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¿Qué es un valor?

Los valores son realidades vividas y no meras opiniones. Un valor no se sostiene en un discurso sino en un modo de ser persona. ¿En nombre de qué podemos afirmar que un acto humano es bueno o malo, una conducta justa o injusta, un comportamiento correcto?

Perturbados por los inmensos cambios que vemos a nuestro alrededor y que afectan de forma muy concreta nuestra vida y la de nuestras familias, nos preguntamos: ¿Sobre qué, a fin de cuentas, se apoyan los valores y los principios éticos?
Resulta claro que los dos pilares, el religioso y el metafísico, que fundamentaban la moral y los valores, se han derrumbado ante nuestros ojos. La religión ya no representa una referencia común para las sociedades occidentales (a diferencia de lo que acontece en ciertas sociedades islámicas). Y a partir de la crisis de la razón ética, en el siglo XVII, hemos visto desmoronarse a la metafísica, derivando poco a poco en tantas convicciones como conciencias individuales existan.
Las generaciones que nos precedieron se apoyaban sobre estos dos fundamentos: el religioso, Dios manifestaba su voluntad a través de su ley; no excluía sino que abrazaba el orden de la razón, como lo expresa con claridad Tertuliano: «El hombre es el único entre todos los seres animados que puede gloriarse de haber sido digno de recibir de Dios una ley: Animal dotado de razón, capaz de comprender y de discernir, regular su conducta disponiendo de su libertad y de su razón, en la sumisión al que le ha entregado todo.
Se entiende que es intrínseco a la dignidad del hombre que su inteligencia haya sido creada con la capacidad de aprehender la verdad. La verdad sobre el hombre puede ser conocida universalmente gracias a la ley moral inscrita en el corazón de cada uno, lo cual lejos de ser una limitación es la real garantía de poder obrar moralmente con libertad.
El segundo fundamento era de carácter metafísico: los griegos, por ejemplo, Aristóteles y los estoicos, evocaban la naturaleza humana, con lo que ella suponía de consonancia armónica entre el cosmos y la conciencia personal. Muchos siglos después, el filósofo alemán Emmanuel Kant –para quién la filosofía como moral se nutre en último término de la esperanza de que Dios exista– elige otra perspectiva metafísica: fundó su ética sobre el bien, buscado en cuanto él mismo («Hacer el bien porque es el bien  y percibido como un imperativo categórico. ¿Qué nos sucede hoy? En materia de fe y de costumbres habríamos abandonado así la era de la verdad y la certeza para entrar en la era de las convicciones, que en muchos casos se confunden con simples convenciones.

EL GRUPO «NINGÚN SABER» TOMA EL PODER

El cuadro que se hace presente ante nosotros está bien figurado en la introducción del libro Tras la virtud del filósofo y sociólogo británico Alasdair MacIntyre, a través de una imagen metafórica relativa a las ciencias naturales, que denomina «sugerencia inquietante.
Imaginemos que las ciencias naturales sufren los efectos de una gran catástrofe. La población mundial culpa a los científicos de grandes desastres ambientales. Se producen motines, se asaltan los laboratorios y se les incendia, se da muerte a los físicos, los libros y los instrumentos son destruidos. El movimiento llamado «Ningún-Saber » toma victoriosamente el poder, procede la abolición de la ciencia que se enseña en colegios y universidades, apresa y ejecuta a los científicos que restan.
Pasa cierto tiempo y la gente ilustrada que sobrevivió a la catástrofe promueve una reacción contra la mencionada ola destructiva anticientífica. Intentan resucitar la ciencia, aunque se encuentran con el problema de que han olvidado en gran parte lo que fue.
Poseen apenas fragmentos: cierto conocimiento de los experimentos desgajado del contexto teórico que les daba significado; partes de teorías sin relación tampoco con otros fragmentos o teorías, ni con la experimentación; instrumentos cuyo uso ha sido olvidado; semicapítulos de libros, páginas sueltas de artículos, no del todo legibles porque están rotos y chamuscados.
A pesar de todo, se recogen esos fragmentos y se incorporan a una serie de prácticas para las que se resucitan los títulos científicos de física, química, biología… Los adultos involucrados en este esfuerzo disputan unos con otros sobre los correspondientes méritos de la teoría de la relatividad, la teoría de la evolución y otras más, aunque poseen un conocimiento muy restringido y parcial de cada una.
Los niños aprenden de memoria las partes sobrevivientes de la tabla periódica y recitan como ensalmos algunos teoremas de Euclides. Casi nadie comprende que eso no es ciencia natural. Los contextos necesarios para dar sentido a toda esta actividad se han perdido, quizás irremediablemente. Algunos se refieren a «peso atómico », «masa», «gravedad específica» con una ilación de lenguaje que recuerda los tiempos anteriores a la pérdida provocada por la gran catástrofe. Pero en realidad las premisas implícitas en el uso de esas expresiones han desaparecido y su uso revela elementos de arbitrariedad y hasta de elección fortuita francamente sorprendentes. Se cruzan razonamientos contrarios y excluyentes no soportados por ningún argumento.
¿A qué viene construir este mundo imaginario habitado por pseudocientíficos ficticios?, se pregunta MacIntyre. Y responde: «La hipótesis que quiero adelantar es que, en el mundo actual que habitamos, el lenguaje de la moral está en el mismo grave estado de desorden que el lenguaje de las ciencias naturales en aquel mundo imaginario recién descrito».
Lo que poseemos, si este parecer es verdadero, son fragmentos de un esquema conceptual, partes a las que ahora faltan los contextos de los que derivaba su significado. Poseemos, en efecto, simulacros de moral, continuamos usando muchas de las expresiones-clave. Pero hemos perdido –en gran parte, si no enteramente– nuestra comprensión, tanto teórica como práctica de la moral.

DEL PROCESO A DIOS AL RECHAZO A DIOS

Hemos visto la rotura de los dos pilares –religioso y metafísico– que fundamentaban para nuestros mayores la moral y los valores. Paulatinamente, la religión deja de ser una referencia común para la sociedad occidental, mientras que a partir de la crisis de la razón ética, en el siglo XVII, se derrumba la metafísica. Entramos entonces en el llamado proceso de secularización de la cultura.
Como en la revolución acientífica del movimiento «Ningún-Saber» que imagina MacIntyre, se abre en el siglo XVIII un proceso sin precedentes, el proceso a Dios, como lo llama el historiador Paul Hazard,3 que en el siglo XIX se transforma en un rechazo a Dios.
El iluminismo del siglo XVIII, que declara la fe cristiana irracional, mítica, legendaria, enemiga de la ciencia y del progreso, tiene portavoces como Voltaire, Bayle y Holbach Helvetius, entre otros.
Su visión destructiva de la religión se profundiza en el siglo XIX (con Hegel, Feuerbach, Marx, Comte, Nietzsche, Freud) y en el XX con el comunismo, el nacionalsocialismo,4 y luego con sucesivas generaciones de pensadores antirreligiosos y anticristianos como Sartre y de científicos materialistas y agnósticos. Lo que continúa hoy, en las líneas generales que dominan la cultura pesar de espléndidas contraexpresiones– no desdice estos antecedentes, sino que los ahonda.
La tercera etapa vio en el siglo XX el arribo del hombre demiurgo. El extraordinario desarrollo de los conocimientos científicos y avances, más asombrosos aún, de la técnica que interviene en todos los campos, impulsaron al hombre a ocupar el lugar de un Dios en lo sucesivo ausente. Desde ahora –escribía Jean Rostand– contamos con el medio para actuar sobre la cosa vital (…) porque hemos penetrado en los arcanos de la naturaleza. (…) La ciencia ha hecho dioses de nosotros antes que merezcamos ser hombres.
La secularización actual exige una separación radical de toda expresión religiosa o metafísica. No siempre rechaza a la religión como tal, pero sí la supuesta pretensión de modelar la sociedad como en el pasado y de orientar las costumbres. Cada individuo debe usufructuar de autonomía respecto a ella y debe convertirse en asunto exclusivamente privado.
El mundo se ha «despojado de sus dioses y su Dios», dijo Martin Heidegger. Y sucede, aparentemente, algo así como si lo divino, se hubiese retirado del mundo.

SI NO CULTIVAN NO SON VALORES

Con el proceso de secularización descrito encontramos a diario en los medios de comunicación una retahíla de intercambios y discusiones sobre lo que algunos llaman la «cuestión valórica».
Se entiende en general por valor, una opinión más estable, diferente de la que puede llamarse de coyuntura, como son en general las políticas, económicas o de índole semejante. Con frecuencia se equipara el tema del valor con un «reproche ético». Entran en la discusión sobre valores especialmente temas como familia, aborto, derecho a la vida, reproducción sexual y similares.
Necesitamos realizar una primera distinción. Un valor para ser reconocido como bien, necesita ser experimentado. Es algo esencial del valor cuando se trata del tema de la cultura.
La cultura, sustantivo que deriva de cultivo, supone un tiempo y un cambio –el de la siembra y la cosecha– e implica unos valores que nos hacen vivir y cambiar en una dirección consistente con ese desarrollo germinal.
La tradición aristotélica hablaba en este sentido de virtudes entendidas en cuanto fuerzas, capacidades de obrar. Los valores, mientras tanto, apuntan a bienes o cosas que son estimables.
Sean virtudes o valores, lo son en cuanto realidades vividas y no en cuanto meras opiniones. Si no son capaces de cultivar a la persona –en el sentido de germinar en ella un cultivo de su ser– están en el plano de simples justificaciones o entelequias racionales, que no se vinculan con el bien, la verdad y la belleza.
Se repetiría así, en el plano moral o del valor, la situación de aquellos que deseaban resucitar la ciencia fragmentada y desgajada de su contexto, por la catástrofe de la revolución anticientífica que desencadena el movimiento «Ningún-Saber».

LOS VALORES SE RESQUEBRAJAN

Todo esto nos pone de frente a la crítica de Nietzsche, quien formula una suerte de interesado J’acusse (Yo acuso): el nihilismo es la situación en la que los valores se resquebrajan, dejan de tener fuerza, pierden su finalidad, donde no existe respuesta a la pregunta por qué.
Se sitúa a los valores en una esfera en la que no se les puede vivir y se  transforman en meras justificaciones de la razón y de la voluntad de poder.
«Dios ha muerto, nosotros lo hemos matado», grita Nietzsche. «Hemos cambiado el sentido de los valores, se les ha subvertido (se refiere a los valores trascendentales de la metafísica: la unidad, la verdad, el bien, la belleza). ¿Cómo es que no estamos temblando frente a la oscuridad que viene? ¿Cómo podrá el hombre vivir con esta realidad?», se pregunta. Y responde: sólo el Superhombre es capaz de sobrevivir en esta situación. Se burla entonces con sarcasmo de los que pretenden crear una moral tras haber dado muerte a Dios. ¿Tener en esa situación una moral? Absurdo, responde.
Con diabólica lucidez, el filósofo, autor de la Genealogía de la moral y de El Anticristo, saca las consecuencias, aplicadas a la historia humana que tiene ante sus ojos, de los dichos de la serpiente en el Paraíso. Los valores suponen por definición, ya dijimos, un algo estimable, pero su apreciación como tal supone a la vez un apetito ordenado. El fruto del árbol del Paraíso era apetitoso a la vista. Lo era, como tantos bienes antes y después de la subversión provocada por la revolución nihilista que saluda Nietzsche, la que hizo despertar en el hombre poderosas fuerzas que, según él, la «moral judeo-cristiana» había enseñado a refrenar.
Y entonces proclama: «Lo que hasta ahora era lo más valioso sobre la tierra, resulta lo más despreciable. Y lo que era lo más despreciable, es ahora lo más valioso». Como en el Paraíso, glosamos nosotros, donde el valor estaba en Dios y era según Dios, y la tentación de la autonomía lo quiso hacer del hombre y según el hombre. Nietzsche habla desde el lenguaje de la subversión de los valores. Lo vital para él no es vivir según Dios, sino gozar lo apetitoso del fruto, sin Dios. Vivir «dionisiacamente».
Pero fue Dios quien hizo el fruto –hizo todas las cosas y todo lo hizo bien– así que el esfuerzo de una «antropología creatural», opuesta a esa tendencia histórica, apuntaría por el contrario a redescubrir la estimabilidad y belleza que las cosas tienen según Dios.
Para comprender mejor esa dualidad moral y valórica, y las premisas de una verdadera «antropología creatural», conviene revisar la primera parte de la encíclica Deus caritas est. El Papa Benedicto XVI se detiene en los conceptos de eros y ágape, como expresión del amor humano, según el uso que daban a estos términos los griegos, el Antiguo y el Nuevo Testamento. [Eros: amor entre hombre y mujer, que no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano. Ágape: relación de amor entre Cristo y sus discípulos.]
Con claridad y hondura, llama la atención hacia lo siguiente: relegar la palabra eros por la nueva concepción del amor que se expresa con la palabra ágape, «denota sin duda algo esencial en la novedad del cristianismo, precisamente en su modo de entender el amor». Y agrega: «En la crítica al cristianismo que se ha desarrollado con creciente radicalismo a partir de la Ilustración, esta novedad (la del amor entendido como «ágape») ha sido valorada de modo absolutamente negativo. El cristianismo, según Friedrich Nietzsche, habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. El filósofo alemán expresó de este modo una apreciación muy difundida: la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino?»

FAMILIA, PARADIGMA DEL VALOR EN SÍ MISMO

Hablar de valores en el contexto histórico en que nos sitúa Nietzsche, resulta acorde con el nihilismo. Es el escenario de los valores entendidos como entelequias lingüísticas. Justificaciones a posteriori de opciones hechas por la voluntad, sin tener realmente en cuenta los valores propiamente dichos. Esto es un engendro del más puro relativismo.
La única forma de ser razonable es que la razón brote de la experiencia. La racionabilidad coherente con la experiencia viva –que es lo propio de lo que llamamos valor– se ha de ver en el marco de una experiencia mucho mayor, en el tiempo y en el espacio, como la solidaridad intergeneracional, o lo que comúnmente conocemos como tradición.
La continuidad en la unión de los valores en distintas generaciones e instancias de la sociedad civil, constituye un «consenso profundo», por contraste con aquel del que oímos hablar a diario en los medios, que corresponde al acomodo interesado de «valores» en su versión de entelequias racionales.
Como se ve fácilmente, y más allá de cualquier crisis, nos hallamos en este punto frente a una experiencia de «comunión» cuyo natural efecto es el cultivo como personas de quienes participan de ella. Sin duda que, en este orden, la familia ilumina por encima de cualquier otro cuerpo social. Su capacidad de transmitir cultura de generación en generación y ofrecerse como matriz de convivencia en todos los ámbitos públicos y privados, no tiene equivalencia. Sabemos que en su seno se fragua el futuro de la humanidad.
Subrayando lo que nos ocupa, los valores, tenemos en la familia el paradigma de lo que socialmente es un bien o valor en sí mismo.
Vemos cómo el consenso de los siglos la consagra así. Su bien específico no está en que ayuda a las personas a sobrellevar dificultades de una u otra índole. No. Lo propio del valor familiar es el de una comunión que cultiva y cambia a las personas que de ella forman parte.
También obra como genuina matriz del resto de los organismos que componen la sociedad civil. Su destrucción no radica en la dispersión de sus partes –como sería el caso de una sociedad comercial cualquiera– sino en la extinción de la misma.
Un valor fundado en una experiencia de bien común, como la familia, sólo sobrevive en comunión y no es susceptible de fragmentación; si se le divide se acaba ese bien. Así sucede también, aunque en menor medida, en el caso de la escuela, que nace de la familia, cuya destrucción estriba en la extinción de ese valor consistente en la comunidad de maestros y discípulos.
De seguir con el mismo ejercicio, veríamos que esos valores también son reconocidos. Replegarse en enunciados sobre el destino universal de los bienes, la solidaridad, el principio de subsidiaridad, el orden justo y otros, sin tener como punto de partida a la persona, la familia, la comunidad de trabajo, la experiencia de los grupos intermedios, la escuela, la sociedad civil, puede arrastrar al enunciado de verdades parciales, cuando no simples entelequias universales.
Es lo que a menudo vemos en las confrontaciones ideológicas que disputan por más espacio para el «Estado» o para el «mercado».
A decir verdad, en tanto no aparezcan en el horizonte las personas y sus necesidades reales, cualquier discusión, incluso de temas como la subsidiaridad o la solidaridad, corre el peligro señalado.
Engendro del más puro relativismo. En efecto, si se habla de relativismo de los valores, el problema debe verse en el plano de la experiencia. Pues este relativismo tiene que ver, más que con el lenguaje y los discursos, con las rupturas familiares, con la crisis social de la figura del padre, con la voluntad de no compromiso, y tantas y tan variadas actitudes del género. El valor no se sostiene en un discurso sino en un modo de ser persona.

ME RECONOZCO EN EL ROSTRO DEL OTRO

Sólo cuando otros nos reconocen, a través de vínculos de amistad, de los afectos familiares o de la fraternidad en el trabajo, tenemos verdaderamente la sensación de existir. Cuando nadie te ve, tienes la idea de no existir.
En un mundo en el que los hombres están solos –porque este mundo es de las grandes masas, lleno de hombres solos, no reconocidos por los otros y que perciben su propia vida como si no tuviera significado– es fácil ser capturado en el plano de los valores, o más precisamente de los contravalores, por distintas formas de nihilismo.
Importa pues constatar que reconocer el misterio de la vida –el de los valores, que en nuestra existencia hemos de descubrir y vivir– se vincula necesariamente a una relación humana. De ahí también las dificultades que registramos hoy para una auténtica experiencia religiosa.
Cuesta bastante esfuerzo madurar una relación en esta llamada «sociedad líquida», por referencia a un mundo de relaciones humanas veloces, evanescentes, ocasionales y efímeras. Ello hace también difícil la experiencia del misterio de la vida que se vincula directamente con relaciones humanas verdaderas. Tiene que ver con el hecho de que me deje provocar y tocar por la humanidad del otro. Pues esa humanidad del otro, que ya es grande, es signo de algo aún más grande que la naturaleza. No andaba en este sentido descaminado el pensador hebreo Emanuel Levinas al afirmar que el rostro del otro es la huella del infinito.
La gran «revelación», el primer descubrimiento del otro, es la familia.

* Resumen de la conferencia que ofreció el autor en el VI Encuentro Mundial de las Familias. México, 2009.

1  Cfr. Tertuliano, Marc. 2,4. En CIC, Cap.III, n° 1951, Asociación de Editores del Catecismo, Madrid, 1992.
2 Cfr. MacIntyre, Alasdair. Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 2004, pp.14-15
3 Cfr. Hazard, Paul. La pensée europèene au XVII siécle. De Montesquieu a Lessing, Bolvin et Cie, Paris, 1946, T.I, pp. 61-64.
4 Juntos, el comunismo y el nacionalsocialismo, provocaron en el siglo XX mayor cantidad de mártires cristianos que en los diecinueve siglos que anteceden.
5 Cfr. Rostand, Jean. Peut on modifier l´homme?, Gallimard, Paris, 1956, p.29.
6 Cfr. Bruguès, Jean-Louis. «La ética en un mundo desilusionado», revista Humanitas n°1 y n° 38.
7 Es este un énfasis constante en discursos del papa Benedicto XVI. Véanse las palabras dirigidas al episcopado polaco en visita «ad limina Apostolorum» (3.XII.2005).
8 Friederich Nietzsche, Más allá del bien y del mal, en particular la quinta parte, «Contribución a la historia natural de la moral». Cfr. Bruguès, Jean-Louis. «La ética en un mundo desilusionado», revista Humanitas n°1, 1996 (www.humanitas.cl).
9 Cfr. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familaris consortio, n°86
10 Cfr. Juan Pablo II, Carta a las Familias, n°20, 1994.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

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