremos? Lo explico: Para poder afirmar que un autor se identifica de manera absoluta con su texto, como sugería Sainte-Beuve, tendríamos que superar al mismo texto publicado y buscar la «historia detrás de la historia», los espacios en blanco, la biografía bajo la cual una obra adquiere sentido. Tendríamos que realizar una ardua investigación para superar el orden otorgado a la narración en particular, que ha sido construida, y recuperar aquella «narración primordial», la verdadera Historia. Este ejercicio le otorga una importancia desmedida a lo no dicho, sino supuesto, a los vacíos, a lo oculto. Así, en un texto de Poe, por ejemplo, no importaría tanto que escribiera una fábula acerca de un hombre al que entierran vivo, sino que el texto sería signo de su horror a que lo entierren vivo. Al respecto, en su autobiografía Una historia de amor y oscuridad, en el capítulo quinto, Amos Oz escribió sabiamente:
«¿Qué es autobiográfico y qué es ficticio en mis relatos? Todo es autobiográfico: si alguna vez escribiera una historia de amor entre la Madre Teresa y Aba Eban, por supuesto sería autobiográfica, aunque no una confesión. Todas las historias que he escrito son autobiográficas, ninguna es una confesión. El mal lector siempre quiere saber, saber al instante –qué pasó realmente–. Cuál es la historia que está detrás del relato, qué pasa, quién está en contra de quién (…).
»También yo consigo a veces que los ávidos entrevistadores me pregunten, aludiendo al “derecho público a saber”, si mi mujer fue el modelo para el personaje de Jana en Mi querido Mijael, o si la cocina de mi casa está tan sucia como la de Fima en la La tercera condición. Y a veces me dicen: ¿Podría decirnos quién es realmente la joven de El mismo mar? ¿No tendría también usted por casualidad algún hijo que haya desaparecido durante un tiempo en Extremo Oriente? (…). En el fondo, ¿qué quieren esos impúdicos entrevistadores? ¿Qué quiere el mal lector, el lector perezoso, sociológico, cotilla y mirón?»
Sí, todo texto es autobiográfico. Pero también hay textos que lo son decididamente, que poseen la intención de crear un mayor conocimiento de nosotros mismos. Sin embargo, así como existe el mal lector, existen malos autobiógrafos: tendemos a poner atención en ciertas cualidades que no nos caracterizan del todo. O que lo hacen pero consiguen opacar otras. ¿Cómo saber si estamos haciendo un buen trabajo? ¿O si el texto que estamos leyendo da una representación digna de quien la escribió? En suma: ¿quién es el valiente capaz de afirmar que se conoce bien? Y al reconocer que nadie puede, ¿estamos justificados para claudicar, para no intentarlo? ¿Se está escribiendo este texto exclusivamente por una pasión permanente por permanecer o bajo la intención del autoconocimiento?
Un buen texto autobiográfico es el que mira hacia dentro, hacia atrás, con un propósito. De otra forma, el ejercicio no será más beneficioso que la contemplación de nuestro ombligo. Todos nos hemos encontrado con nuestro yo pasado. Incluso a través de un vistazo pasajero a una de nuestras antiguas agendas, que nos dan pistas sobre las citas que hemos tenido. La manera en las que nos hemos relacionado con los demás, a quién buscábamos o quién nos buscaba en cierta época. Esos vestigios, los diarios, las anotaciones en los cuadernos, pero también las obras literarias autobiográficas, son prueba fidedigna de que existe un pasado al que quizá ya no podamos acceder. Un pasado que no nos determina y con el cual no podemos identificarnos absolutamente (como pretendía, quizá, Sainte-Beuve) pero con el que, irremediablemente, estamos en deuda.