La compleja problemática que enfrenta hoy el director de empresa exige como solución recuperar al ser humano. Por ello, comprender el fundamento antropológico que subyace en la existencia y dinámica de los Consejos de Dirección es sin duda una importante contribución para su mejor desempeño.
Tanto en la formación de un Consejo de Dirección, como en su dinámica y eficacia, se esconden cuestiones de carácter antropológico no siempre atendidas. Además de los aspectos técnicos y de su adecuada operación, que siempre hay que cuidar, cuando se constituye un Consejo de Dirección, es necesario cuidar también los aspectos éticos y de honda raíz humana de los que depende su buen funcionamiento.
El hombre está siempre detrás de las estructuras. Por eso, con independencia de las dificultades externas que una empresa enfrenta, será pertinente una reflexión que centre la atención en aspectos de su dinámica interna, de los que en última instancia depende la adecuada respuesta a las situaciones a resolver.
Toda empresa se conforma por personas que se vinculan en relaciones intersubjetivas complejas, a las que es preciso atender de la manera más comprensiva posible, si se quieren alcanzar con eficacia los objetivos que se pretenden con el trabajo organizado. Es importante detenerse en este punto, especialmente en épocas de crisis, pues la situación nos puede hacer confundir lo urgente con lo importante y empujarnos a apostar por soluciones de corto plazo que comprometen el futuro.
Ser capaz de mirar las cosas en perspectiva y sortear las agudas dificultades del momento puede hacer la diferencia entre desaparecer o salir fortalecidos frente a la situación. En el fondo, se trata de una genuina tarea directiva, donde lo más importante es aquello que señalaba Aristóteles en su Política: «hay que atender más a los hombres que a la posesión de cosas inanimadas, y a las virtudes de aquellos más que a la posesión de la llamada riqueza».
PRUDENCIA: ANTICIPAR LAS CONSECUENCIAS
En el «Gobierno corporativo» de las organizaciones, cada vez es más relevante que los Consejos de Dirección –herramienta primordial para alcanzar su cometido– sean capaces de aportar el conocimiento adecuado para la toma de decisiones. El incremento de información disponible no es por sí solo suficiente para este propósito, incluso puede ser un obstáculo para adquirir ese saber pertinente.
Hay gran diferencia entre acumular conocimientos y desarrollar el juicio práctico que consiste en utilizar adecuadamente ese conocimiento. Ese juicio o sabiduría práctica, en un sentido más preciso, se constituye cuando el conocimiento ha sido aplicado teniendo en cuenta todas las relaciones pertinentes a una situación concreta, y que además guarda la adecuada consistencia con los principios generales de la acción. No es otra cosa que lo que los clásicos conocían como la virtud de la prudencia.
La prudencia es una noción con grandes virtualidades para los directores de empresa. Procede de las raíces latinas pro y videre, que aluden a la capacidad de ver con anticipación, y se refiere literalmente a la idea de anticipar las consecuencias de una acción antes de que tenga lugar (la palabra «providencia» comparte el mismo origen etimológico).
Tomar decisiones es una actividad fundamental del dirigente, y cuando es prudente, sus elecciones resultan acertadas las más de las veces; al menos con mucha más frecuencia que en el caso de los directores imprudentes, a quienes más les vale correr con buena suerte o tener fuertes lazos familiares en sus empresas.
La clave de una buena decisión estriba en la capacidad de proyectar el curso que habrán de seguir las opciones disponibles. Si el resultado de esas alternativas se conociese con certeza, decidir cuál escoger sería como dar un paseo por el parque. Pero esa certeza no existe ni es posible, y eso es precisamente lo que hace de la prudencia una cualidad indispensable en los directores.
Al analizar la prudencia como una competencia imprescindible para cualquier persona que dirige, se pone de manifiesto su relevancia. Con la intención de despertar interés por conocer a fondo sus alcances y los modos de desarrollarla ofrecemos una somera aproximación centrada en uno de sus actos concretos: el del «consejo».
INTELIGENCIA CIENTÍFICA, TÉCNICA Y DIRECTIVA
La prudencia es un hábito intelectual, pero al tener como sujeto justamente a la inteligencia y dado su gran alcance, es necesario hacer precisiones. Como capacidad cognoscitiva, la razón humana tiene un ámbito cuya extensión es sumamente amplia –según los filósofos clásicos, su alcance es infinito– sobre todo si se lo compara con el de las otras potencias humanas capaces de conocimiento, que son los sentidos.
Esto se expresa diciendo que la inteligencia del hombre está abierta al conocimiento de toda la realidad. En ese conocer la realidad, considera el «orden» que hay en ella (esto es, sus leyes, su regularidad, su índole propia, etcétera). Dentro de esa realidad es posible distinguir ámbitos y cada uno da lugar a distinguir un cierto «tipo» de inteligencia.
Un primer ámbito es el de las «cosas naturales», aquellas realidades cuyo orden descubre la inteligencia humana pero ella no lo causa. Al «tipo» de inteligencia que se ocupa de conocer el orden en las cosas naturales, la tradición filosófica lo llama: «inteligencia teórica», o también «inteligencia científica»; la que en el lenguaje ordinario conocemos como la propia de los «los que saben».
Un segundo orden de cosas es el del ámbito de lo «artificial», del que el hombre es propiamente su causa. A través de su inteligencia, el hombre introduce orden en estas realidades, transformándolas por medio de su actividad productiva. El tipo de inteligencia de este ámbito es la «inteligencia técnica», propia de «los que saben hacer».
Por último, está el ámbito de realidades que proceden de la voluntad, que conocemos como «acciones humanas», cuyo orden también establece la razón del hombre. Conviene apuntar que la «acción» a la que aquí se alude no es lo mismo que la «producción», entre otras cosas porque mientras en esta última la finalidad está en el producto del hacer humano, en la «acción» el centro lo ocupa la persona misma que actúa, y que se va conformando a sí misma como resultado precisamente de su actuar.
Corresponde a la «inteligencia directiva» ocuparse del orden de las acciones humanas, terreno propio de «los que saben dirigir», ya se trate de sus propias acciones o de las de otros. Tenemos así tres tipos fundamentales de inteligencia: la «científica», la «técnica» y la «directiva»; en esta última se encuentra el hábito de la prudencia.
La prudencia es el hábito intelectual propio de la «inteligencia directiva» que ordena las acciones humanas con rectitud. Esa dirección que la inteligencia imprime a las acciones humanas se lleva a cabo en tres actos: a) el consejo, que consiste en indagar qué conviene hacer en determinada situación, con miras a conseguir el bien conveniente al hombre; b) el juicio o elección de la acción concreta a realizar; c) el imperio o mandato, por el que el hombre se determina a poner en práctica la acción que previamente fue objeto del consejo y de la elección. De estos tres actos, el imperio es la operación principal del hombre prudente, pues es propio de él no sólo conocer lo que debe realizar y elegirlo, sino llevarlo efectivamente a cabo.
CONSEJO: QUÉ HACER Y CÓMO HACERLO
En el consejo como primer acto de la prudencia se pueden distinguir dos facetas: una más bien cognoscitiva y la otra propiamente directiva. En la primera, la prudencia permite alcanzar un conocimiento adecuado y objetivo de una situación particular, relativa a lo que conviene hacer y a los medios necesarios para conseguirlo.
La faceta propiamente directiva, o si se prefiere, más práctica del acto de consejo, es lo que mueve a realizar la acción, y comprende, tanto conocer la forma concreta de llevarla a cabo como las implicaciones que conlleva. Hay que subrayar que la prudencia, a diferencia de lo que ocurre con la inteligencia científica, no pretende el tipo de certeza y claridad característico de los juicios de la ciencia. La prudencia se ocupa de realidades particulares y mudables, de modo que lo que resulta bueno para una persona o para una organización, en un momento determinado, puede no serlo para otra, incluso para la misma persona u organización considerada en circunstancias diferentes.
El hombre prudente discierne qué es correcto o conveniente hacer en cada situación, dentro de un margen de incertidumbre que es inevitable y que debe afrontar y asumir. En el director de empresa, tomador de decisiones, esta característica confirma la importancia que ha de otorgarse a la capacidad de manejarse en situaciones de incertidumbre, pues de otra manera la pretensión de eliminar totalmente los riesgos que comportan conduciría a la llamada «parálisis por análisis».
Para perfeccionar el acto de consejo deben concurrir ocho elementos que son las «partes integrales» de la virtud de la prudencia. Cinco pertenecen a la dimensión cognoscitiva del consejo (memoria, inteligencia, docilidad, sagacidad y razonamiento) y tres a su dimensión directiva (previsión, circunspección y precaución).
ELEMENTOS COGNOSCITIVOS DEL CONSEJO
En su dimensión cognoscitiva, el hombre prudente tiene que tener en cuenta tres cosas para determinar qué acción conviene realizar en una situación particular: a) qué conocimientos ya tiene (memoria e inteligencia), b) cuáles puede adquirir (docilidad y sagacidad) y finalmente c) cómo aplicarlos a la situación del momento (razonamiento). Considerar estos elementos tiene implicaciones muy importantes para los directivos, según se trate de alguien muy experimentado o, por el contrario, de una persona joven e inexperta.
Respecto a los conocimientos que ya se poseen, la «memoria», como parte integral de la prudencia, permite leer la situación presente a la luz de la semejanza que guarda con los hechos del pasado. Por ello es imprescindible adquirir «experiencia», pues por medio de ella se conocen los hechos particulares y, al establecer analogías, permite advertir lo que sucede generalmente.
Por su parte, la «inteligencia», también parte integral de la prudencia, facilita comprender los aspectos individuales de la situación bajo la óptica que le proporciona el conocimiento de los principios universales que rigen la acción.
Por esto, una persona con más trayectoria, y por lo mismo en una etapa más bien de madurez que de juventud, se encuentra, en principio, en mejores condiciones de desarrollar las cualidades que exige la decisión prudente. Por el contrario, los jóvenes suelen fallar en estas disposiciones pues carecen de la experiencia necesaria; para adquirirla resulta indispensable el enfrentamiento cotidiano con la actividad en cuestión.
Ya Hobbes señalaba que «en tanto un hombre tiene más experiencia que otro de las cosas pasadas, en esa misma medida suele ser más prudente, y sus expectativas suelen fallarle mucho menos». Se da aquí la paradoja de que la prudencia procede de la experiencia, pero a la vez esta última proviene de la imprudencia, pues adquirir experiencia supone aprender de los propios errores, los cuales se cometen precisamente cuando aún se carece de suficiente experiencia.
Por otro lado, para adquirir conocimientos nuevos es muy importante la disposición de adquirirlos a partir de la enseñanza y el consejo de otros, y sin la virtud de la «docilidad» –otra parte integral de la prudencia en el acto del consejo– es prácticamente imposible, a menos que se trate de conocimientos nuevos que se pueden adquirir a partir de la propia inventiva y que resultan, en cambio, de la posesión de otra virtud: la de la «sagacidad», que podemos describir como esa especial habilidad para descubrir con rapidez lo que es preciso realizar ante una situación dada.
En lo que se refiere a la docilidad, a diferencia de la «memoria» y la «inteligencia», una amplia trayectoria puede ser obstáculo para desarrollar la prudencia, pues es frecuente que quien se ha desempeñado muchos años como director (más aún si ha sido exitoso) piense que ya lo sabe todo y fácilmente se cierre a aprender de los demás. Un director joven, en cambio, (siempre y cuando no se trate de una persona arrogante) suele estar más abierto a lo que otros le pueden aportar con miras a ser más acertado en su toma de decisiones.
Al hacer estas consideraciones, se detectan algunos de los principales obstáculos para la implantación efectiva de un buen Consejo de Dirección. En los inicios de una empresa, la juventud e inexperiencia de quien la encabeza podría llevarle a no conceder la importancia debida al cúmulo de sabiduría de quienes le precedieron en labores semejantes (eso sin tener en cuenta que en los comienzos de un nuevo negocio, por ejemplo, apenas existe un mínimo de estructura que difícilmente permite constituir un Consejo de Dirección).
La contrapartida se presenta, por ejemplo, en empresas que han logrado salir adelante a fuerza del empuje de su fundador, quien podría menospreciar el valor que puede aportarle un Consejo del que ha podido prescindir hasta entonces, y además exitosamente.
Por último, la perfección del acto de consejo quedaría trunca sin el llamado «razonamiento», parte integral de la prudencia, la virtud que permite aplicar todo el conocimiento aludido a la situación presente, de modo que se pueda indagar la acción que conviene finalmente realizar.
PREVISIÓN, CIRCUNSPECCIÓN Y PRECAUCIÓN
Como ya se dijo, a la prudencia directiva le compete conocer cómo llevar a cabo la acción y sus implicaciones. Aquí concurren las últimas tres partes integrales de la prudencia: previsión, circunspección y precaución. Por la previsión el hombre prudente es capaz de ordenar la actividad futura y encontrar los medios adecuados, para poner en práctica la acción prevista. No en balde la prudencia toma de aquí su nombre, como dijimos: prudencia deriva de providentia, es decir, de previsión. El director prudente ha de ser capaz de detectar las oportunidades y de conjuntar los recursos requeridos para aprovecharlas.
Ser circunspecto implica la habilidad de considerar los numerosos elementos y circunstancias que concurren en la acción al momento en que tiene lugar, de modo que quien actúa pueda anticiparse a todo lo que desvía la acción del fin pretendido. El director circunspecto es capaz de descubrir lo que una situación tiene de inusual y desacostumbrado, sin por ello perderse en la infinitud de circunstancias que concurren en ella, pues ser prudente exige atender sólo, como señala Tomás de Aquino, a «aquellas [circunstancias] que modifican el juicio de la razón de las acciones».
Por último, la precaución permite prevenir los obstáculos extrínsecos que pueden oponerse a la acción. La atención del hombre de acción se orienta hacia un determinado objetivo, con tal fuerza que puede hacer que desatienda los riesgos y dificultades que acompañan o se siguen del logro de ese propósito. Así le sucede, por ejemplo, al director de ventas que mira sólo al valor de colocar un producto en el mercado, sin prestar importancia al costo de producción. Debido a que se polariza la atención al centrarla en el objetivo, es importante precaverse de los problemas que comporta cualquier curso de acción para alcanzarlo. Siempre existirán dificultades, y por ello es importante hacerlas patentes no para dejar de decidirse a la acción, sino para evitar los flancos vulnerables que impedirían su culminación exitosa.
LA VENTAJA DE CONTAR CON UN BUEN CONSEJO
Al revisar todas las capacidades que implica el acto del consejo, como parte de la virtud de la prudencia, resalta, por contraste, la gran limitación en que se coloca el director individualista que, so pretexto de que en última instancia él mismo toma las decisiones, se exime de recibir la ayuda que podría prestarle un Consejo de Dirección.
Ciertamente el director debe decidir por sí mismo, pero eso no significa que deba decidir solo. Un director prudente sin duda tiene muy buenas capacidades de razonamiento efectivo, pero en gran medida son deudoras de una buena dosis de humildad, condición sine qua non de la respectiva efectividad de un buen consejo.