Suscríbete a la revista  |  Suscríbete a nuestro newsletter

De Esparta a Istmo: «Los trescientos»

La película The 300 Spartans, dirigida por Rudolph Maté en 1962, narra la hazaña de Leónidas y sus soldados contra los invasores persas. En 2007, Zack Snyder retomó el tema y lo rehizo inspirado, para mi gusto, en La guerra de los clones y en la saga de Rambo.
El argumento de ambas versiones de «los trescientos» es sencillo. Un reducido número de griegos se atrinchera en las Termópilas y contiene durante varios días el avance del las tropas enemigas. Gracias a ello, los griegos ganan un tiempo precioso que les permitirá enfrentar en mejores condiciones la invasión.
El episodio forma parte del imaginario popular de Occidente, pues el suceso se interpreta como la defensa ciudadana de las libertades democráticas en contra del despotismo de los monarcas orientales. No entraré en precisiones históricas. Baste con decir que con «los trescientos» sucede algo parecido a lo que sucede con los Tres Reyes Magos: ni eran tres, ni eran reyes, ni eran magos… Los trescientos espartanos no fueron ni sólo trescientos ni sólo espartanos. Lo relevante es que un número pequeño de soldados fue capaz de enfrentar a 200 mil soldados persas en el estrecho de las Termópilas.
Damas y caballeros, hoy llegamos al número Trescientos de esta revista. ¿Moriremos heroicamente a manos del rey Jerjes? No lo creo.

ISTMO, UNA ESPERANZA

Conocí istmo cuando estudiaba el bachillerato de la Panamericana a finales de los años setenta. Por aquel entonces, como otros adolescentes de mi tiempo, leía a Herman Hesse y coqueteaba con el marxismo que conocía a través de Rius (Marx para principiantes, La trukulenta historia del capitalismo…) y de novelas comprometidas como La madre de Máximo Gorki y Así se templó el acero de Nicolai Ostrovski. Con tal equipaje a cuestas, lógicamente me sentía incómodo en la clase de «doctrina católica». No recuerdo si fue el profesor de esta asignatura o el capellán de la preparatoria quien me recomendó un artículo sobre socialismo en istmo.
Aquí vendría muy bien escribir que la lectura de tal o cual texto no me cambió, como la lectura del Hortensius de Cicerón transformó a san Agustín. Quizá no leí con atención. Quizá mi vida era menos agitada que la del joven Agustín. Mi primer contacto con la revista confirmó lo que suponía: istmo era una publicación al servicio de la burguesía contrarrevolucionaria. Lo siento, la realidad suele ser poco poética. No debo inventar una conversión filosófico-literaria.
El heroísmo de los trescientos espartanos tampoco aniquiló al ejército persa. Al quinto o sexto día, Jerjes caminó sobre los cadáveres de sus enemigos. No obstante, ese pequeño grupo fue el pilote donde se ancló la resistencia de Grecia. Las personas siempre necesitamos de donde aferrarnos, especialmente durante las tempestades. Por ello, la iconografía cristiana representa la virtud de la esperanza con la imagen de un ancla. ¿Cuándo sirve un ancla? Cuando descansa en el fondo, donde no la vemos. Un buque anclado firmemente no irá a donde lo lleven los vientos, sino a donde lo mande el capitán, precisamente porque mantiene un asidero en el lecho del mar.

EL SALDO DE LA CULTURA: HACERNOS PENSAR

La cultura es como el océano: oleaje continuo. Incluso cuando luce tranquilo, lo surcan corrientes poderosas capaces de ahogar al nadador más diestro. Así debe ser, porque el mar y la cultura son vida, y la vida es cambio, renovación.
Trescientos se me antoja un número cabalístico. Trescientos números de istmo son muchas, muchas páginas. Las suficientes, pienso, para poder acudir a ellas en tiempos de tempestad.
El año pasado me quejaba en este espacio de la precaria situación de la cultura cristiana en México. Reafirmo lo escrito. El catolicismo mexicano, a excepción de unos casos, está ausente en «la primera división» de la cultura; jugamos un futbol llanero o, si acaso, en la segunda división. El catolicismo retrocede en todos los frentes: cada vez hay menos católicos y cada vez brillan menos.
Cuando toco este tema, me gusta poner el ejemplo de Tomás de Aquino. En su época, un peligro acechaba Europa: un filósofo pagano revestido del prestigio de la ciencia moderna, pero situado en las antípodas de las creencias cristianas. Un filósofo peligroso que rechazaba la providencia de Dios, la creación del mundo, la inmortalidad del alma, que sostenía una moral prácticamente atea.
Era tan peligroso que el Obispo de París prohibió la lectura de varios de sus libros por considerarlos venenos contra la fe cristiana.
Ese filósofo se llamaba Aristóteles. ¿Qué hizo Tomás? Lo leyó. Lo estudió. Lo asimiló al cristianismo. Hoy, buena parte de la teología católica se vale de la terminología aristotélica para expresar sus dogmas.
Santo Tomás de Aquino no publicó desplegados en el periódico, ni se manifestó en las calles. Su existencia fue simple: estudió, escribió y enseñó. Al final del día, Aquino hizo más por el Cristianismo desde la Universidad que todos los cruzados juntos. (La sola idea de una guerra santa me parece inmoral.) El saldo de las cruzadas fue un reino efímero en Tierra Santa y mucha sangre y odio de por medio. El saldo de la aventura intelectual de Tomás, en cambio, fue positivo. El mero hecho de hacernos pensar es de suyo algo bueno.

REGAR Y CORTAR: BEBER CAFÉ Y ESTUDIAR

Mucho me temo que parte de la tragedia cultural del catolicismo mexicano es un afán por la espectacularidad y un descuido del estudio. Dudo mucho que los congresos multitudinarios generen un núcleo de pensamiento lo suficientemente sólido como para anclarnos en él. La cultura y el pensamiento no se improvisan en reuniones masivas ni vistosas. Una vez, un visitante le preguntó a un profesor inglés cómo conseguían esos prados tan verdes y hermosos. El catedrático respondió: «Muy sencillo, se riega, se corta, se riega y se corta, y así durante cuatrocientos años».
istmo jamás publicará un reportaje gráfico sobre la boda del Príncipe Guillermo de Inglaterra ni nos dará los diez mejores consejos para combatir la celulitis. Hay revistas que ya lo hacen, y lo hacen muy bien. No las critico. (Es más, confieso colaboro eventualmente con algunas de ellas.)
Por el contrario, me gusta pensar en istmo al modo de los trescientos espartanos. Se trata de aglutinar, de crear un espacio de reflexión. Explicando el modo como se adquiere el conocimiento, Aristóteles utiliza una metáfora que viene a cuento: «al igual que en una batalla, si se produce la desbandada, al detenerse uno se detiene otro, y después otro, hasta volver al orden del principio. Y la mente resulta ser de tal manera que es capaz de experimentar eso». Eso es cada número de istmo: un soldado que se detiene durante la desbandada.
Voy a más. La cultura se crea siguiendo el modelo del complot. Se trata de conspirar, de discutir en las penumbras del grupo. Así se armó la revolución francesa y la revolución rusa: bebiendo café, pero habiendo estudiado antes de sentarse.
Me gusta imaginar istmo como un pequeño café, donde nos reunimos cada dos meses para charlar y debatir. Para conspirar.
Llevamos ya trescientas tertulias, trescientas reuniones de la «sociedad». El día que se escriba una historia de la cultura cristiana en México, se mencionará istmo como una aportación modesta. La gente pensará: ¡Huy! Que es muy fácil fundar una revista. Y en realidad lo es. Lo difícil es mantenerla trescientos números. Igual que el césped inglés. Igual que el ancla que nadie ve, porque está en profundidad.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

Newsletter

Suscríbete a nuestro Newsletter