Suscríbete a la revista  |  Suscríbete a nuestro newsletter

Universidad: Verdad y cultura, binomio inseparable

Me acuerdo de Puigcorbé. Alto, calvo, un poco encorvado; siempre con un libro en la mano allá donde fuera; sí, los imberbes nos admirábamos de verlo entrando en los baños con el libro abierto y ensimismado en la lectura. ¿Sesenta y cinco años?, para un mocoso de quince todos los mayores de treinta son viejos. «¿Qué es la verdad?», nos preguntaba. Con sonrisa irónica se respondía: «Ni Jesucristo lo sabía. Cuando Pilatos le preguntó, ¿qué hizo Él? Se limitó a mirar al suelo».
Quizá el buen profesor no se acordaba de aquello de «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», pero es un buen ejemplo de lo difícil que es hoy en día hablar de Verdad. Perdidas en cajones polvorientos están las grandes cosmovisiones sistémicas del mundo, que intentaban buscar el quid de lo físico, lo humano y lo trascendente. Sólo unos pocos locos se adentran en sus galimatías e intentan sobrevivir enseñando que alguna vez hubo unos genios que querían entender todo. Hoy prevalece el pensamiento débil, el relativismo práctico y el más común: «depende de para quién».
¿Tiene sentido hablar de Verdad –con mayúscula– hoy en día? De esa Verdad que englobe todas las pequeñas verdades cotidianas: «este es mi coche», «la democracia es el menos malo de los sistemas políticos», «la clonación humana es perjudicial» «el América es un verdadero desastre» o «mi jefe es un tal por cual» (quizá las dos últimas serían las más universales).
Quizá tenga sentido, quizá no, dependiendo, «ahora sí –en expresión popular–, de cada quien». Si se responde que no, entonces este artículo debería cambiar de título o quizá, mejor, se tendría que dejar de hablar de universidad y empezaríamos a hablar de «Centros de Capacitación Técnica» cuya finalidad sería: formar productores de productos para que sean consumidos por los consumidores con el fin de dar el mayor grado de satisfacción al menor costo posible.
Cosa muy elogiable, pero no es el fin de la universidad original.
Como para el autor de este artículo la respuesta es un rotundo sí, entonces no hace falta cambiarle el título. Exagerando un poco me atrevo a decir que ambos conceptos son sinónimos, o siendo más preciso, que son codependientes. Si no hay Verdad no hay Universidad, ya que desde sus inicios, allá por los cuatrocientos años antes de que fuera la primera Navidad, unos locos se reunían periódicamente para debatir acerca de la Verdad, la Justicia, el Bien común y otras lindezas sin aparente importancia.
La historia no deja de ser curiosa, ya que, quizá por casualidades cósmicas y debido al movimiento caprichoso de los quarks, aquellos que siguieron esa tradición de la holgazanería platicadora y lectora, fabricaron después la utilísima aspirina, los pañales supermodernos del retoño, y el imprescindible ipod en todos los bolsillos de adolescentes; y para ser un poco más serios, los que nos han permitido –con todas sus deficiencias– gozar de unos grados de libertad y tolerancia inusitados hasta hace poco tiempo.

RESPUESTAS TENTATIVAS Y PERFECTIBLES

Está claro que la Verdad no es pétrea ni plana, sino más bien elástica y poliédrica: es lo que es, pero es captada por un receptor cambiante –tiempo, lugar, cultura– y por lo tanto es necesario que cada generación, cada cultura, cada individuo tenga que darse a la ardua tarea de intentar desentrañarla con «sangre, sudor y lágrimas».
Y para eso nació la Universidad. Tanto la bisoña, la griega, como la majestuosa medieval con sus figuras góticas de la que son –Dios lo quiera– herederas nuestras queridas instituciones actuales a las que les damos el pomposo título de Universidad.
¿Entonces, qué debe ser una Universidad? Entiendo por tal, aquella institución en la que docentes y alumnos conviven con el claro objetivo de intentar conocer el mundo que los rodea y a sí mismos y que da respuestas tentativas –siempre perfectibles– acerca de cuál es la finalidad última tanto del ser humano en particular como de la sociedad en general; y con ese fin, identifica los problemas que impiden o dificultan alcanzar ese último objetivo y propone medios viables para conseguirlo.
Pero para que eso se pueda dar, es imprescindible que la Verdad exista, que haya un lugar donde dirigirme a mí mismo y a la sociedad que sea mejor que otro, porque, si no hay fines más convenientes que otros, pierde sentido el esfuerzo por desentrañarlo.
Para cumplir con su objetivo es imprescindible que la Universidad cumpla con ciertas características. Debe ser:
1. Un lugar donde se enseñe
Como dejó claro el Cardenal Newman en su libro sobre la Universidad, esta debe ser una institución cuya principal función sea transmitir conocimientos, tanto prácticos como teóricos. Más los segundos que los primeros ya que entiendo que la Universidad debe transmitir sobre todo «cultura general». Pero cuando me refiero a ella no estoy pensando en ese barniz decorativo que muchas «universidades» tienen en sus curricula para demostrar que les importa el ser humano y no solo la producción en masa. Así, la «cultura general» ––y aquí me fusilo al gran Ortega: Misión de la Universidad– no es el aperitivo de los platos fuertes de las Matemáticas, la Biología o el Derecho:
«“Cultura general” Lo absurdo del término, su filisteísmo revela su insinceridad. “Cultura”, referida al espíritu humano –y no al ganado o a los cereales– no puede ser sino general. No se es «culto» en física o en matemáticas. Eso es ser sabio en una materia. Al usar esta expresión de «cultura general» se declara la intención de que el estudiante reciba algún conocimiento ornamental y vagamente educativo de su carácter o de su inteligencia. Para tan vago propósito tanto da una disciplina como otra dentro de las que se consideran menos técnicas y más vagorosas: ¡vaya por la filosofía!, o por la historia, o por la sociología!».
Así, eso que hoy, con notables excepciones, es un residuo, para la Universidad de la Edad Media era lo esencial: «dar un sistema de ideas sobre el mundo y la humanidad que el hombre de entonces poseía». Y continúa:
«La vida es un caos, una selva salvaje, una confusión. El hombre se pierde en ella. Pero su mente reacciona ante esa sensación de naufragio y perdimiento: trabaja por encontrar en esa selva “vías”, “caminos”; es decir: ideas claras y firmes sobre el Universo, convicciones positivas sobre lo que son las cosas y el mundo. El conjunto, el sistema de ellas es la cultura en el sentido verdadero de la palabra; todo lo contrario, pues, que ornamento. Cultura es lo que salva el naufragio vital, lo que permite al hombre vivir sin que su vida sea tragedia sin sentido o radical envilecimiento».
Y esa debe ser la función principal de la Universidad: el ubi donde se forman las cabezas que deben guiar a la sociedad a un fin con un sentido acorde a la naturaleza humana.
2. Un lugar de convivencia
Partiendo de lo dicho, es fundamental que la Universidad sea un sitio de convivencia. La cultura es algo vivo y por lo tanto cambiante. No es suficiente adquirir los conocimientos en libros más o menos modernos, en CDs, mp3 u on-line.
Todos esos instrumentos, necesarios, sólo son apoyos pedagógicos a lo esencial: la relación profesor- alumno. Si se quiere transmitir algo más que puros datos, más o menos útiles, el alumno necesita el contacto con la experiencia del profesor y con su humanidad, utilizando esta palabra en su plenitud; y, a su vez, el profesor necesita el contacto con el alumno.
Únicamente ese contacto directo dirá al profesor si su método de transmisión es adecuado: las técnicas pedagógicas de hace diez años es muy posible que sean totalmente inservibles hoy en día. La escritura de textos o las conferencias on-line serán insuficientes a los profesores para darse cuenta si están transmitiendo esos conocimientos de forma adecuada.
3. Un lugar de investigación
Tanto Newman como Ortega critican el afán exclusivista de algunos profesores que sólo quieren investigar. Ortega es muy duro con sus «profesores» en las universidades alemanas a los que califica de pésimos aunque sean excelentes investigadores. Estoy de acuerdo: para investigar no son necesarios los alumnos; y un profesor debe ser bueno en eso que le es propio: enseñar.
Pero el extremo contrario también es pernicioso. Las respuestas de nuestros ancestros no son suficientes para nuestras preguntas actuales. Una institución, o un profesor, que no investigue acabará como mero repetidor sin conexión con el mundo real por lo que, difícilmente, podrá entender un mundo cambiante ni dar respuestas válidas a la realidad circundante.
Sí, para enseñar hay que leer mucho, pero sobre todo, pensar mucho; de lo contrario se caerá en lugares comunes y para eso ya están los analistas en los noticieros y no hace falta gastar en una Universidad.
Así, resumiendo, diría que una Universidad si quiere empeñarse en la búsqueda de la Verdad y dar respuestas más o menos correctas a cada generación debe tener, como mínimo, buenos profesores que sepan enseñar, que tengan tiempo y medios para investigar y que convivan con sus alumnos. El resto, siendo importante –deportes, estacionamientos, departamentos de relaciones públicas, superplataformas informáticas, etcétera– es muy accesorio.

*Licenciado y Doctor en Historia Contemporánea. Profesor del ITAM.

istmo review
No. 386 
Junio – Julio 2023

Newsletter

Suscríbete a nuestro Newsletter