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Las buenas decisiones son decisiones buenas

La toma de decisiones directivas pasa por la inteligencia, pero, si los directivos carecen de una robusta voluntad sobre la que apoyarse pueden ser inteligentes, pero también inmaduros: «saben lo que deben hacer… pero no lo hacen».
«No hay decisión sin querer, ni querer sin ser».
Karl Jaspers, Philosohpie II, 186.
Actualmente, el discurso teórico sobre la importancia de los sentimientos y su consiguiente influjo en la inteligencia, llamado «emocional», desemboca en un cierto olvido del fundamento antropológico sobre el que se levantan las competencias directivas. Emociones y sentimientos son factores críticos; sin embargo, si la voluntad no es fuerte, dan lugar a personas incompletas de poco carácter. Para decidir bien se necesita pensar adecuadamente, pero sobre todo querer bien.
Los directivos día a día deben fortalecer la voluntad, que ha de marchar pareja con el ejercicio de la inteligencia. Con las acciones se generan hábitos, se consolida la conducta1 y se adquiere el carácter. Los hábitos propios de la función directiva constituyen la herramienta humana crítica para tomar decisiones y ejecutarlas.
La experiencia enseña que las acciones humanas atienden siempre a razones; por ello, es necesario identificarlas para explicarlas; la experiencia cotidiana muestra que no suele haber sólo una razón suficiente de nuestras actuaciones. El obrar humano no es la conclusión de un razonamiento lógico, guarda siempre una veta de misterio propio de una mente libre y creativa. La trama humana está tejida de razones que ciertamente explican muchas cosas, pero no todas.
Habitualmente tomamos decisiones que implican consecuencias y efectos que queremos, pero que no se obligan a querer. Esta insuficiencia de la inteligencia hace imprescindible la intervención de la voluntad, que plantea cómo salir de la indecisión frente a razones no determinantes y cómo se elige entre bienes prácticamente iguales.
¿CÓMO TOMAR UNA DECISIÓN?
Es preciso distinguir entre motivo y bien de la decisión: la razón por la que se toma una decisión es un motivo, se distingue de aquello que se desea obtener; el «objetivo», clásicamente denominado «bien». Mientras el bien tiene una característica más objetiva, en el motivo se mezcla un fuerte componente subjetivo no siempre fácil de identificar. Por ejemplo, el bien de una situación concursal de suspensión de pagos es la protección judicial durante un tiempo. Pero el motivo puede ser encubrir una quiebra.
El motivo siempre hace una referencia a un para mí y ahora; añade al valor objetivo del bien alguna razón de conveniencia personal; aporta tonalidades personales al reflejar las circunstancias concretas, singulares del sujeto y su situación particular. Los motivos de un directivo a la hora de decidir le retratan como persona, como describe la teoría desarrollada por Juan Antonio Pérez López2 sobre la motivación, que da cuenta cabal de porqué actuamos las personas.
La voluntad no puede hacer que las cosas sean objetivamente mejores o peores de lo que son; sin embargo, la inteligencia puede revestirlas de motivos personales que las hagan subjetivamente más deseables. Dos directivos con la misma responsabilidad pueden preferir cosas distintas y divergentes.
Por ejemplo, dos directivos que coincidieran en su obligación y deseo de cumplir un plan de entregas a clientes, podrían poner como criterio fundamental algo tan distinto como la paz laboral inmediata aun a costa de tener que dar explicaciones a los clientes sobre las razones de unos retrasos. Y lo contrario. La inteligencia dictamina que es bueno cumplir el plan de entregas, algo plenamente objetivo. Pero «cada» voluntad decide por qué camino optar para hacer lo que, con arreglo a sus motivos, estima conveniente.

LA VOLUNTAD ELIGE PORQUE QUIERE: LIBERTAD

Un objeto puede ser más caro o menos útil, pero más deseable o conveniente para terceros desde el punto de vista del decisor. ¿Significa esto que las decisiones apoyadas en este querer son caprichosas? Las opciones a considerar siempre son presentadas por la inteligencia; los motivos deben ser racionales y tener un atractivo que mueva a la voluntad3. La voluntad, ante ese rasgo atractivo, puede someterse o no al bien que la inteligencia le presenta, o preferir otro motivo por el que decidirse. ¿Cuántas veces un directivo quiere algo que objetivamente no le conviene?
Ante una misma elección dos directivos pueden estar tomando decisiones subjetivamente distintas, perfeccionándose el uno y deteriorándose el otro.
En último término, en la voluntad reside la razón por la que el hombre es libre. De ahí, que se diga «querer es poder».

LIBRES Y RESPONSABLES

Cuanto más conscientes seamos de los motivos que verdaderamente han entrado en juego en una decisión, más libres y responsables nos hacemos respecto de la misma y cuanto más libres y responsables, más humanos. Un niño o un demente no pueden actuar con el grado de consciencia exigible a un adulto. Y porque su libertad es menor, también lo es su responsabilidad, esto lo apoyan los legisladores modernos extensamente.
De estas consideraciones se pueden extraer algunas conclusiones provisionales:
El nervio de la decisión arranca del sujeto entero, con sus querencias y sentimientos, incluidos los impulsos naturales que en él residen
La inteligencia y la voluntad se apoyan y refuerzan mutuamente como quicio decisorio del sujeto, pues es este quien conoce y quiere4
El sujeto que decide no queda en modo alguno al margen de lo que decide. Mejora o empeora internamente por causa de su decisión, en última instancia de su «querer».
Para decidir bien hay que ser bueno, es decir: pensar bien y ejercitarse en una serie de capacidades morales (hábitos o competencias), que atienden a la voluntad. Allí donde la pura razón no basta.

LA ÚLTIMA PALABRA

La imposibilidad de determinar completamente el bien que se desea alcanzar, causada por la «parcialidad» del juicio intelectual que lo propone, exige la autodeterminación de la voluntad, en lo que consiste la libertad humana.
Tenemos voluntad que entiende o inteligencia que quiere?
La voluntad no puede decidir nada a menos que la inteligencia le proponga algo. A su vez, la inteligencia no puede pensar nada si la voluntad no la mueve a pensar. ¿Cómo evitar este movimiento circular que no desemboca en un proceso inacabable?
Ante realidades parecidas, nuestra inteligencia precisa tiempo, procede discursivamente y de modo imperfecto; no llega a entender «todo» perfecta y simultáneamente, por lo que no juzga qué es lo mejor de modo absoluto.
Si deseamos mejorar nuestras decisiones, debemos perfeccionar nuestra inteligencia. Adoptar sólo este camino nos conduciría a la inacción porque hay una connatural debilidad de la inteligencia que sólo supera el fortalecimiento que aporta la voluntad. Únicamente la voluntad supera la parálisis que puede llegar a producir un excesivo análisis.
Los paradigmas shakesperianos de Hamlet y Otelo presentan dos estereotipos de inteligencia, analítica e impulsiva y precipitada respectivamente, su necedad procede de la falta de una voluntad que ordene el bien que realmente se quiere y cómo actuar en consecuencia.
La literatura clásica aporta un conocimiento de la naturaleza humana útil y perenne, a pesar de los cambios del entorno. Del Julio Cesar de Shakespeare podemos extraer lecciones para mejorar la gestión directiva.5

EL ORIGEN DE LAS DECISIONE

Según Tomás de Aquino, las decisiones se adoptan por tres tipos de motivos o razones: porque lo elegido es «lo mejor»; porque, aun no siendo lo mejor, el sujeto decisor se fija en «una» característica singular del bien elegido; y por la mera «disposición personal» del sujeto.
Cuando lo elegido es clara y objetivamente «lo mejor», lo único que tiene que hacer el sujeto para acertar es fijarse con objetividad en las características del objeto de la decisión. En este caso, la relevancia del sujeto y de su voluntad es mínima.
Sin embargo, cuando es frecuente que no se dé esa claridad, que entre varios objetos uno sea netamente mejor. La consideración y aceptación de los motivos subjetivos para decidirnos, depende de la propia voluntad.
El segundo y tercer tipo de los orígenes de la decisión antes referidos se apoyan en la razón de porque quiero que es la voluntad, que apunta a una apuesta de la propia persona. Por lo tanto, para un directivo que desea tomar decisiones acertadas es necesario que forme y desarrolle adecuadamente ese querer, en el que consiste su voluntad.
Existen personas que «aciertan» en la toma de decisiones –al margen de procesos racionales explícitos. La explicación radica en características y disposiciones del sujeto, que no poseen un carácter expresamente intelectual, pero que tienen la última palabra en una decisión en los casos donde no es claro el mejor objeto. Hablamos de cierta intuición.
Cualquier cambio positivo o negativo en un decidor tiene consecuencias en su toma de decisiones. Pensemos en un directivo que pasa de ser un egoísta compulsivo, a introducir entre los criterios de sus decisiones el impacto en terceras personas y, por tanto, a compadecerse de ellas en los casos en los que ese sentimiento es debido.
Como apunta Carlos Llano: «La clave del acierto práctico no está exclusivamente en el perfeccionamiento de aquellas cualidades que nos capacitan para pensar bien, sino igualmente de las cualidades que hacen posible querer lo pensado».6

LA VOLUNTAD EN LA ELECCIÓN

Para explicar el proceso de la decisión es preciso distinguir dos dimensiones de la voluntad: como capacidad natural, de la que parte el querer en sentido amplio, por ejemplo la voluntad de ser puntual; y la que se refiere a actos concretos, reorganizarse para estar 15 minutos antes. A esta segunda dimensión pertenecen el tender y el elegir:

  • Tender tiene como objeto un fin concreto y los medios genéricos necesarios para llegar a él.
  • Elegir se refiere preferentemente a los medios concretos; revisar la agenda con la frecuencia precisa.
  • La voluntad se hace operativa a través de las tendencias y las elecciones concretas. Por eso se dice que a las personas se las conoce por sus actos.

Desde el querer al elegir, pasando por el tender, se produce un proceso de concreción. La decisión abarca tres fases: porque querer un fin (ser puntual) es la causa de querer los medios (revisar una agenda susceptible de ser programada cada x días) que conducen a ese fin. Inversamente, no querer los medios conducentes a un fin implica no querer realmente el fin.
Al elegir los medios concretos se determina y precisa el plan a seguir, este concreta más el fin real, de modo que el propio proceso configura en buena parte el resultado.
Las relaciones entre querer, tender y elegir son el meollo de la cuestión por lo que conviene una cita de Aristóteles: «No es la inteligencia el principio y la guía del hábito, sino más bien un impulso pre-racional. Pues se requiere que nazca en el sujeto un cierto impulso, como de hecho ocurre; y luego, sobre esta base, como segunda instancia, debe la inteligencia considerar la cuestión y decidir».7

LA VOLUNTAD EN LA EJECUCIÓN

La importancia de la voluntad se multiplica en el paso de la decisión a la ejecución, pues es, ante las dificultades de la puesta en práctica de lo elegido, cuando la voluntad empuja con su «querer». Véase la voluntad de un directivo que se opone a una OPA (Oferta Pública de Adquisición) hostil, poniendo en práctica un paquete de medidas defensivas.
El carácter histórico y circunstancial del sujeto imposibilita que su voluntad pueda decidir de una vez para siempre y le exige que tenga que reiterar constantemente su papel en la decisión y en la ejecución: a eso se le llama la «constancia» o tenacidad de la voluntad.
El predominio de la voluntad se debe también a que los sentimientos que surgen en la dinámica de la decisión y su ejecución no se dejan dominar por la inteligencia, sino que sólo se someten a la libertad de la voluntad. Si la voluntad se viese obligada a seguir en todo la dirección marcada por la inteligencia, sería difícil encontrar sitio para la libertad.
La voluntad es más dueña de sus actos que la inteligencia de los suyos, dirigidos por la verdad de las cosas. De ahí que sea la voluntad la responsable de la bondad o maldad de los actos humanos.

DUEÑOS DE NUESTRAS DECISIONES

La decisión es personal en su punto de partida y en su punto de llegada. Nuestras decisiones nos «personalizan», impactan nuestro modo de ser como no pueden hacerlo las opiniones. He aquí dos textos de Aristóteles muy esclarecedores:
«Somos buenos o malos según elijamos el bien o el mal, y no porque opinemos en tal o cual sentido. Asimismo, la elección es objeto de alabanza por recaer sobre lo que se debe hacer más que por ser teóricamente correcta, en tanto la opinión lo es por ser verdadera. Algunos opinan mejor pero por su maldad, eligen lo que no deben».8 «Por elegir lo bueno y lo malo nos hacemos nuestro carácter, no por opinar».9
El hombre es libre, aunque no independiente, por sus decisiones se hace causa de sí mismo, enriqueciendo o empobreciendo sus posibilidades como persona, acrecienta o deteriora su ser.
La posesión de hábitos hace que el hombre sea de una determinada manera y actúe conforme a ella. Pueden ser innatos o adquiridos por repetición de actos. A su vez, la adquisición puede ser voluntaria o involuntaria. Se llama hábito al que se adquiere voluntariamente.
Su adquisición afecta a los rasgos naturales de la persona, ?los subraya, debilita, completa y perfecciona? en tal medida que surge una verdadera transformación personal. La posesión de un hábito inclina al sujeto decisor en un determinado sentido, no absolutamente. En todo caso, el hábito se somete a la voluntad libre de cada momento.
Lo importante es que la voluntad se habitúe a «dominar» a la inteligencia. Este es el centro de la virtud (hábito bueno) y del vicio (hábito malo), y, en consecuencia del crecimiento del hombre o de su destrucción. La profundidad de los hábitos personales, estables, es mucho mayor que las costumbres sociales, pues no resisten trances emocionales o crisis personales serias.
Tanto la voluntad como la inteligencia pueden actuar contra hábitos arraigados, y es lo que conviene hacer cuando son vicios, pues constituyen comportamientos moralmente indeseables; sin embargo, esa capacidad de cambiar puede usarse para desarraigar una competencia e incluso introducir un vicio.

EDUCAR NUESTRA VOLUNTAD PARA SER MEJORES

La inteligencia y la voluntad desarrollan hábitos a través de los cuales ejercer la toma de decisiones y su puesta en práctica. Los hábitos de la inteligencia actúan como causa externa respecto de la decisión. Los hábitos de la voluntad condicionan la verdadera puesta en marcha de la decisión.
Tanto los hábitos de la inteligencia como los de la voluntad inciden en la perfección de ambas facultades: son los responsables de que el sujeto entienda mejor o peor, y tenga más o menos «fuerza de voluntad». Cuanto más ejercita esos hábitos mejor y con menor esfuerzo se decide.
La educación de la voluntad se consigue cuando se habitúa a aceptar y querer bienes verdaderamente valiosos y no aquéllos que en apariencia se presentan bajo razón de bien.
No hay decisiones directivas asépticas o neutrales. Teniendo en cuenta el papel preeminente y permanente de la voluntad en la práctica, el decidir bien no depende sólo del pensar bien, sino también del ejercicio de hábitos que nacen de la voluntad: hábitos que, desde los clásicos griegos, se denominan: virtudes morales.
Los directivos que desean tomar las mejores decisiones deben preocuparse de su formación intelectual y moral. La primera sin la segunda es miope. La segunda sin la primera es errática.

1 El profesor PABLO CARDONA aborda ese tema en su libro Cómo desarrollar las competencias de liderazgo. EUNSA. Pamplona, 2005. Ahí se definen las competencias como comportamientos observables y habituales que conducen al desempeño con éxito de una función o tarea.

2 JUAN ANTONIO PÉREZ LÓPEZ, nota técnica del IESE: «FHN-161 Las motivaciones Humanas», Fundamentos de la dirección de empresas, Rialp. Madrid, 1993.
3 En expresión de TOMÁS DE AQUINO: «no se puede querer lo que no se conoce».
4 Como hemos apuntado, desde hace un par de décadas se habla, con mucha profusión y confusión, de inteligencia emocional. Nada nuevo. Aristóteles ya descubrió que la misma inteligencia que entiende está sujeta a las emociones por asentarse en una persona, conjunción de cuerpo y espíritu.
5 JUAN CARLOS VÁZQUEZ-DODERO, «Julio César, Marco Bruto y la dirección de empresas», Revista Antiguos del IESE, nº 103, Oct-dic, 2006.
6 CARLOS LLANO, Examen filosófico del acto de la decisión. Universidad Panamericana. México, 1998, p.82.
7 ARISTÓTELES, Gran Ética. II, 2, 1206b-1207a.
8 Ética a Nicómaco, III, 2, 1112a 5-10.
9 Ibidem, III, 3, 1112a 1-3.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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