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De niño quería ser cosmonauta

La primera quincena de octubre de 1999 cayó en viernes. Le sucederán incontables más, pero calma, no nos adelantemos: atengámonos a las once de la noche de aquél día, cuando el encargado de un suplemento de la publicación Business Week, Nicholas White, decidió tomarse un descanso del trabajo para fumar en la calle. A su regreso, entró a un elevador del edificio de la editorial McGraw Hill, en la ciudad de Nueva York, rumbo al piso en el que se encontraba su cubículo.
Me entero de esto por el texto, «Up and then down», de Nick Paumgarten, publicado en la edición de abril del The New Yorker de este año. Lo reviso a horas en las que ya no debería estar sentado frente a mi computadora en el sexto piso del edificio donde laboro. Mis compañeros de oficina se han ido ya. Por la ventana veo cómo la noche desciende sobre la ciudad de México y comienzo a sentir el cansancio.
Cuando termine el texto, apague la computadora y me retire a casa, me pensaré dos veces entrar al elevador pues aprenderé, al leer la historia de Nicholas White, que uno puede entrar a un ascensor un viernes por la noche y no salir de allí hasta el domingo por la tarde. Aquel fin de semana de 1999, White pasó 41 horas confinado dentro de una caja de metal sostenida por cables, en las tripas de un edificio de oficinas.
Así que decido bajar los seis pisos del edificio por las escaleras. Dejo un momento al azorado White, encerrado en su cubo, para pensar en el cosmonauta ruso Sergei Krikaliev, quien el 18 de mayo de 1991 despegó rumbo a la ahora extinta estación espacial MIR para convertirse, el 9 de febrero del año siguiente, en el primer ser humano que podía considerarse abandonado en el espacio. Dos días antes, Moscú había anunciado que no poseía los fondos suficientes para bajarlo de la estación: las revueltas militares ordeñaban el presupuesto del Estado. Después de varias negociaciones fallidas con Washington y la NASA, los rusos finalmente encontraron financiamiento a través de otras naciones europeas para colocar astronautas en su estación espacial, y traer de vuelta a Krikaliev quien, en suma, no volvería a la tierra sino hasta el 26 de marzo, después de trescientos trece días en órbita, el mayor tiempo que alguien ha estado contra su voluntad fuera del planeta Tierra.
Estas palabras, «contra su voluntad», resuenan en mi cabeza cuando alcanzo la calle. Y me suenan a falso. Porque aunque Krikaliev estuvo varado en el vacío, su historia, de proporciones mucho más grandes, no me suena tan terrible como la de White. La frase «El trabajo nos hará libres» revolotea en mi cabeza al momento que el aire fresco de la noche citadina me golpea el rostro. Nos perfeccionará, incluso santificará. Aunque, por supuesto, admitámoslo: hay días en que el trabajo es insufrible. Es sabiduría popular: uno se acostumbra a todo excepto al trabajo. Castigo divino, trabajar por los frutos.
Cansado, con ganas de llegar a casa para embotarme frente al televisor, aún así me pregunto: ¿no estaba Krikaliev al tanto de los riesgos que corría al haber elegido ser cosmonauta? Estoy seguro de que así fue. Admiro la documentada actitud estoica que adquirió cuando se le informó que se demoraría su regreso. A su mujer, leí alguna vez, ya no le alcanzaba para el gasto. Su hija pequeña comenzaba a olvidar el rostro de su padre. Pero Krikaliev, por radio, asentía a los informes de Moscú e informaba que procedería conforme a lo acordado, pacientemente.1 Admiro, se entiende, ese callado sentido de aventura.
Nicholas White, en cambio, al salir del elevador regresó a casa pero no al trabajo. Intentó demandar a la editorial para la que trabajaba, dejándose arrastrar por el encanto de su historia y la atención mediática. No lo consiguió y en el ínter perdió el rumbo. ¿Qué cantidad de trabajadores son ese oficinista atrapado en un aparato diseñado para subir pero que no se mueve? Ah, nuestros trabajos tolerables. Ya lo decía San Agustín: nadie ama lo que tolera.
*Licenciado en Filosofía por la Universidad Panamericana. Actualmente cursa la maestría en Estética en la UNAM. Asistente editorial de Cuaderno Salmón. Editor web de La Tempestad.

1 Una crónica de estos eventos puede encontrarse en «Rusia» de Juan Ignacio Bodio, en Granta en español, #3, Verano/Otoño 2004.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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