Todas las personas que se han preocupado de analizar las actividades de la empresa después de la caída del muro de Berlín, se percatan sin dificultad de que el eje fundamental no está constituido por diversos sistemas o modos técnicos de hacer de la organización en los diversos campos que la constituyen:
informática, mercadotecnia, maneras específicas para elaborar y proporcionar diversas clases de productos, o satisfacer una variadísima serie de necesidades individuales y sociales.
El eje al que ahora me refiero es el de polarizar todo el trabajo de la empresa en el concepto de servicio:
ha aparecido así el término no antes utilizado de stakeholder. La empresa no solamente se encuentra en contacto con el cliente al que sirve, sino en estrecha relación con una pluralidad –que se agranda con el tiempo– de grupos de personas ante las cuales guarda determinadas responsabilidades.
Al cliente y al colaborador, que tienen la característica fundamental de ser directos stakeholders, han de añadirse el proveedor, las organizaciones sindicales, el Banco, los acreedores, los deudores, etcétera. Sin embargo, lo notable de este concepto no es tanto el de la relación puramente comercial o económica con las personas relacionadas,
sino además los vínculos de naturaleza no económica, es decir, nexos sociales de muy variada índole, entre los que se encuentra sin duda alguna la intimidad cultural de la persona.
Dicho de manera resumida, el punto dominante en el manejo actual de las empresas es el de la atención desde variados y complejos puntos de vista al stakeholder como persona, y particularmente con la cultura aneja a éste. La persona y su cultura son inseparables, como lo fueran, según Ortega y Gasset, «el yo y las circunstancias».
EL ERROR DE LA INDUSTRIA NORTEAMERICANA
Al final del pasado milenio se publicó un libro cuyas ideas no sólo se consideran ahora vigentes, sino con la capacidad de influir de manera progresiva en todos los quehaceresde la organización. Me refiero a Sistema versus Persona.1 En ese libro se presta especial atención a la importante obra, también todavía vigente, de Pascale y Athos, El secreto de la técnica empresarial japonesa. Hallamos ahí lo que indudablemente puede calificarse de parteaguas en las relaciones industriales. La obra se conoce debido a la llamada teoría de las siete «s». En efecto, Pascale y Athos ven en toda organización dos aspectos de naturaleza diversa: el hardware y el software. Son los primeros, a mi juicio, que manifestaron públicamente la importancia de la cultura de una organización por encima de algunos otros factores que siempre se habían tenido como fundamentales.
Se refieren específicamente a tres componentes de la empresa que se consideran de manera memorial como aquellos elementos que le dan dureza, fuerza y consistencia,y que, metafóricamente, representarían el hardware de cada organización: estrategia (Strategy), estructura (Structure) y sistema (System). Para enfatizar la fuerza de estos factores, Pascale y Athos los escriben con mayúscula.
Pero hay para ellos otros cuatro elementos que no aparecen con el peso e impacto de los anteriores,constituyen la parte blanda (y se escriben con minúscula), delicada, de la organización y se comportan para nuestros autores como constitutivos de lo que podría denominarse software en la empresa: el estilo cultural (style), la manera de ser de las personas (staff), lo que saben hacer mejor o para lo que tienen una habilidad nata (skills) y los objetivos que persiguen (score). En estos objetivos lo importante no es la meta a conseguir, sino la complementariedad de las diversas finalidades que buscan los integrantesde la empresa.
Para nuestros autores, el error de la industria de Estados Unidos reside de manera inequívoca en el hecho de que han otorgado mayor atención y acento a los elementos duros (estrategia, estructura y sistemas) sobre los elementos blandos (estilo cultural, modo de ser de la persona, habilidades en germen y anotaciones en los objetivos). Es decir, han puesto su mirada en los aspectos técnicos y administrativos de la empresa, menospreciando o colocando, en segundo lugar, los puntos de vista personales y culturales del ser humano, que parecen más débiles, pero resultan verdaderamente característicos y, en cierto modo, diferencialmente competitivos, en comparación con otras empresas.
CONDICIÓN PARA UNA VERDADERA GLOBALIZACIÓN
Esto ha dado lugar a una globalización inarmónica de la que pocos estudiosos se han dado cuenta: insisten con terquedad en establecer procedimientos, sistemas, controles, reglamentaciones, etcétera, pero se sienten incapaces de enhebrar las diferencias culturales de las personas que deben llevar a cabo esos procedimientos, sistemas, controles, reglamentos y maneras de hacer.
Las empresas japonesas, según Pascale y Athos, procedieron en sentido contrario, atendiendo más al aprovechamiento de sus perfiles culturales antes que a los procesos técnicos y administrativos. Adoptaron las técnicas occidentales modificándolas al tenor de los factores básicos de su cultura nacional.
Podríamos mencionar muchísimos sistemas técnicos, de servicios y de productos, universalizados en hoteles, restaurantes, instrumentos de viaje, elementos deportivos, entre otros. Tampoco es irrelevante el hecho de que un deporte británico como el fútbol sea ahora el más popular en países completamente disímbolos como Camerún o Nigeria.
La tesis que sostengo en este artículo es que los aspectos llamados por nuestros autores con razón duros (hardware) resultan más fáciles de globalizar. Un ejemplo, que subrayamos, es el darse cuenta de cómo los procedimientos contables de los Estados Unidos se han universalizado introduciéndose en modos de contabilidad de trazo incluso opuestos, como el alemán.
En cambio, los factores decisivos para el modo de ser de las empresas,que configuran su personalidad, y que nuestros autores denominaron blandos (software), resultan difícilmente globalizables: el modo de ser de los japoneses contrasta claramente con el de los latinos o el de los árabes. Y ahí se encontrará la verdadera globalización. Si se consigue la primera, pero no se logra la segunda, caeríamos fácilmente en un taylorismo mecanicista, desagradable para todos, porque el hombre,quien quiera que sea, se resiste a comportarse como una máquina sin tener en cuenta o sin amoldarse a su profundo modo característico de vida.
LA DIFÍCIL GLOBALIZACIÓN DE LOS FACTORES BLANDOS
La obra de Pascale y Athos se publicó en México en 1984. Durante este tiempo se ha visto de manera indudable que la aplicación de los elementos llamados duros, en medio de su transposición internacional,no resultan verdaderamente operativos, incluso contraproducentes, si no se ha procedido previamente a la universalización de los factores que llamamos blandos.
Al mismo tiempo, también hemos podido constatar –aun con muchas experiencias personales en nuestro país– que globalizar los elementos blandos, incluso admitiendo que son condicionantes y necesarios, resulta más difícil que los elementos duros.
Ello, porque la Strategy, la Structure y el System se encuentran más desapegados de la persona. Como toda técnica, el individuo debe sujetarse a ella de manera, diríamos, maquinal o automática, poniendo en sordina los sentimientos, deseos o dificultades internas que pudiera sufrir en esa mecanización. En cambio, el style, el staff, las skills y las scores individuales, exigen de suyo un cambio interno personal de muy difícil consecución, porque no sólo requiere de la voluntad humana sino también de la superación determinados hábitos de conducta tal vez profundamente arraigados.
MUCHO MÁS QUE DINERO
Una docena de años después de que Prahalad y Hamel escriben Competing for the future,2 en 2007, Prahalad y Bill Breen publican The future of management,3 en donde la aguda problemática de globalizar los modos de ser definitivos de las personas resulta el nudo gordiano de una verdadera globalización.
Para decirlo en los términos griegos que utiliza mi colega Carlos Ruíz González, la universalización de las empresas no se consigue en la línea de la póiesis (la producción, el cambio de las cosas exteriores), sino en el de la prâxis (o acción interna personal del individuo). No se trata –dice Carlos Ruiz– del logro de un valor económico agregado (VEA), sino de un valor humano agregado (VHA), en donde las características fundamentales de las personas resultan decisivas, al grado de que Prahalad y Hamel las llaman competencias esenciales. Dejan ver –aunque de manera superficial– que «muchas empresas están comenzando a darse cuenta de que todos sus empleados tienen inteligencia»; «¿cuántas empresas –nos preguntamos– comprenden
que sus empleados también tienen corazón?»4No sólo existen trabajadores que colaboran con su inteligencia, creatividad
y «chispa», sino que también involucran su entrega, optimismo, paciencia, alegría… para obtener los objetivos de la organización. Para alcanzar estos objetivos se requiere más, mucho más, que sistemas técnicos. Todas las actitudes anteriores no aparecen sólo con el afán de obtener una recompensa económica a cambio, sino, además, alcanzar un anhelo intrínseco de su persona.
LIBERTAD INDIVIDUAL VS CAUSA COMÚN
De acuerdo con Aristóteles, la búsqueda de la felicidad es la meta que subyace en todas las acciones de los individuos, y bien puede decirse que la plenitud humana se concentra en el trabajo, pero sólo cuando aparecen junto con él aquellas cualidades blandas que hemos mencionado. El problema es que por una parte, las empresas requieren de manera exigitiva una globalización, es decir, una compatibilidad de distintos modos de trabajo en diversas áreas geográficas y culturales. Pero, al propio tiempo, tal universalización tropieza con la necesidad de cambiar aspectos profundos de la propia persona que deba adaptarse a los nuevos sistemas globalizados, y a las culturas de los países en donde los diversos puntos productivos se encuentran.
¿Cuál será el camino para lograr que las personas de distintos y aún opuestos orígenes culturales puedan trabajar entre sí armónicamente, no como meros elementos de un sistema, de una estrategia, de una estructura, sino como personas en tanto que tales? Es decir, como persona con una identidad insustituible en el modo de abrirse a los demás.
Nos dicen Prahalad y Hamel sobre este punto que si bien es verdad que las personas buscan libertad individual también se encuentran bajo un impulso aparentemente contradictorio: la búsqueda de una causa común; que no puede ser para ellos, ni para nosotros, una mayor utilidad monetaria.
Sabemos que la libertad comprada con dinero tiene un lapso de vida sumamente breve.
Para que los fenómenos culturales diversos no nos impidan trabajar global y armónicamente, como nos lo impiden ahora, no es necesario recurrir a otra técnica psicológica más o a otro sistema de relaciones humanas, sino profundizar en un concepto o paradigma del hombre, con la confianza de que en muchos aspectos todos los seres humanos, en medio de nuestras diferencias individuales, tenemos semejantes bases antropológicas. Con gran acierto en Competing for the Future5 nuestros autores se hacen la pregunta clave: ¿cuál es la noción del hombre que subyace a este nuevo paradigma? La respuesta es definitiva para lograr una globalización que no resulte estridente. Nos dicen, con razón, que debe verse al hombre de una manera completa y no desde una perspectiva parcial. No obstante, no parece que esto haya sido logrado de tal modo por nuestros autores.
Sabemos, por la antropología clásica, que hay un conjunto de tendencias o impulsos en el ser humano que lo llevan a su verdadera finalidad: a la plenitud de su propio ser. Pensamos que Prahalad, Hamel y Breen, lícitamente preocupados por la organización, no han podido analizar los fundamentos de la antropología clásica.
CONDICIONES PARA UNA GLOBALIZACIÓN ARMÓNICA
Nos parece que hemos de ser pioneros,si tal fuera el caso, en destacar la exigencia de una identidad personal en cada individuo para que tenga posibilidades de insertarse con consistencia en un sistema –mundial o regional– globalizado.
Ya hemos dicho en alguna ocasión que las uniones entre las empresas y los modos de producir de diversos países no se logran por emulsión, sino más bien por las combinadas relaciones que encontramos en un gran mosaico.
Ocurre que esta identidad personal,cuando es verdadera, se logra gracias a un centro estable formado precisamente por esas tendencias que constituyen la ética humana. La ética del hombre no consiste en una codificación de conductas, sino en una rectitud de hábitos que reposan de una manera o de otra en todas las personas que merecen recibir ese calificativo.
Es preciso por tanto señalar con firmeza un conjunto de características que pueden y deben ser comunes a todos los individuos, sea cual fuere su raza, sexo, con ciencia y cultura nacional. Estas características proporcionan un modo de ver de la misma manera cualquier realidad y facilitan por ello un trabajo bien hilvanado entre personas que, en otros aspectos, serían radicalmente diversas.
Es importante notar que estas cualidades comunes, que constituyen el fondo de la personalidad de cada individuo, no tienen necesariamente una directa relación con su desarrollo dentro de las empresas. Se trata de algo más general, que abarca, sí, los modos de producción, pero también el modo de la conducta como ciudadano, como miembro de familia, como compañero de escuela, como amigo, e incluso como practicante de un determinado deporte.
No es ahora el momento de enumerar ese conjunto de hábitos nativos cuya existencia, desarrollo y conservación hará posible que aquellos factores blandos difíciles de combinar se hagan, como los buenos paisajes de mosaico, compatibles entre sí.
Pero es imprescindible decir que las personas encargadas del desarrollo de quienes componen la organización deben afirmar las cualidades necesarias para que el hombre pueda entenderse con cualquier otro hombre bien nacido.
Si tuvieran para ello que estudiar las tradicionales costumbres éticas vigentes a lo largo de los siglos, tendrían que hacerlo, sin guardar respetos humanos –el qué dirán–, cuando en ese estudio se tropiecen con lo que descaradamente se han llamado virtudes cardinales que, como su propio nombre indica, constituyen la columna vertebral de toda la anatomía ética del ser humano: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Habrán de desarrollarlas, ya que serán parte de su oficio. En una era en la que abunda la irreflexión, el egoísmo, las cobardes evasiones y el creciente consumismo…, globalizar la organización será la causa y el efecto de universalizar aquellos valores.
NÚCLEO DURO DE VERDADES MORALES INAMOVIBLES
Me he referirido en alguna ocasión a una anécdota personal que considero oportuno recordar de nuevo, ya que una anécdota puede llegar a tener más impacto que todo el presente artículo. Una organización mundial, con empresas ubicadas en cincuenta países diferentes, reúne cada año a sus directores generales, para discutir diversos puntos comunes, sugeridos por ellos mismos. En este caso, propusieron responder a la siguiente cuestión: «¿Debe cada empresa de nuestra organización amoldarse a las reglas éticas del país donde se desarrolla, o debe, al contrario, poseer una ética común?» Encargaron responder a esta difícil pregunta a tres estudiosos de la ética del hombre: Lynn Payne, profesora de valores en la Harvard Business School; Jacob Needleman, profesor de ética en Stanford University, y el que suscribe. Preparé mi ponencia bajo el supuesto de que las dos personas encargadas del mismo menester adoptarían la mentalidad relativista general que hoy existe. Lynn Payne, cuyo pensamiento correspondía a alguna de las confesiones cristianas de Estados Unidos, dijo que, efectivamente, la ética de una compañía debía acoplarse a las costumbres morales de la comunidad en la que se encontraba, dado que sus trabajadores poseerían muy posiblemente esas costumbres. Advertí que mi ponencia tendría que enfrentarse de alguna manera con esta primera proposición suya. No obstante, continuó diciendo que, de cualquier manera, la compañía internacional cuyos individuos estaban allí reunidos, requería tener un núcleo duro –empleó este término– de verdades morales inamovibles. De no existir ese conjunto de factores éticos la compañía dejaría de ser una organización, para subdividirse en varias de ellas, ya que una ética común es la referencia imprescindible para mantener la unidad. Me sorprendió gratamente esta afirmación contradictoria o contestataria de cualquier relativismo al uso.
Por su parte Jacob Needleman, por cuyo nombre podría pensarse en su filiación judía, aseguró con firmeza que toda religión poseía su propio sistema ético, y, por tanto, debía de tenerse en cuenta la que predominase en un determinado país. No obstante, añadió también con firmeza, en el subsuelo de todas las religiones verdaderamente tales se encontraban normas éticas sumamente parecidas. Lo que había que hacer era estudiar el contenido de ese fundamento ético con el objeto de que todos los integrantes de la empresa se sujetaran a él. Para Needleman, ese fundamento se hallaba en el decálogo bíblico.
Ante las ponencias de las personas que me precedieron me hallé con sentimientos encontrados. Por una parte me percataba de que mi ponencia carecería de utilidad, pues no haría más que repetir lo que acababa de decirse; pero, por otra, me satisfacía profundamente ver que, dos autoridades de valía debatían claramente el relativismo, que yo consideraba generalizado. Me limité a decir que mis colegas se adherían a la clara afirmación de C.S. Lewis, en el sentido de que todas las civilizaciones
serias –no las fugaces y pasajeras que sucumben con sus fundadores, como Marx, Freud, Comte, Nietzsche– coincidían en los rasgos básicos de sus propuestas morales. No debíamos, pues, exaltar el relativismo a una posición mundial inexistente.
EL PROBLEMA NO ES TÉCNICO SINO ÉTICO
Podemos concluir que las dificultades surgentes para una globalización (preocupaciones, deseos, finalidades, pasiones, etcétera,) no se resolverían mediante la imposición de sistemas técnicos abstractamenteútiles, sino gracias al desarrollo ético de las personas que deben trabajar juntas aunque provengan de fuentes culturales diversas. Por ejemplo, un norteamericano veraz se entenderá mejor con un árabe veraz que con otro norteamericano hipócrita. Un japonés disciplinado y que se atenga a su palabra se entenderá mejor con un sueco que sostenga los mismos hábitos, más que con otro japonés desordenado e incumplido en sus compromisos.
El problema de una verdadera globalización –el trabajo realizado en relación con stakeholders repartidos como hoy en todo el mundo– no es un problema técnico sino ético.
1 Llano, Carlos, Sistema versus persona, McGrawHill, México, 1994.
2 Prahalad & Hamel, Competing for the Future, Harvard Business School Press, 1996.
3 Prahalad & Billll Breen, The Future of Management, Harvard Business School Press, 2007.
4 Prahalad & Hamel, Competing for the Future, p. 82.
5 Prahalad & Hamel, Competing for the Future, p. 203.